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domingo, 18 de marzo de 2018

SOBRE CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Juan Tallón

   ¿A quién no le golpea duramente García Márquez? A mí me noqueó con su texto más realista, Tal vez estaba desprevenido. Fue una tarde, en un sofá, en el pueblo, caído de bruces en el filo de la felicidad, con leve resaca. Crónica de una muerte  anunciada parecía —qué tontería voy a decir— esa clase de texto que lo tiene todo para defraudarte cuando lees el primer párrafo y se te revelan los misterios. Nada nuevo, cierto. En Romeo y Julieta, Shakespeare revela la trama en los primeros catorce versos del prólogo. Instan­tes después de que se abra el telón, la audiencia sabe que hay dos amantes destinados a enamorarse, que se matan, y después las dos familias no luchan más. Sin embargo, cada página del autor colom­biano, con sus suelos de arena movediza, te succiona más y más. Es la constatación más brutal de que la literatura, ante todo, es una cierta forma que das al mundo, un estilo de encarar su relato. Y luego su relato. Pronto descubres que te importa una higa saber que el narrador relatará el asesinato de Santiago Nasar el día que se preparaba para recibir al obispo, y que la noche anterior había participado en la fiesta de bodas de Ángela Vicario y Bayardo San Román. Te trae sin cuidado saber que en la noche de bodas el novio descubre que Ángela no es virgen y la devuelve a casa con sus pa­dres, y que allí se hallan sus hermanos, que exigen saber quién es el culpable de la deshonra, y ella responde: Santiago Nasar. Carece de relevancia tener noticias tempranas de que los hermanos preparan la venganza, cogen los cuchillos y salen en busca de Santiago para matarlo.
   «Lo que sucede —admitió en su día García Márquez— es que yo no quise que el lector empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no, así que decidí ponerlo en la frase inicial del libro. De este modo la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fue lo que pasó». Para ello, el autor combinó dos tipos de textos muy difíciles de combinar. Por un lado, el relato policial, que te exige esconder, y por otro el periodístico, que te demanda revelar. La dificultad es obvia, pero él consigue que el texto avance en el presente al mismo tiempo que retrocede veintisiete años atrás, al día de la matanza. García Márquez sostenía en 1981 que Crónica de una muerte anunciada era su mejor novela, «en el sentido de que es una novela en la que yo he logrado hacer exactamente lo que quería. Las novelas en el camino quieren escaparse a los escritores de las manos, los personajes toman vida propia y terminan por hacer lo que les da la gana. En ninguna había tenido yo un control absoluto como en esta. Probablemente por el tema y por la extensión. Es un tema muy riguroso, estructurado casi como una novela policiaca, y un libro muy corto. Yo creo que mi mejor novela anterior era El coronel no tiene quien le escriba, no Cien años de soledad, y esto lo he dicho muchas veces».
   La prosa efervescente avanza a veces hacia adelante, a veces hacia atrás, y te somete sucesivamente al vértigo, la violencia, la emoción, el amargor, la desolación. Hay frases que se te impregnan, igual que un olor, y ya toda la vida vas oliendo a ellas. A mí me pasa con las dos primeras y las dos últimas, «El día en que lo iban a ma­tar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un ins­tante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado por cagadas de pájaros». Estas cagadas son tremendas, sin­ceramente. Arrastras su efecto dramático durante párrafos enteros. No puedes olvidarlas. Ocurre lo mismo con las frases finales, que se te aparecen por las noches, cuando te levantas al baño. Así hasta que te ves obligado a releer la novela otra vez. «[Santiago] tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. “Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tri­pas”, me dijo mi tía Wene. Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina». Esas arenas que se te quedan pegadas a las tripas, en realidad, se adhieren también a la ropa. No trates de sacudírtelas. Vano propósito. Estarán ahí siempre, como el olor de las cagadas de pájaro.
   La muerte de Santiago Nasar se plantea no como un crimen sino como un asunto de honor. Algo que está por encima de la vida y la muerte, como en las tragedias clásicas. Es en ese escenario donde cobra sentido —y se te pega a las tripas— el pretexto que esgrimen los hermanos Vicario ante el juez para exculparse de su responsabi­lidad en el crimen, pese a su participación. Su abogado había sus­tentado la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, y los hermanos declararon en el juicio que lo hubieran vuelto a hacer mil veces por los mismos motivos. Después de acabar con la vida de Nasar, irrumpieron en la iglesia, y se confesaron al párroco. «Lo ma­tamos a conciencia —dijo Pedro Vicario—, pero somos inocentes». La muerte es aceptable, el deshonor, jamás. La muerte, de hecho, es inevitable, un presagio que se cumple, que nadie puede evitar. La fatalidad. «Nunca hubo una muerte tan anunciada», escribe el narrador. Todos los habitantes conocían las intenciones de los hermanos Vicario, pero nadie hace nada. Como si nada hubiese que hacer. Iba a ser un buen día cuando Santiago Nasar salió de casa, por la puerta que no era habitual que cruzase, y de pronto, por cierto concepto del determinismo, el caos se introdu­jo en el orden.
Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez (1927-2014)
1ª edición: Oveja negra, 1981
Género: narrativa
JUAN TALLÓN, Libros peligrosos, Larousse, Barcelona, 2015, pp. 252-253.

viernes, 16 de marzo de 2018

NARRADOR EDITOR: CARACTERÍSTICAS DE LOS INFORMADORES


   El narrador de Crónica de una muerte anunciada, como compañero en la juventud de Santiago Nasar, es un testigo privilegiado de algunas de sus andanzas; sin embargo, el asesinato de su amigo ocurre mientras él está acostado con la prostituta María Alejandrina Cervantes. Es por ello que, al volver a su pueblo "27 años después" para reconstruir los pormenores que rodearon el asesinato, es consciente de que la reconstrucción de los hechos será difícil.

   "cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria".

   Con esta declaración, subraya la difícil objetividad de la que presume el título de esta obra literaria, evidentemente de ficción, que, aunque basada en hechos reales, se alimenta sutilmente de la estética del realismo mágico, y por tanto, participa de una modalidad de ficción no realista. 

   Analizando el listado de los once informadores que aparecen mencionados en la primera secuencia, resultan evidentes el catálogo de contradicciones, que trascienden las referencias al tiempo climatológico de ese día; y el carácter subjetivo de los testimonios, condicionado por la distinta implicación de los informadores con respecto a Santiago Nasar:
  • El sumario, redactado por un juez al que se le exige objetividad, incluye comentarios impropios, que insinúan que este funcionario habría sido infectado por la idiosincrasia de un pueblo rendido a las creencias supersticiosas. ["La puerta de la plaza estaba citada varias veces con un nombre de folletín: La puerta fatal."] Nótese que el uso de la palabra folletín no es inocente, puesto que se refiere a una modalidad de ficción despreciable por ser de consumo masivo y de elaboración descuidada.
  • Divina Flor está rendidamente enamorada de Santiago Nasar, con el que espera repetir, ineludible y fatalmente, un modelo de relación ya padecido por su madre.
  • Margot siente una contenida admiración por el ahijado de su madre, alto, guapo y rico, y por ello, uno de los mejores partidos del pueblo.
  • Victoria Guzmán odia a los Nasar y, en particular, pretende evitar que su hija sea una víctima de sus caprichos, como ella lo fue (y lo sigue siendo).
  • Jaime es un niño de siete años cuyos recuerdos pueden estar contaminados por los relatos oídos posteriormente a los hechos.

INFORMADORES

  1. Plácida Linero. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte."
  2. "Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no había llovido aquel día, ni en todo el mes de febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla, poco antes de su muerte. «El sol calentó más temprano que en agosto.» Estaba descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre se levantaba con cara de mala noche», recordaba sin amor Victoria Guzmán." [...] Victoria Guzmán [...] en el curso de sus años admitió que ambas lo sabían cuando él entró en la cocina a tomar el café. Se lo había dicho una mujer que pasó después de las cinco a pedir un poco de leche por caridad, y les reveló además los motivos y el lugar donde lo estaban esperando. «No la previne porque pensé que eran habladas de borracho», me dijo.
  3. Divina Flor «No ha vuelto a nacer otro hombre como ése», me dijo, gorda y mustia, y rodeada por los hijos de otros amores. «Era idéntico a su padre —le replicó Victoria Guzmán—. Un mierda.» [...] No obstante, Divina Flor me confesó en una visita posterior, cuando ya su madre había muerto, que ésta no le había dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su alma quería que lo mataran. [...]
  4. El sumario del juez instructor. El juez instructor que vino de Riohacha debió sentir [las coincidencias funestas] sin atreverse a admitirlas, pues su interés de darles una explicación racional era evidente en el sumario. La puerta de la plaza estaba citada varias veces con un nombre de folletín: La puerta fatal. En realidad, la única explicación válida parecía ser la de Plácida Linero, que contestó a la pregunta con su razón de madre: «Mi hijo no salía nunca por la puerta de atrás cuando estaba bien vestido».
  5. Clotilde Armenta, la dueña del negocio [una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo], fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo.
  6. Margot. «Estaba haciendo un tiempo de Navidad», ha dicho mi hermana Margot. Lo que pasó, según ella, fue que el silbato del buque soltó un chorro de vapor a presión al pasar frente al puerto, y dejó ensopados a los que estaban más cerca de la orilla. [...] Mi hermana Margot, que estaba con él en el muelle, lo encontró de muy buen humor y con ánimos de seguir la fiesta, a pesar de que las aspirinas no le habían causado ningún alivio. «No parecía resfriado, y sólo estaba pensando en lo que había costado la boda», me dijo. [...] En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todavía ignoraban que lo iban a matar. «De haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque fuera amarrado», declaró al instructor.
  7. Cristo Bedoya [...] había estado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de las cuatro, pero no había ido a dormir donde sus padres [...]  «[Que Margot quisiera invitar a desayunar a Santiago Nasar] era una insistencia rara —me dijo Cristo Bedoya—. Tanto, que a veces he pensado que Margot ya sabía que lo iban a matar y quería esconderlo en tu casa.»
  8. "Don Lázaro Aponte, coronel de academia en uso de buen retiro y alcalde municipal desde hacía once años, le hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis razones muy reales para creer que ya no corría ningún peligro», me dijo.  
  9. El padre Carmen Amador tampoco se preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo pensé que todo había sido un infundio», me dijo.
  10. Luisa Santiaga [madre del narrador]. «Se oían gallos», suele decir mi madre recordando aquel día. Pero nunca relacionó el alboroto distante con la llegada del obispo, sino con los últimos rezagos de la boda. [...] no había acabado de escuchar la noticia cuando ya se había puesto los zapatos de tacones y la mantilla de iglesia que sólo usaba entonces para las visitas de pésame. [...] —A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe. / —Tenernos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre. / —Hay que estar siempre de parte del muerto —dijo ella.
  11. Mi hermano Jaime  [que entonces no tenía más de siete años [...] corrió detrás de ella sin saber qué pasaba ni para dónde iban]. «Iba hablando sola —me dijo Jaime—. Hombres de mala ley, decía en voz muy baja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias.» No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la mano. «Debieron pensar que me había vuelto loca —me dijo—. Lo único que recuerdo es que se oía a lo lejos un ruido de mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y que todo el mundo corría en dirección de la plaza.
  

jueves, 15 de marzo de 2018

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA. ESTUDIO DE LA NOVELA


GABIREL GARCÍA MÁRQUEZ, Crónica de una muerte anunciada, La oveja negra,

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EL TEMA DEL HONOR

   Más allá de la simple crónica de un asesinato, uno de los temas principales de la novela es el de la violencia vinculada a un anacrónico código del honor, que rige la moral colectiva del pueblo. Un concepto de honor caduco y machista que vincula la honra familiar en la moral sexual de las mujeres -virginidad en las mujeres solteras, fidelidad en las casadas-,  pero que, sin embargo, no condena el acoso del propio Nasar a Divina Flor o la prostitución -al contrario, en general, se tiene en buena consideración a María Alejandrina, que “acabó con la virginidad de una generación”-.
   La presión social hace que los hermanos Vicario se sientan obligados a restaurar el  honor familiar por medio del asesinato, pese a que se intuye que realmente no querían cometerlo: según Clotilde Armenta, los gemelos “deseaban que alguien impidiera el crimen” y Pablo Vicario, incluso, confiesa que no le fue fácil convencer a su hermano.
   Pero después del asesinato, los Vicario sienten que han obrado “con dignidad” y en la cárcel les reconforta el prestigio de haber cumplido con la “Ley del honor” y “haber probado su condición de hombres”. La mayoría de los vecinos del pueblo piensan igual: excepto Clotilde Armenta y su amigo Cristo Bedoya, nadie hace nada por impedirlo. La madre de la novia de Pablo Vicario, Prudencia Cotes afirma “que el honor no espera” y su misma novia dice que no se casaría con él “si no cumplía como hombre” (y, en efecto, se casará con él tres años después, cuando salga de la cárcel). También el cura Carmen  Amador justifica el crimen sugiriendo que los asesinos por honor tal vez son inocentes “ante Dios”.
   La voz crítica ante esta anacrónica moral colectiva aparece en el sumario, donde el juez instructor del caso escribe que no entiende cómo tal crimen ha sido posible e incluso rechaza que sea justificado: en la sentencia escribe en tinta roja: “dadme un prejuicio y moveré el mundo”.

miércoles, 14 de marzo de 2018

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA: PERSONAJES


PRÓLOGO A CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Santiago Gamboa

PRÓLOGO

  
   Hace un par de años, en su casa de Bogotá, al frente del Parque de la 88, le pregunté a García Márquez si nunca había sentido la tentación de escribir una novela negra. «Ya la escribí -me dijo-, es Crónica de una muerte anunciada.» Afuera, sobre el césped verde, amos y perros daban el paseo del mediodía bajo un sol radiante, raro en Bogotá para el mes de febrero. «Lo que sucede es que yo no quise que el lector empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no -continuó diciendo-, así que decidí ponerlo en la frase inicial del libro.» Era la primera vez que veía a García Márquez. Yo había aprendido a amar la literatura por haber leído, entre otras cosas, sus novelas. Estaba muy emocionado escuchándolo. «De este modo agregó- la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fine lo que pasó. » Dicho esto enumeró una larga serie de historias de género negro en la literatura y concluyó que su preferida era Edipo Rey, de Sófocles: «Porque al final uno descubre que el detective y el asesino son la misma persona». A García Márquez le gusta hablar de literatura. Quedan pocos escritores a los que les guste hablar de literatura.
   Pero Crónica de una muerte anunciada es, sobre todo, una exacta y eficaz pieza de relojería. Los hechos que rodean la muerte de Santiago Nasar, en la madrugada siguiente al fallido matrimonio de Bayardo San Román con Ángela Vicario, van siendo reconstruidos uno a uno por el narrador, agregando cada vez, con los testimonios de los protagonistas, la información necesaria para que el muro se levante en equilibrio, la curiosidad del lector quede azuzada y se forme una ambiciosa historia coral, nutrida de múltiples voces. Las voces de todos aquellos que, años después, recuerdan, confiesan u ocultan algún detalle nuevo del crimen, algún matiz que completa la tragedia. Porque al fin y al cabo Crónica de una muerte anunciada es también una tragedia moderna. Los personajes son empujados a la acción por fuerzas que no controlan. Los hermanos Vicario, los asesinos, se ven obligados a cumplir un destino, que es el de lavar la honra de su hermana, matando a Santiago Nasar. Pero ninguno de los dos quiere hacerlo, y, como dice el narrador, «hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron». El coronel Aponte, el alcalde, alertado por las voces, los desarma; pero es inútil, pues es demasiado temprano y los hermanos tienen tiempo de reponer con desgano los cuchillos. Clotilde Armenta, la propietaria de la tienda donde los Vicario esperan el amanecer, llega incluso a sentir lástima por ellos y le suplica al alcalde que los detenga, «para librar a esos pobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído encima». Algo más fuerte que la voluntad de los hombres mueve los hilos. Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va a ser asesinado e intentan avisarle, pero ninguna de las estafetas llega a su destino. Deslizan por debajo de la puerta una nota que nadie ve. Se envían razones con pordioseros que llegan tarde, y muchos, al ver que es una muerte tan anunciada, no hacen nada simplemente porque no les parece posible que el propio Nasar o su madre no lo sepan ya y no hayan previsto algo para evitarlo. La madre del narrador es una de las que sí cree que debe hacer algo, y entonces se viste para salir a alertar a la mamá de Santiago Nasar; pero antes tiene esta extraordinaria conversación con su marido, quien le
pregunta adónde va:

   —A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
   —Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre.
   —Hay que estar siempre del lado del muerto —dijo ella.

   Pero cuando sale a la calle le dicen que ya lo mataron. Y así, todos los que quieren prevenir la muerte son cuidadosamente apartados: sus mensajes no llegan. En realidad, el único en todo el pueblo que no sabe del crimen es la propia víctima, perdido entre otras cosas por el cambio en los hábitos diarios que supone, muy de mañana, la visita de un obispo que ni siquiera puso el pie en el puerto y que los bendijo desde el barco, alejándose entre resoplidos de vapor. Si en esas lejanías del Trópico se castigara como delito la «no asistencia a persona en peligro», habría que meter a la cárcel a todo el pueblo, incluidos el cura y el alcalde. Crónica de una muerte anunciada es, por lo demás, una joya rara en la obra de García Márquez, pues es él mismo quien relata la historia en primera persona. El «yo» inquietante que desde el principio reconstruye los hechos se va reconociendo en el autor hasta descubrirse del todo, pues dice: «Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después». Mercedes Barcha es la «Gaba», así le dicen sus más íntimos amigos. De este modo el título del libro se acaba de llenar de sentido: no sólo es una muerte anunciada, sino que además se trata de una crónica, en el mejor estilo periodístico. García Márquez, el cronista, cita las fuentes de cada información precisando el origen, sin que nada quede al azar de la imaginación. Y es aquí en donde el libro adquiere su máxima precisión de relojería suiza. Las fronteras de la crónica periodística y de la literatura se disuelven y ningún dato queda suelto, nada de lo narrado aparece sin una previa justificación. La costa atlántica colombiana, por los años en que se publicó esta novela, era aún vista desde la capital del país como algo remoto, y en esa mirada había ínfulas de superioridad y de arrogancia justificadas sólo por el hecho de que en Bogotá estaban los edificios grecorromanos del Capitolio y el Palacio Presidencial. Esa costa, y lo costeño -llamado despectivamente «corroncho» por los del interior-, con su mezcla de tradiciones caribes, hispanas, negras y árabes, era acusada de ser la madre de todos los vicios, la república de la pereza, de la corrupción, del nepotismo, del machismo y del trago, de la irresponsabilidad, en fin, de todo lo negativo, mientras que Bogotá, con su rancia aristocracia, se consideraba a sí misma la Atenas de América, la cuna de la cultura y la elegancia, el Londres de los Andes. Pero hoy al cabo de dos décadas, la cultura de esa proscrita costa atlántica, en la que se inscribe este libro y casi toda la obra de García Márquez, es una de las pocas cosas que a los colombianos nos permite paliar las vergüenzas que ocasionan, en la acartonada capital, esos dos presuntuosos edificios grecorromanos. No recuerdo cuándo leí por primera vez esta Crónica de una muerte anunciada, pero sé que fue en Bogotá, hace ya más de quince años, recuerdo, eso sí, el extraño y sobrecogedor efecto que me llevó a desear, en cada página, que alguien detuviera a los hermanos Vicario, que se evitara esa muerte absurda que los condenaba a todos. Pero la muerte ya estaba anunciada; y aún hoy, al releerlo, vuelvo a sentir que es posible, en medio de la tragedia, que los cuchillos no alcancen a Santiago, que alguno de los mensajeros llegue a tiempo y él escape, que la puerta de su casa se abra. Y no sucede. Santiago Nasar vuelve a morir. Me pregunto si los lectores de este libro, dentro de doscientos o trescientos años, desearán lo mismo al leer sus páginas. Quizás sí. Lo que es seguro es que Santiago Nasar y su muerte anunciada serán en ese entonces una de las pocas cosas de nuestra época que aún estarán vivas.

Santiago Gamboa

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Crónica de una muerte anunciada, Bibliotex, Madrid, 2001.

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA: JUSTIFICACIÓN DEL RELATO.



   El narrador de Crónica de una muerte anunciada, como compañero en la juventud de Santiago Nasar, es un testigo privilegiado de algunas de sus andanzas; sin embargo, el asesinato de su amigo ocurre mientras él está acostado con la prostituta María Alejandrina Cervantes. Es por ello que, al volver a su pueblo "27 años después" para reconstruir los pormenores que rodearon el asesinato, es consciente de que su tarea es imposible.

   "cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria".

   Está claro que el narrador quiere conseguir del lector un nivel de credibilidad que puede lograr denominando crónica (lo hace hasta dos veces durante toda la obra) a un relato lleno de contradicciones, inequívocamente vago e impreciso. Por si existiese duda, vuelve a reiterar que su relato es pura conjetura: es difícil arrancar de la memoria ajena la verdad, por eso reitera otra vez la hermosa metáfora de las astillas, de los pedazos.
   El lector hallará la clave interpretativa de esta novela cuando resuelva su posición como lector: será crédulo si acepta estar leyendo una crónica, esto es, un texto fundado sobre la objetividad [relato de no-ficción]; será inteligente si es capaz de percibir que, por mucho que se empeñe el narrador, estamos ante una novela de ficción no realista. 



   Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decidido rescatarla a pedazos de la memoria ajena. Durante años se siguió hablando en mi casa de que mi padre había vuelto a tocar el violín de su juventud en honor de los recién casados, que mi hermana la monja bailó un merengue con su hábito de tornera, y que el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial para no estar aquí al día siguiente cuando viniera el obispo. En el curso de las indagaciones para esta crónica recobré numerosas vivencias marginales, y entre ellas el recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Román, cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas con pinzas de oro en la espalda, llamaron más la atención que el penacho de plumas y la coraza de medallas de guerra de su padre. Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después. La imagen más intensa que siempre conservé de aquel domingo indeseable fue la del viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en el centro del patio. Lo habían puesto ahí pensando quizás que era el sitio de honor, y los invitados tropezaban con él, lo confundían con otro, lo cambiaban de lugar para que no estorbara, y él movía la cabeza nevada hacia todos lados con una expresión errática de ciego demasiado reciente, contestando preguntas que no eran para él y respondiendo saludos fugaces que nadie le hacía, feliz en su cerco de olvido, con la camisa acartonada de engrudo y el bastón de guayacán que le habían comprado para la fiesta.    [pp. 69-71.]

   Su madre, de una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma difícil. Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para esta crónica con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos.

martes, 13 de marzo de 2018

REALISMO MÁGICO: LA ACEPTACIÓN DE LO PARANORMAL EN LA VIDA COTIDIANA DE MACONDO


LA IDIOSINCRASIA DE LOS HABITANTES DE UN PUEBLO CERCANO A RIOHACHA.

   La presencia de la estética del Realismo Mágico en Crónica de una muerte anunciada es menos evidente que en otras obras del autor colombiano. Sin embargo, basta leer con detenimiento ya la primera secuencia de la novela para percibir cómo el narrador asienta en el lector la idea de que los habitantes de este pueblo forman parte de una sociedad acientífica en la que no existe frontera entre realidad empírica y creencia sobrenatural.

   Plácida Linero aparece descrita como "intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas". Esa capacidad acientífica no le sirvió para decodificar el sueño premonitorio de su hijo: "no había advertido ningún augurio aciago". Presagio, tiempo fúnebre y olor a bautisterio son expresiones que preceden a la presentación de la creencia, asumida por la colectividad, en la predestinación. Ello serviría para comprender la pasividad de todo el pueblo ante el anuncio del asesinato.
   "Nadie podía entender tantas coincidencias funestas" escribe el narrador, a propósito de la extraña afirmación leída en el sumario: La puerta fatal. Invertir la afirmación resulta más congruente para comprender el comportamiento social subrayado por el autor, ya desde el título: Todos sabían que el Destino es ineludible. Fatal procede de la palabra latina Fatum, que significa "destino, vaticinio, predicción". Santiago Nasar no acostumbraba a salir por aquella puerta, en la que alguien había dejado una carta que será un aviso funestamente ignorado, porque Nasar atiende a tocar zafiamente el sexo de Divina Flor, considerada por él como una de sus propiedades a disposición ("ya estás en tiempo de desbravar"). La visión de los intestinos de los conejos, que Victoria Guzmán arroja a los perros, repugna a Nasar. "Dios Santo de modo que todo aquello fue una revelación" dirá la cocinera. Clotilde Armenta, al ver a Nasar "tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. Ya parecía un fantasma". También a ella los hermanos Vicario le parecieron sonámbulos desvelados. Cuando ellos obedecen su indicación de respetar al obispo para no asesinar todavía a Santiafo Nasar, celebra su éxito apelando a la intervención divina: aquella ocurrencia providencial "Fue un soplo del Espíritu Santo".
   Santiago Nasar envidia los fastos de la boda entre Bayardo San Román y Ángela Vicario. Por eso anunciará: "Así será mi matrimonio. No les alcanzará la vida para contarlo". Estas palabras resultan irónicamente proféticas: Nasar no llegará a casarse, pero su muerte sí que ha sido convertida en novela (¿o crónica?) leída por infinidad de personas de todo el mundo.
   Dada la predisposición a lo paranormal de los habitantes de este pueblo cercano a Riohacha, no puede extrañar que la reacción inmediata de Margot, al oír esas palabras de la boca de Santiago Nasar, sea sentir "pasar un ángel". Al fin y al cabo, todos en su familia conocen los poderes adivinatorios de Luisa Santiaga (Parecía tener hilos de comunicación secreta con la otra gente del pueblo, sobre todo con la de su edad, y a veces nos sorprendía con noticias anticipadas que no hubiera podido conocer sino por artes de adivinación.). Fatalidad sobre fatalidad: ni a primera hora la intérprete de sueños Plácida Linero ni ahora la medium Luisa Santiaga serán capaces de percibir el pálpito. (Aquella mañana, sin embargo, no sintió el pálpito de la tragedia que se estaba gestando desde las tres de la madrugada).
   Tal vez el motivo de distracción fuese que la madre del narrador (de Margot y de Jaime) estuviese entretenida "cantando el fado del amor invisible mientras arreglaba la mesa". Otra vez Fatum. El Destino. La Fatalidad. La Predestinación. Lo ineludible. Ese convencimiento explicaría que saliese de casa con urgencia, pero sabiendo que su intención está llamada al fracaso:
   —"Hay que estar siempre de parte del muerto"—replicará a su marido, aceptando que nadie puede escapar de su destino. Nada impedirá que anuncio sea cumplido. Alea jacta est.  



Ilustración: Franz Roh

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Gabriel García Márquez



   El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte.

ESTRUCTURA DE CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA



ESTRUCTURA DE CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA

   La historia, en su linealidad, podría ser sintetizada así:
   boda - celebración – revelación de la ofensa – visita del obispo / persecución - muerte

   Los sucesos transcurren en un breve espacio de tiempo: la tarde / noche del domingo y la mañana del lunes.
   Pero esta historia tan simple está organizada de un modo muy peculiar. La novela se presenta externamente dividida en cinco partes o capítulos, sin título ni numeración.
  • En la primera parte, se esbozan los hechos fundamentales que serán ampliados progresivamente más adelante. Esta primera secuencia funciona como una “micronovela”, con su propio final, que es el de la obra. Se narra todo lo que hizo desde que despierta a las 5,30 de la mañana hasta su muerte a las 6,30. El narrador -y personaje- vuelve al lugar de los hechos, que reconstruye brevemente con la ayuda de varios personajes, como la madre de Nasar o su propia familia, emparentada con los protagonistas. El eje central de esta parte es Santiago Nasar y su entorno familiar, cuya descripción ocupa las páginas centrales: la casa familiar, la criada despechada, los esfuerzos inútiles de la tendera, Clotilde Armenta, por evitar la tragedia o el comportamiento negligente del alcalde y del cura. La secuencia se abre con el sueño premonitorio del protagonista y la frase “el día en que lo iban a matar” y se cierra con la frase “ya lo mataron”.

  • En la segunda parte la narración retrocede al mes de agosto, cuando Bayardo San Román llegó al pueblo y termina a las dos de la madrugada del día de la boda, cuando San Román devuelve a su mujer. Retrocediendo en el tiempo a seis meses antes de la tragedia, el narrador completa el relato anterior introduciendo la causa desencadenante. El eje temático de esta parte es el adinerado forastero Bayardo San Román y la familia Vicario, de escasos recursos y una mentalidad extraordinariamente primitiva (“los hermanos fueron criados para ser hombres” y las hijas “para sufrir”). Así, Ángela es obligada a casarse en contra de su voluntad. La fiesta de bodas será “un acontecimiento público”. La secuencia termina con una gran tensión climática: la devolución de la novia, que acusará a Nasar de su “deshonra”.

  • La tercera parte desarrolla las circunstancias y detalles previos a la venganza sangrienta de los Vicario, obligados por el código del honor. Los ejes temáticos son aquí los gemelos Vicario en su itinerario de búsqueda y castigo –a su pesar–  del ofensor. Este itinerario va siendo pautado por las apreciaciones de los testigos, desplegadas en un amplio abanico de perspectivas: María Alejandrina, Clotilde Armenta, el coronel Aponte, Victoria Guzmán, la hermana monja del narrador, el agente Leandro Pornoy o el padre Carmen Amador, cuyas voces son el contrapunto de las de los hermanos Vicario.

  • La cuarta parte es cronológicamente posterior a la siguiente, la quinta. Éste es quizás el ejemplo más evidente de la particular ordenación del discurso narrativo que rompe la temporalidad al narrar los hechos y consecuencias posteriores al crimen en posición anticipada. Esta parte comienza con la descripción de la autopsia del cadáver de Nasar, el velatorio y el posterior entierro. A continuación se narra el epílogo de la historia: Bayardo San Román desaparece del pueblo con su familia, los asesinos cumplirán una breve condena en la cárcel y después reanudarán su vida y Ángela se traslada con su madre a Manaure, “la aldea abrasada por la sal del Caribe, donde su madre había tratado de enterrarla en vida”. Allí la encontrará veintisiete años después el narrador y allí regresará a buscarla el marido engañado.

  • La quinta parte es cronológicamente anterior a la cuarta. Comienza con las reflexiones del narrador acerca de esa muerte absurda y con una panorámica del estado de ánimo de los vecinos del pueblo tras el crimen. Tras años de búsqueda, el narrador encuentra el sumario judicial del caso. Después, la narración retrocede de nuevo al itinerario de persecución, encuentro y muerte de Santiago Nasar.
   Las cinco secuencias tienen una extensión similar, terminan en suspense y van aumentando progresivamente la tensión narrativa. A pesar de los saltos en el tiempo y de las reiteraciones y superposiciones, la narración avanza en una gradación ascendente, al principio lentamente para acelerarse al final, cuando todo sucede a un ritmo frenético.

Ilustración: Franz Roh

lunes, 12 de marzo de 2018

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Gabriel García Márquez


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Crónica de una muerte anunciada, Debolsillo, Barcelona, 2012, 136 páginas. [6,95 €]

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Publicada en 1981 por Bruguera, existen muchas ediciones de bolsillo sin prólogo ni estudio. Cualquiera es idónea.


CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA: REALIDAD O FICCIÓN


   Una crónica (De el latín Chronicon) es una obra literaria consistente en la recopilación de hechos históricos narrados en orden cronológico. La palabra crónica viene del latín chronica, que a su vez se deriva del griego kronika biblios, es decir, libros que siguen el orden del tiempo. En una crónica los hechos se narran según el orden temporal en que ocurrieron, a menudo por testigos presenciales o contemporáneos, ya sea en primera o en tercera persona.
   Se entiende por crónica la historia detallada de un país o región, de una localidad, de una época, de un hombre o de un acontecimiento en general, escrita por un testigo ocular o por un contemporáneo que ha registrado, sin comentarios, todos los pormenores que ha visto, y aún todos los que le han sido transmitidos. Tales son por ejemplo, las crónicas latinas de Flodoardo, canónigo de Reims, y de Guillermo de Nangis y las crónicas francesas de Froissart y de Enguerrand de Monstrelet. De todos los países europeos, los más ricos en crónicas son Francia, España, Italia e Inglaterra.
   En la crónica se utiliza un lenguaje sencillo, directo, muy personal y admite un lenguaje literario con uso reiterativo de adjetivos para hacer énfasis en las descripciones. Emplea verbos de acción y presenta referencias de espacio y tiempo. La crónica lleva cierto distanciamiento temporal a lo que se le llama escritos históricos. Por medio de las crónicas se pueden redactar escritos, tomando las opiniones de varias personas para saber si esto es cierto o no, como en el libro Crónica de una muerte anunciada escrito por Gabriel García Márquez.
   Las crónicas son también un género periodístico. Se las clasifica como "amarillas" o "blancas" según su contenido. Las "amarillas" tienen material más subjetivo y generalmente la voz autorizada es una persona o ciudadano común; las "blancas" usan material más objetivo y la voz autorizada es, generalmente, la autoridad, un profesional, etc.


Ilustración: Etinitzer

SOBRE CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Ángel Rama

LA CAZA LITERARIA ES UNA ALTANERA FATALIDAD

1. Anécdota real y ficción literaria.

Crónica, y no novela, prefirió el autor para el título. Aunque siempre ha defendido, aun tratán­dose de sus más fantasiosas invenciones, la estricta realidad de los sucesos que cuentan sus libros, nunca como ahora en esta última obra ha sido tan explícito e insistente. Se trata de una crónica y es consciente de las dos definiciones que del término da el Diccionario, las cuales se combinan elusiva­mente en su libro: “Historia en que se observa el orden de los tiempos” y “Artículo periodístico sobre temas de actualidad”. Hará historia, aunque no conservará el orden de los tiempos y actuará como el periodista que recaba información aunque su tema no sea de actualidad, dado que desentierra un episodio ocurrido 27 años atrás en un pequeño pueblecito de la costa colombiana.
Esta petición de principios ha sido acompañada por la sociedad colombiana que rodeó la aparición del libro de la máxima expectativa: la nunca vista tirada inicial (un millón de ejemplares), la lectura casi pública por todos los sectores sociales, la reconstrucción periodística de los sucesos que sir­ven de base a la novela. Magazín al día, la nueva revista colombiana, comisionó a dos perspicaces periodistas, Julio Roca y Camilo Calderón, para que hicieran, paralelamente al libro, la crónica del trágico episodio ocurrido el 22 de enero de 1951 en el municipio de Sucre donde “el joven sucreño Cayetano Gentile Chimento, de 22 años, estudian­te de tercero de medicina en la Universidad Javeria­na de Bogotá y heredero de la mayor fortuna del pueblo, cayó abatido a machetazos, víctima inocen­te de un confuso lance de honor y sin saber a ciencia cierta por qué moría”.[1]
La crónica de los jóvenes periodistas colombia­nos construye el doble fantasmal de la crónica que escribió García Márquez: también ellos fueron al pueblo de los hechos, también ellos interrogaron a los testigos, también ellos reconstruyeron los sucesos, y luego cotejaron su información con la manejada por el autor en la novela, establecien­do identidades y semejanzas pero, sobre todo, di­ferencias. Pues éstas no sólo delimitan el terri­torio de ambas pesquisas, sino que además fijan la frontera entre la crónica periodística y la lite­ratura.
Escribiendo su Crónica, García Márquez pudo haber repetido la frase de Federico García Lorca justificando la que veía como una mutación de su estilo al redactar La casa de Benarda Alba a partir de un episodio de la vida pueblerina andaluza: “Realidad, realidad, ni una gota de poesía”. Tal como pasó en este ejemplo, los lectores de García Márquez no dejaran de percibir en su obra al Autor, que francamente asume, como en ninguna otra producción anterior, el papel de “Deus ex machi­na”. No meramente en esos artilugios del estilo que, como los similares de Borges, han pasado a ser la marca de fábrica que se pone en el orillo de la tela y que por su repetición han dejado de maravillar como lo hicieran inicialmente (la moneda de oro que se tragó a los cuatro años Santiago Nasar y es descubierta durante la autopsia; la raya que traza en la tierra el dedo del Bayardo San Román borracho atravesando el pueblo entero, etc.) sino sobre todo en esa sutil distancia respecto a la realidad que también los periodistas dicen haber reconstruido. Los lectores que cotejen ambas crónicas convendrán que la obra de García Márquez no ofrece la desnuda, aséptica, objetiva enunciación de hechos ocurridos en la realidad, en un pueblo real con seres reales, sino esa otra cosa que es la literatura, ese tejido de palabras y de estratégicas ordenaciones de la narración para transmitir un determinado signifi­cado, que sean cuales fueren sus fuentes, no es otra cosa que una invención del escritor. En el mejor de los casos, una lectura de la realidad; en el más común, una interpretación; en el más afinado, una invención a la manera de la realidad, que vale tanto como decir, un artificio. Un juego de palabras que nos fascina y engaña con sus pases de prestidigitación, sabiendo bien que no es magia, que no es realidad, pero que lo parece tal cual, porque es de la estofa de nuestros sueños, de nuestros deseos y nuestras culpas.
La investigación de los periodistas se sumará a las habituales, múltiples, declaraciones del Autor; a sus respuestas a los previsibles, numerosos, repor­tajes; a sus artículos de autoanálisis, componiendo lo que en retórica llamamos los paralipómena, ese cumulo de materiales anexos que, a partir de los Cien años de soledad, han venido acompañando sus obras, rodeándolas, invadiéndolas, anegándolas en la interpretación. Es un bosque de palabras que bajo su confesado propósito explicativo, acarrea el subrepticio afán de todo bosque: esconder con azoro la “rama dorada” que abra el camino hacia el reino subterráneo. Digamos: demarcar el camino para después confundirlo; caer hacia la confesión y rehusarse repentinamente; proclamar la verdad sobre algo trivial; golpear la puerta del infierno para afirmar que allí no hay nada, nadie. Las vías maestras de estos vínculos sutiles llevan los pesados nombres de las diosas de la tropología clásica: Metáfora, Metonimia, Sinécdoque. Como las Parcas­, también ellas tejen: construyen el destino literario.
Con estas páginas yo también compongo mi crónica a la manera de una investigación, salvo que no pretendo predicar sobre la realidad del mundo, sino sobre esa otra deleitosa y trágica de la literatura, trazando un sendero en el bosque de las palabras.

2.A la búsqueda de la tragedia griega.

Crónica, sí, pero no de un crimen, ni de la inmolación del inocente, ni siquiera de la reparación del honor, sino de una muerte anunciada. Bien diferente, por lo tanto, de lo consignado en las crónicas de los periodistas. En éstas encontramos una historia trivial que no por anacrónica, era y sigue siendo menos común en muchas sociedades pueblerinas, en América Latina, como en la propia Europa, la cual se agota en el mismo acontecimien­to cuyas acciones se encadenan rígidamente me­diante articulaciones causales. La sucreña Margari­ta Chica (Angela Vicario) casa con el joven Miguel Reyes Palencia (Bayardo San Román) quien la devuelve esa misma noche a sus familiares porque “la muchacha no tenía sus prendas completas”, lo que ella atribuye a su anterior novio, Cayetano Gentile (Santiago Nasar), quien era amigo de su fugaz marido y que ni siquiera apareció por la fiesta de boda; los hermanos de la deshonrada, Víctor Manuel (Pablo) y José Joaquín (Pedro), que no eran gemelos, persiguen y matan a machetazos al culpable; los esposos se divorciarán, Miguel Reyes volverá a casar y tendrá larga descendencia, en tanto Margarita esconderá su vergüenza en otro pueblo de la costa colombiana sin volver a ver a su ex-marido.
El cotejo de este suceso trivial y, por qué no decirlo, trágico-cómico, con la mera línea de accio­nes de la novela de G. G. M., demuestra que la realidad ni siquiera sabe imitar al arte, disolviendo toda pretensión de que estuviéramos ante un ejem­plo latinoamericano de non fiction novel como las de Truman Capote, Norman Mailer o Docto­row. Este subgénero narrativo moderno se distin­gue del tradicional uso de fuentes reales por su estricta sujeción al acontecer de un hecho público y escandaloso, al que procura enriquecer mediante una investigación igualmente documentada de las motivaciones de ese hecho y de las personalidades de sus principales actores. De otro modo construye García Márquez: desde los Cien años viene contan­do, no la realidad lógica del mundo, sino otra tan legítima como ella, la realidad de la imaginación de los pueblos. Tanto vale decir, su coruscante soñar sobre el mundo, sabiendo, como Jorge Guillen, que “los sueños buscan el mayor peligro”.
Algo queda, no obstante, de esa maraña tartajosa que compone los acontecimientos del mundo, co­mo la semilla que permite que se despliegue el árbol, pero aun ella es un erizamiento de la imaginación, más que la demasía del crimen, ya que implica la transgresión de las no escritas leyes de lo huma­no. Lo que queda es la manera de matar, esa atroz carnicería con que se cumple la venganza, la cual ha fijado la historia trivial en el imaginario de todos sus testigos, incluido el autor. Ella lo obliga a hacer de los victimarios criadores y sacrificadores de cerdos y a transformar los machetes en “los útiles del sacrificio”; a anunciar desde la segunda pagina que Santiago Nasar “fue destazado como un cerdo una hora después” de salir de su casa; a desplazar esa escena, del lugar cronológico que le hubiera cabido en el primer capítulo para llevarla al final de la novela culminándola con su operativo espanto, tal como en el Edipo rey que le sirve de secreta guía; a preanunciarla mediante una escena que es cronológicamente posterior pero que él traslada a su penúltimo capítulo, donde se cuenta la autopsia torpe del cuerpo de Nasar con la terminología científica que ya Onetti había usado en “La cara de la desgracia”, aunque exacerbándola con toques de grotesco.
La venganza mediante muerte no hubiera alcan­zado esa dimensión si no estuviera acompañada del exceso, situando al episodio en el patetismo de la tragedia. Eso que los griegos designaron como el pecado de hybris, por lo cual predicaban el “de nada demasiado”. El desbordamiento de la crueldad saca a la luz el fondo bárbaro, sobre el cual, contra el cual, edifican los hombres lo que llaman civilización y es con trazos oníricos, como en una incom­portable pesadilla, que el crimen es contado, o co­mo en un impersonal sacrificio ritual del que sus sacerdotes son solo incontaminados instrumentos de oscuras potencias que los rigen. No es un crimen lo que elabora García Márquez en la apoteosis de su relato, sino un sacrificio pagano, bárbaro, ritual.
No hubiera alcanzado esa dimensión grandilo­cuente si no estuviera acompañado de la inocencia de la víctima. Para conquistar la tensión máxima del horror, Santiago Nasar debe ser inocente: a pesar de la multiplicidad de testimonios divergentes y contradictorios que maneja la novela sobre cual­quiera de los datos, aun los nimios (si llovía o no la mañana del asesinato), insistentemente acumula pruebas de que Nasar era inocente; los testigos coinciden parejamente en su desvinculación públi­ca de Ángela Vicario; los amigos íntimos declaran no haber recibido ninguna confidencia; su conduc­ta en la boda, durante la noche en que va a cantar bajo las ventanas de los desposados, durante la frustrada visita del obispo, corroboran lo que el juez sumariamente terminará por asentar en sus folios: “Para él, como para los amigos más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de éste en las últimas horas fue una prueba terminante de su inocencia”. Es lo que comprueba Nahir Miguel al informarle que los gemelos le buscan para matar­le: “Desde el primer momento comprendí que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo”. Es también lo que nos dice nuestro servicial narrador: “Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte”.
Todavía es poco. Para completar la atmósfera trágica y la cualidad sacrificial, el inocente debe ser entregado por su madre al verdugo: Plácida Line­ro “corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe” en el instante en que enhebrándose por ella su hijo se hubiera salvado. Más aún: el pueblo es convocado, como coro trágico. Su presencia va creciendo a lo largo del relato, como arborescencias en torno a los personajes centrales. En el último capítulo es enumerado con plurales nombres hasta que cobra una existencia multitudinaria que pueda agruparse bajo un nombre genérico. Inicialmente es: “La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen. Pero pronto estos espectadores actúan: “La gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar”. Por último entonan el planto, que es, sin embargo, el de los culpables: “No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen”.
Si el sacrificio bárbaro convoca al inocente, también exige otro dispositivo de la tragedia: la fatalidad, que habrá de definirse como “invisible” y cuyo avance pausado y firme se constituirá en el centro que anima la construcción literaria, la unifica y le confiere sentido. A esto alude el título de la novela y es aquí donde la inconexa trivialidad del episodio real resulta trasmutada: es la alquimia del verbo, que a la dispersión del acontecimiento opone una estructura de significación donde todo es reunido coherentemente. La invisibilidad y la impalpabilidad de la fatalidad enlazan con la dema­sía bárbara del sacrificio; son vasos comunicantes, como acostumbraron a ver los clásicos, salvo que se han despersonalizado, no responden a órdenes divinas y ni siquiera -en apariencia- los conducen secretas leyes. Nadie ve actuar a la fatalidad: en la apertura de la novela, ni Plácida Linero, “intérprete segura de los sueños ajenos”, ni Luisa Santiaga, que “parecía tener hilos de comunicación secreta con la otra gente del pueblo” detectan su presencia. Sin embargo actúa y crece, robusta y soberana, desde las primeras palabras, y va invadiendo a todo el pueblo, al que pone a su servicio aun contra su voluntad. Las debilidades, distracciones, caprichos de los habitantes, pero también sus buenos deseos, sus decididos propósitos de evitarla, sus acciones para eludirla, son subvertidos por la potencia fatal que los pone a trabajar para conseguir mejor su finalidad. Es tan segura y definitiva como la muerte, porque es la Muerte misma y hasta puede permitir­se postergaciones y laberínticos desvíos, tranquilamente confiada en su triunfo final. Es esta progresión la que cuenta la novela y es la naturaleza inconsciente de la fatalidad la que pondera, aun apelando a argumentos inconvincentes como la generalizada e ingénita bondad de la inmensa mayoría de los actores o el más persuasivo esfuerzo de los criminales publicitando su anunciado crimen para que les sea impedida la consumación.
Todas las criaturas y también todas las circuns­tancias fortuitas sirven al designio de la fatalidad. Ella transcurre fuera de las conciencias y también fuera de cualquier mandato divino. Es una fuerza ciega e incontenible y sin embargo parece tener una lógica o al menos trabajar sobre una compensatoria economía de la vida y la muerte. Es lo que piensa nuestro puntual narrador desde la cama de María Alejandrina: “Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no solo con la muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo y con su dispersión y exterminio”.
Fatalidad, inocencia, sacrificio bárbaro, forman el trípode que sostenía la tragedia griega y, de igual modo, el tremolante folletín del siglo XIX. Su persistencia en las literaturas vulgares (cantares de ciego, pliegos de cordel) y en las bastardeadas expresiones que las prolongan en la industria cultural contemporánea (radionovela o telenovela) dice a las claras la desamparada cosmovisión popular que lo engendra. Estos lugares comunes siguen conservando su modelo prístino en la tragedia griega, la cual vive potencialmente en todas las comunidades rurales del mundo. En la misma época en que se produjeron los sucesos trágicos de Sucre, García Márquez escribía La hojarasca que lleva un epígrafe extraído de la Antígona de Sófo­cles. Ya entonces dice haber pensado escribir la historia de esos sucesos y en las conversaciones que sobre ese tema habría sostenido con sus amigos de Barranquilla, según habrá de contar treinta años después en un artículo destinado a apoyar el lanza­miento de su novela, es de los trágicos griegos que se trata. Al parecer, Alfonso Fuenmayor, el joven director de El Heraldo, le habría dicho: “Poco importa que la historia haya sido inventada. Sófo­cles las inventaba del mismo modo y mira si eso le ha resultado''[2].
Sin embargo, el componente que habrá de deci­dirlo a escribir la historia ya no pertenecerá a ese repertorio augusto, sino que procederá francamen­te del folletín romántico: la pasión amorosa. Con­viene, pues, que tomemos esa otra vía para revisar la novela.


3. Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera.

En su artículo García Márquez abunda sobre los treinta años de elaboración subterránea de su obra. Hoy día es de buen ver la larga maceración, anuncio que recibe agradecido el lector, y también, desde Asturias, la prehistoria oral de las obras escritas. Pero más importante es una invención que García Márquez atribuye a su amigo el novelista Álvaro Cepeda Samudio, quien le habría comunicado que, después de 27 años, Bayardo San Román habría regresado con Ángela Vicario. El dato es falso, como lo demuestra el periodista Julio Roca al entrevistar al Miguel Reyes (Bayardo San Roman) transformado en próspero hombre de negocios de Barranquilla con familia establecida y doce hijos,[3] por lo cual el reencuentro pertenece a las acomoda­ciones literarias introducidas por García Márquez en el episodio real, las cuales vuelve a novelar en su artículo atribuyéndolas a sus viejos amigos barran­quilleros.
Según dice, la noticia le aclaró, repentinamente, el sentido oscuro que el episodio aún guardaba para él: “Debido a mi afecto por la víctima, siempre pensé que era la historia de un crimen atroz, cuando en realidad debía ser la historia secreta de un terrible amor”.
Las simetrías opositivas del folletín romántico ingresan por esta vía a la novela, generando series coordinadas de acciones y, sobre todo, constru­yendo personajes-tipos sobre los que descansara una elusiva relación amorosa. Si el primer capítulo de la novela toma como guía a Santiago Nasar para recorrer esa hora inocente que va de su despertar a las 5.30 de la mañana hasta su muerte a las 6.30, el segundo se concentra en la pareja Bayardo San Román-Ángela Vicario desde el anterior mes de agosto en que él llegó al pueblo hasta las 2 de la mañana en que devuelve a su mujer, la noche de la boda. Toda esta secuencia es la que ampara el curioso epígrafe del libro, tomado de un poema de Gil Vicente: “La caza de amor es de altanería”, trasladando la imagen de la caza “que se hace.
De ahí procede el trazado de Bayardo San Ro­man, el forastero arrollador, dominante, seguro y altanero, el hombre que tiene todo y puede todo, ante quien nadie se resiste, lo que ilustran dos subsecuencias iniciales: el progresivo rendimiento de la desconfiada madre del narrador ante la fascinación sin fisuras del forastero y el sometimiento del viudo Xius que concluye vendiéndole la mejor casa del pueblo en la que seguía rindiendo culto desconsolado a su esposa muerta. Esa misma imposición la ejerce respecto a Ángela Vicario: no busca seducirla sino someterla, para lo cual cuenta con la ayuda de su misma familia pobretona, interesada en emparentar con hombre rico y de buena presencia. Sólo Ángela Vicario se resiste, en lo que debe verse como indirecto indicio de su temple. Años después se lo dice a nuestro interesado narrador: “Ella me confesó que había logrado impresionarla, pero por razones contrarias del amor. “Yo detestaba a los hombres altaneros y nunca había visto uno con tantas ínfulas” me dijo, evocando aquel día”.
Esta pista conduce a reinterpretar las acciones de Ángela Vicario la noche de bodas. Su desdén por los consejos de las amigas que le proponen engañar al marido derramando mercurio cromo en las sábanas para fingir una virginidad perdida, no se debería simplemente a miedo o incapacidad, sino a una voluntad de enfrentamiento que detectaría asimis­mo un enamoramiento no querido. La reacción de Bayardo, a quien se le hace sufrir la mayor humillación imaginable para hombre de su temperamento y carácter, sería lo que Stendhal llamaba la “cristalización” del proceso subterráneo de enamoramien­to: “Bayardo San Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia”. Se trataría, entonces, de un duelo amoroso de seres igualmente altaneros, capa­ces por lo tanto de herirse a fondo en las lides que los acercan.
Para sostener esta interpretación es necesario inferir un carácter de Ángela Vicario que el narra­dor que nos trasmite toda la información está lejos de evidenciar, al menos en todas las acciones que llevan hasta la boda. Al contrario, los datos que proporciona parecerían confirmar el dictamen de Santiago Nasar sobre ella: “Ya está de colgar en un alambre tu prima la boba”. Pero los actos posterio­res a la boda muestran otro personaje: son las dos mil cartas que a razón de “una carta semanal durante media vida” escribe a Bayardo San Román, hasta conseguir que éste vuelva a ella cuando ambos pisan la cincuentena. Este tesón sobrehumano se da como consecuencia de un repentino cambio, dentro de los habituales mecanismos narrativos de García Márquez que remedan los recursos folletinescos, y hace de ella, repentinamente, una “garza guerre­ra”. ¿Flagrante contradicción entre los dos perio­dos del personaje, transmutación misteriosa y brusca del carácter o información insuficiente o deformada sobre su edad juvenil y los sucesos anteriores a la boda? Las tres explicaciones parecen igualmente validas y todas tres pueden calzar en el régimen de puntos de vista que maneja la novela.
Sin embargo, no es a Ángela Vicario a quien se aplica la definición “garza guerrera”, sino a otra mujer de la novela: a la María Alejandrina Cervan­tes en quien revive la Nigromante de los Cien años de soledad, esa mujer que dirige el burdel del pueblo y quien, según el narrador, “arrasó con la virginidad de mi generación”. Tal denominación nunca se predica de Ángela Vicario sino que esta desplazada a quien se presenta como un personaje secundario de la acción. Pero es motivada por un episodio, también secundario, en que interviene Santiago Nasar. Éste se enamora férvidamente de María Alejandrina y el narrador le advierte con un verso de Gil Vicente: “Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera: Pero el no me oyó, aturdido por los silbos quiméricos de María Alejan­drina Cervantes. Ella fue su pasión desquiciada, su maestra de lágrimas a los 15 años, hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos y lo encerró más de un año”. Todavía agrega esta información: “Desde entonces siguieron vinculados por un afec­to serio, pero sin el desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que no volvió a acostarse con nadie si el estaba presente”.
No es sin embargo un episodio sin repercusión, dado que en el participa quien ha de ser víctima, aparentemente inocente, de la relación principal de ambos altaneros, según la directa acusación que formula Angela Vicario: “Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre. -Santiago Nasar- ­dijo.” Podría pensarse que Santiago Nasar es dos veces víctima de las garzas guerreras, aunque debe recordarse que el narrador lo define como “dema­siado altivo”, con lo cual pasa a integrar la fauna combatiente de halcones y aves de rapiña que cazan por lo más alto del cielo.
En la misma página en que se cuenta la antigua relación de María Alejandrina y Santiago Nasar, inmediatamente después se cuenta otra de María Alejandrina, aunque está estrictamente secreta: “En aquellas ultimas vacaciones nos despachaba temprano con el pretexto inverosímil de que estaba cansada, pero dejaba la puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que yo volviera a entrar en secreto”. No es la relación en sí, entre ­María Alejandrina y el narrador, lo que puede sorprender, sino su secreto, máxime cuando es uno de los escasos datos que el narrador da sobre sí mismo y cuando ocurre dentro de ese grupo de inseparables cuatro amigos (Santiago Nasar, Cristo Bedoya, el Narrador y su hermano Luis Enrique) que al parecer compartían todas las informaciones: “He tenido que repetir esto muchas veces, pues los cuatro habíamos crecido juntos en la escuela y lue­go en la misma pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que tuviéramos un secreto sin compar­tir, y menos un secreto tan grande”.
Contrariamente a tal parecer del pueblo, hay este secreto que los cuatro no comparten: la relación de María Alejandrina y el Narrador. Obviamente el hecho abre la puerta a todas las incertidumbres informativas, ya de suyo alimentadas por las múltiples contradicciones entre los testigos de la acción que pone en evidencia el Narrador. Santiago Nasar, o cualquier otro del grupo, pudo haber sido el causante de la deshonra de Ángela Vicario, a pesar de los rotundos “nadie” que preceden las informa­ciones sobre Ángela y Santiago: “Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen”. “Nadie los vio nunca juntos y mu­cho menos solos”. En este nuevo manglar, no de la realidad sino de la literatura, donde comienzan a oscilar todos los datos respecto a la tragedia, hay una sola cosa segura: que el Narrador, ya hablando en su nombre, ya en el de otros personajes que le han pasado noticias, asegura categóricamente que no hubo ninguna relación entre Santiago Nasar y Angela Vicario. Es lo único cierto que puede decirse, junto a la comprobación de que las relacio­nes amorosas de las aves altaneras están trianguladas­ sobre el modelo principal Bayardo-Angélica-¿Santiago?, el cual reencontramos en el triángulo secreto de Narrador-María Alejandrina-Santiago Nasar. Los triángulos son diacrónicos, dado que aquí solo pueden componerse si se suman sucesivas parejas, pues hay eliminación de uno de los halco­nes anteriores, para dar nacimiento a una nueva pareja: la eventual relación Santiago-Angélica, da paso a la oficial Bayardo-Angélica, como la anterior relación Santiago-María Alejandrina, da paso a la nueva y secreta Narrador-María Alejandrina.
El manglar informativo es la directa consecuen­cia del régimen de puntos de vista utilizado en la novela, en notoria discordancia con los sistemas apersonales utilizados preferentemente por García Márquez o la conjunción de monólogos que practi­có en La hojarasca. Convendría recorrer esa otra pista.

4. El narrador que no osa decir su nombre.

Toda la historia está contada por un narrador de primera persona (yo) quien nunca da su nombre, a pesar de que en la obra todos los personajes son identificados individualmente con nombres y ape­llidos, salvo el juez sumariante. No por eso hay la menor dificultad en identificarlo: se llama Gabriel García Márquez, vistos los abundantes datos que proporciona sobre su madre, Luisa Santiaga des­cendiente del coronel Márquez, su hermana Mar­got, su hermana monja, su hermano Luis Enrique, la niña Mercedes Barcha a la cual se declara y será catorce años después su esposa. No está eludida su presencia y sus lazos familiares o amistosos (es íntimo amigo de Santiago Nasar y buen compañero de Bayardo San Roman, es primo de Ángela Vica­rio) sino simplemente el nombre, aunque aquí la vinculación de Narrador y Autor es tan estrecha que bien puede oficiar de reconocimiento el nom­bre puesto en la tapa del libro encima del título de la novela, a pesar de que no sea mencionado dentro del relato.
Ese Narrador está presentado como un personaje secundario y no como un protagonista: cuenta lo que le ocurre a sus más cercanos familiares y ami­gos, actos de los cuales ha sido testigo y colabora­dor, salvo del capital: la inmolación de Santiago Nasar. Sin embargo la obra no es la evocación de sus recuerdos personales, sino que es ofrecida como una investigación cumplida en por lo menos dos fechas bien alejadas de los sucesos, mediante entre­vistas con sus participantes, principales o secunda­rios, mediante el cotejo de sus diversas informacio­nes, mediante añadidos posteriores y desde luego, mediante su propio conocimiento del lugar, los personajes, y los hechos. Esta investigación narrati­va es idéntica a una investigación periodística o a una investigación policial. Es llevada con rigor y precisión, como lo testimonia el múltiple uso de recursos de la novela policial. Aunque es bien conocido el manejo estricto del código tempo­ral que caracteriza toda la literatura de García Márquez, es aquí donde alcanza una precisión de relojería como en las novelas de detectives por lo cual también el Narrador es asimilado a un periodista y a un detective, puestos todos a la búsqueda de una verdad elusiva porque se anega en la memoria y en las subjetividades de­formantes .
Desde el comienzo de la novela se anuncia el propósito: “Cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas disper­sas el espejo roto de la memoria”. En el último capítulo se agrega una precisión. No se trata sim­plemente de “ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo”, que son esas “tantas casualidades prohibidas a la literatura para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada” que dice en otro lado el Narrador, certificando que el encadenamiento de los hechos no esta en ninguna voluntad sino en la franca acción de la fatalidad. Se trata más bien de “saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había asignado la “fatalidad” a cada uno de los participes, incluyendo al propio Narrador. Esta precisión confiere un significado a la búsqueda; de algún modo la traslada al plano de la conciencia moral que, sin embargo, parece esfumarse en una novela donde hasta la madre, Placida Linero, que ha cerrado la puerta en el instante en que su hijo hubiera podido salvarse, “se liberó a tiempo de la culpa”. La atribución a la fatalidad, a esa moira externa que a través del azar rige las vidas humanas, parece disolver la conciencia moral. Y sin embargo, se perciben regímenes compensatorios en que las culpas, por distraídas que hayan sido, se pagan con sufrimientos y trabajos: la lista está al comienzo del capítulo quinto e incluye a Hortensia Baute, Flora Miguel, Aura Villeros, Rogelio de la Flor y has­ta Placida Linero que sucumbe a la perniciosa costumbre de masticar semillas de cardamina.
Curiosa investigación policiaca: reconstruye parsimoniosamente los hechos, que son de todos conocidos y ya figuraban en el sumario del juez, y concluye en el mismo punto ciego a que este había llegado: “Lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva, fue no haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio”. Del mismo modo, el Narrador, después de certificar esa inocencia, concluye con el testimonio de Angela Vicario, quien contaba todos los pormenores “ salvo es secreto que nunca se había de aclarar: quién fue y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio”. Los periodistas que rehicieron la crónica en Sucre, coinciden en los mismos términos: “Queda pendiente un misterio, que la novela no resuelve y que obliga a que los habitantes de Sucre continúen preguntándose, co­mo los lectores del libro: ¿Quién fue?, ¿quién perjudicó a Margarita?”
Es ese un nombre que nunca se pronuncia en la novela. Podría ser cualquiera, ya hemos anotado, pero en todo caso ninguno de los nombrados en la novela, porque todos resultan liberados de sospe­chas a través de las plurales informaciones recogi­das por el Narrador y su sosias el juez sumariante. Forzoso es convenir que ese halcón que se ha alzado con la virginidad de Ángela Vicario es el más astuto de todos, pues ha obrado en sigiloso secreto y nunca se ha dado a conocer. Es una oquedad del relato a la cual interrogan sin cesar actores y espec­tadores del drama: “La versión más corriente, tal vez por ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él”. Por su parte Angela Vicario, contra toda evidencia, continúa afirmando impertérrita que el causante fue Santiago Nasar, si nos atenemos a lo que nos cuenta el Narrador reseñando su entrevista. En el sumario utiliza una enigmática formula: “Cuando el juez instructor le pregun­to con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible: “Fue mi autor”. Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de modo ni de lugar”. También esta información nos llega a través del Narrador y no ignoramos, de Henry James a Juan Carlos Onetti, las sutiles distorsiones, las subjetivaciones y los escamoteos de información de que pueden ser capaces los narradores personales y como esta pantalla aparentemente transparente y neutral que finge la primera persona narrativa, es pasible de ser movida por las pasiones, los intereses, los miedos, las codicias. Sobre todo si nos preguntamos “cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad” al Narrador, repitiendo por lo tanto la pregunta que él hace en la novela pero volviéndola sobre él.
En una entrevista concedida a Manuel Pereira por el tiempo en que escribía la Crónica de una muerte anunciada (Bohemia, La Habana, 1979) García Márquez contesta una repentina pregunta acerca de su visión de la novela policiaca, diciendo: “La novela policiaca genial es el Edipo rey de Sófocles, porque es el investigador quien descubre que es él mismo el asesino, eso no se ha vuelto a ver más. Después de Edipo, El misterio de Edwyn Drood, de Charles Dickens, porque Dickens murió antes de acabarla y nunca se ha sabido quién era el asesino. Lo único fastidioso de la novela policiaca es que no te deja ningún misterio. Es una literatura hecha para revelar y destruir el misterio”.[4] Es la iluminación racionalizadora y lógica de la policial la que es rechazada, pero no su capacidad de ir tejiendo el ovillo misterioso que rodea, sin tocarlo, al culpable. De tal modo que el culpable quede anunciado también pero no revelado ni desnudado por una luz excesivamente cruda. Efectivamente como dice en su respuesta, el modelo magistral seria el Edipo rey sofocleano, en que su protagonista busca empecinadamente al asesino sin saber que es él, contemplado por quienes muy pronto descu­bren esa verdad terrible y se concentran, expectan­tes, sobre el instante en que Edipo concluya descu­briéndola. Pero no es una técnica que no haya vuelto a repetirse, desde ángulos más tramposos y menos inocentes. Ya Roland Barthes llamó la atención sobre las celadas de que fue autora Agatha Christie en Las cinco y veinticinco describiendo un personaje desde dentro a pesar de que ya era el criminal, pero escamoteando esta información.[5]
La novela de García Márquez conserva el miste­rio, no confiesa al culpable de la deshonra de Ángela Vicario, pero al abogar por la inocencia de los demás y al eludir toda pregunta sobre sí mismo, construye la enigmática nube negra a la que apun­tan las sospechas. Es una historia de jóvenes halco­nes enzarzados en diestras cacerías amorosas, y, como su relación con María Alejandrina lo prueba, el Narrador es capaz de astucias y discreciones máximas con las cuales sortear la siempre alerta curiosidad del pequeño mundo pueblerino donde todo se sabe y se comenta. El hecho de que es el quien maneja toda la información, sobre la cual por lo tanto puede ejercer las mismas virtudes de astucia y discreción, obliga a una generalizada desconfian­za sobre su objetividad, o, al menos, al reconoci­miento que siendo un Narrador de primera persona dispone de la cuota subjetivante que explícitamente él percibe en los testimonios de los demás. Es a través suyo que sabemos que Victoria Guzmán, la cocinera, mintió “porque en el fondo de su alma quería que lo mataran” o que el padre Amador, simplemente se olvidó de avisar, por lo cual al producirse el crimen se sintió tan desesperado que ordenó que las campanas tocaran a fuego, o que Indalecio Pardo no se atrevió a decirle la verdad a Santiago Nasar cuando pasó a su lado. Numerosas debilidades, torpezas del comportamiento, intere­sadas subjetividades, de muchos de los personajes, nos son comunicadas puntualmente por el Narra­dor, lo que autoriza un margen de desconfianza sobre actos y palabras. Podrían o no corresponder a la verdad. En cambio hay muy pocas referencias de este tipo acerca del Narrador. El discute la información de los otros pero obviamente no dis­cute la suya, pues ésta es la tarea de quien está por encima de él, es decir, del Lector ante quien expone su investigación autorizándolo implícitamente a que haga la suya.
Uno de los procedimientos de ese Narrador es, como vimos, el desplazamiento metonímico de la información: la denominación de “garza guerrera” ­se aplica a María Alejandrina, pero en la medida en que la obra cuenta una altanera caza de amor, se aplica a Ángela Vicario. Del mismo modo el lector puede preguntarse, cuando el juez sumariante es­cribe con tinta roja en los márgenes de su investigación, refiriéndose a la entrada de Nasar a casa de Flora Miguel por nadie de los presentes registrada, “La fatalidad nos hace invisibles”, si esa invisibili­dad que es regida por la terrible moira no es más estrictamente la del Narrador que no sólo está minuciosamente liberado de cualquier sospecha, sino que además es tan invisible dentro de la acción como para que nadie lo llame por su nombre. O puede preguntarse si no es posible leer sobre un nivel metalingüístico la respuesta de Ángela Vicario acerca de quién fue el culpable de su deshonra: “Fue mi autor”.
No hay, sin embargo, develación de culpable. La novela juega dos tendencias enfrentadas: por una parte acrecienta la expectativa, por la otra rehusa contestarla, conservando el misterio. A falta de otro eventual destinatario de las sospechas, éstas no pueden sino concentrarse sobre esa invisibilidad que es el Narrador innominado. No es otro que el propio Gabriel García Márquez. Si, como el Narra­dor informa, los diversos personajes se interrogan sobre el sitio y la misión que les asignó la fatalidad, ¿el lector no podrá interrogarse a su vez sobre cuál es el sitio y la misión que le fue deparada al Narrador? La novela propone, por boca del Narra­dor, una pareja culpabilidad e inocencia de todos, según el modelo estatuido por la tragedia griega. Todos contribuyen, sin quererlo, al avance de la fatalidad y a la consumación del sacrificio del inocente, al punto de que, llegados a la escena final, el pueblo entero contempla su propio crimen, aun­que todos puedan decir que no lo han buscado y ni siquiera lo han aceptado. No es distinta la situación del Narrador, aunque si es quien mejor es justifica­do durante los sucesos trágicos. Él es el único que no se enteró de los rumores que corrían por el pueblo, pues estaba en la cama de María Alejandri­na donde nadie podría ir a buscarlo dado el secreto de sus relaciones, y él llega a la escena cuando ya se ha perpetrado el sacrificio y Santiago Nasar agoni­za. Nada supo, nada pudo hacer, al menos en ese lapso. ¿Sería el único sobre el cual no hubiera operado la fatalidad? ¿O ésta usó de él con anterio­ridad, haciendo que fuera el responsable de la pérdida de la virginidad de su prima, Ángela Vica­rio? ¿Sería éste el sitio y ésta la misión que le cupo en el agenciamiento de la tragedia?
Si Angela Vicario designó a Santiago Nasar como culpable, convencida de que sus hermanos no se atreverían contra él y de ese modo protegiendo a quien de veras amaba (al menos hasta ese momen­to), es comprensible que una vez producida la catástrofe haya preferido no extenderla designando a otro causante. Este sentimiento de lo irreparable es el mismo que justificaría el silencio del Narrador. Todas las confesiones de Ángela Vicario nos son transmitidas directamente por el Narrador, no consignándose ningún otro receptor de sus pala­bras, y el otro actor principal, Bayardo San Roman, se niega a hablar con el (“me recibió con una cierta agresividad y se negó a aportar el dato más ínfimo que permitiera clarificar un poco su participación en el drama”). Si los silencios posteriores al drama pueden estar justificados, en cambio podría caber, en ese juego de compensaciones de la conciencia moral que se produce en los diversos participes culpables-inocentes, una obligación: la de escribir toda la historia, para realzar, de ella, lo que había tenido de altanera caza de amor; más aun, la de sólo poder escribir la historia cuando a consecuencia del tardío reencuentro (cierto o imaginado) de Ángela y Bayardo, el crimen atroz se hubiera trasmutado en terrible amor.

5.- Del arte poético como fatalidad.

Como el misterio se conserva intacto, como esta policial no concluye, según las reglas del genero, con el descubrimiento del responsable, (y aun la responsabilidad misma se diluye al máximo pues a todos cabe una cuota casi igual), sólo nos queda un vagaroso universo de sospechas. Éstas cumplen una función literaria mayor: gracias a ellas pode­mos hacer una segunda lectura de la novela, alejada del rapsódico encantamiento de la historia aparen­cial, alejada de su romántico juego de amor y muer­te, alejada de su cosmovisión trágica (fatalidad, inocencia, sacrificio), alejada de su alisado populis­mo, pero en cambio cercana a un mundo moderno ardiente y cruel, a la desatada fuerza del deseo, sobre todo cercana a la sapiencia de su escritura.
Este último es el componente que perturba la pasiva aceptación del encantamiento convencional con que la novela aspira a fascinar a sus lectores. La elaboración literaria es de sutil complejidad y refi­namiento, a pesar de los toques que allí y acá prolongan esa marca-de-fábrica que ha fijado el estilo del autor en sus millones de lectores. Es una elaboración cuya modernidad resulta alejada del universo pueblerino simple y nítido, de la historia de amor y muerte que para muchos remedera las “bodas de sangre” lorquianas, incluso de la cosmovisión que la alimenta y que se diría popular e invariable. Todos estos elementos aparenciales, los más visibles por cierto, se conjugan en la ya sabida visión popular -jocunda, brillante, intrépida- del autor. Pero algo nuevo se le ha sumado que no pertenece al orbe de los ingredientes sino a su elaboración: la precisión y destreza del diseño narrativo, el riguroso “acabado” literario, la complejidad de la construcción que sabiamente se es­conde tras la difícil sencillez, la cautelosa acidez subyacente que se contrapone al irisamiento seduc­tor de las superficies.
A esa transmutación atribuimos la aparición del narrador personal, quien está sumido dentro de la novela y al mismo tiempo está fuera de ella mane­jando coordenadas implícitas menos afines. Susti­tuye a los variados narradores apersonales que en las obras anteriores del autor certificaban el aconte­cer del mundo, decretando que aun las mayores inverosimilitudes aparenciales eran certidumbres objetivas, porque si no estaban en los hechos del mundo estaban en la imaginación de quienes los vivían de ese modo. Ahora, el narrador personal introducido atestigua un margen de incertidumbre. No veo que pueda equipararse a la ambigüedad individual que sabiamente ha manejado Juan Car­los Onetti, poniendo sucesivas veladuras persona­les sobre la realidad para que solo a través de ellas podamos verla. Parece ser una versión moderniza­da de una tradición que han cultivado Juan Rulfo y João Guimarães Rosa: los narradores orales que reinterpretan el universo. El Narrador de la Crónica de una muerte anunciada podría hacer suya la reflexión del Narrador de Gran sertão: veredas: “Sertón es esto, el señor sabe: todo incierto, todo cierto”.
El lugar que ha hecho el éxito artístico y popular de la literatura de García Márquez es un cruce de dos coordenadas dispares: la que impulsa una modernización narrativa abasteciéndose en el gran repertorio de la vanguardia del siglo XX (tal como lo reclamó tesoneramente en sus juveniles “jirafas” de El Heraldo de los años cincuenta) y la que conduce la tradición cultural interna de su tierra con sus sabores, sus juegos, sus grandes lugares comunes que, en la medida en que responden a una rica cosmovisión popular, arrastran una sabiduría milenaria y son capaces de revivir en cualquier lugar del planeta. Ese cruce de coordenadas se refleja en cada una de sus obras y se traduce en los compo­nentes temáticos o los tratamientos literarios. Si en este último ejemplo que es la Crónica de una muerte anunciada no produce el espectacular deslum­bramiento que originó Cien años de soledad, es porque viene tras una serie magnificente y, además, porque maneja una disociación sutil de las dos lanzaderas con que García Márquez ha tejido su espléndida tela.
Se lo puede apreciar con nitidez en el campo temático. La dualidad fiesta/tragedia que sostiene toda la historia tiene una nítida procedencia romántica, donde el baile de máscaras esconde y disuelve la responsabilidad de la puñalada vengativa, pero al encarnar en un lugar americano y en un universo casi familiar de entretejidas relaciones, se trasmuta en un tópico no solo de la literatura de García Márquez sino aun de esa vasta área del trópico en que juegan mancomunados el esplendor de la vida y la corrupción orgánica. La dicotomía amor/ muerte se traslada a dos intensidades complementa­rias y enemigas: el coruscante despliegue de vitali­dad a través de una desbordada fiesta concurre a la carnicería de un asesinato pesadillesco, a la autopsia repulsiva, a los olores descompuestos. Estos ambi­guos lazos ya estaban en El otoño del patriarca, pero también en las narraciones poemáticas de Jorge Zalamea.
Se lo puede apreciar también en la contraposición sutil del orbe temático y el de la construcción narrativa. Ya en La hojarasca se había definido una que llamaría obsesión del escritor con el tiempo, proponiendo la máxima concentración del acaecer temporal (la media hora puntual que dura la espera junto al cadáver del medico para obtener la autorización de que se lo inhume) y la máxima desperdigación de las vidas en el tiempo pasado y en la múltiple sensorialidad de las historias superpuestas. Y ya en El coronel no tiene quien le escriba se había intentado la reducción paralela estricta del tiempo del acaecer y el tiempo de las vidas y las sensaciones, para que pudieran caber en una misma medida pautada. Es una interacción constante de fuerzas centrífugas y centrípetas que configuran la tensión de la escritura, el equilibrio del discurso y la historia que se procura armonizar haciendo que ambos descansen sobre un patrón de medición temporal. En la Crónica de una muerte anunciada son unas pocas horas que van del fin de la fiesta de bodas al sacrificio y a la autopsia, pero es al mismo tiempo una expansión que se remite a la infancia de los protagonistas y a la incipiente vejez y, más dificul­tosamente aun, es una superposición de acciones paralelas, tantas como personas narrativas se cru­zan en el pueblo. El principio de concentración alcanza aquí su punto mayor, que es el de la brevedad del relato, las pocas páginas de una escri­tura rigurosa como el mecanismo de un impecable reloj; pero también alcanzan su punto máximo las proyecciones de pasado y futuro y el paralelismo de las plurales acciones. Los cinco capítulos de la novela rotan sobre concentración/expansión, y, a la vez, sobre superposición/desplazamiento. Al pri­mer capítulo que cubre la “hora señalada” entre 5 y 30 y 6 y 30, sigue a Santiago Nasar y estratégicamente lo pierde para cerrar con el anuncio de su muerte, se suma un segundo capitulo por desplaza­miento, que se centra en Bayardo y Ángela, los sigue desde el agosto anterior, se concentra en la fiesta y los abandona a las 2 de la mañana cuando el nombre fatídico de Santiago Nasar es pronunciado, y un tercer capítulo que vuelve a reconstruir las horas, ahora entre las tres y las 6.30 de la mañana, en torno a los gemelos Pablo y Pedro Vicario, abriéndose progresivamente a la coparticipación del pue­blo todo entre cuyo abigarramiento vuelven a per­derse estratégicamente los gemelos para cerrar otra vez con la anunciada muerte de Santiago Nasar. El cuarto se abre con el simulacro de muerte que es la autopsia, desplazándose y expandiéndose sobre los destinos futuros, los de los gemelos y los de Bayardo y Ángela hasta su reencuentro 27 años después, en tanto que el quinto retorna obsesiva­mente, ahora a través de la meditación inquisitiva, y, luego, a través del operático despliegue, a la “hora señalada”, a la que por fin, luego de tantas postergaciones y de tantos anuncios sucesivos des­de la apertura de la novela, se le autoriza la exposición del instante culminante, el sacrificio de Santia­go Nasar, quien vuelve a morir, definitivamente, en la última línea de la novela, luego de haber muerto tantas veces antes y de haber sido despedazado en una autopsia que ha sido anterior a su misma inmolación carnicera. En la realidad, se nos dice que la muerte ha sido anunciada; del mismo modo, en la novela ha sido sin cesar anunciada y sin cesar postergada, trasladando el suspenso del desenlace al suspenso de la realización, tanto vale decir, a los mecanismos con los cuales la fatalidad constru­ye la trampa mortal, tanto vale decir, a los meca­nismos con que el escritor construye su trampa literaria.
Por otra vía llegamos así a una equiparación: la fatalidad, que es el motor que articula acciones y criaturas, aprovechando tangencialmente lo que de todas ellas sirve a su propósito fatal, el cual va trazando como un impecable laberinto por encima de la voluntad expresa de quienes forzadamente no son otra cosa que coyunturas de su construcción, esa fatalidad es el Narrador. Él la origina, él la consuma. Por eso es indispensable su presencia, objetivada dentro del relato, con la misma cualidad de sombra subyacente que en el juega la Fatalidad, con su misma invisibilidad. Si no de la realidad, es si la fatalidad del relato y, como ella, usa como divisa un verso de Balbuena: “El reloj de la libre fantasía”, combinando de este modo la absoluta libertad (el absoluto poderío) con la precisión de lo que debe estar sujeto a leyes rigurosas (la escritura literaria) suficientemente persuasivas para ser aceptadas por los lectores.
Es una hazaña de la literatura, una hazaña escon­dida, pues prefiere retirarse a la sombra, al misterio, para que nos seduzca su juego malabarista, al que nos entregamos. Todos sabemos que el prestidigi­tador no es un mago, pero tampoco desearíamos saber cómo hace sus trucos, porque es la limpieza, sencillez y elegancia de sus pases, lo que nos fascina. Para resguardar el halo mágico podemos ascender las operaciones del psiquismo a diosas menores, y hacer de las analogías y condensaciones de la Metáfora, de los desplazamientos y marginaciones de la Metonimia, de las absorciones de los conjun­tos en los componentes significativos menores de la Sinécdoque, poderes superiores. Pero aun así deberíamos sentarlas a la mesa para que compartieran los naipes y el juego con un cuarto poder, que combate con ellas y contra ellas, el Autor. La sapiencia con que este lo hace da prueba de su madurez artística.
[1] “García Márquez lo vio morir” por Julio Roca y Camilo Calderón, en: Magazín al día, Bogotá , Nº 1, 28 de abril de 1981, pp. 52-60, 108-109.
[2] Utilizo el dossier que consagró a la traducción francesa de la novela el Magazine Littéraire, París, noviembre de 1981. Nº 178. Bajo El título “Le récit du recit” se publica el análisis del autor sobre su propia novela.
[3] “Sí. La devolví la noche de bodas" por Julio Roca, en: Magazín al día, Bogotá, N.° 3, 12 de mayo de 1981, pp. 24-27.
[4] En el citado número de Magazine Littéraire, pp. 20-25 ("Dix mille ans de littérature"). [5] "Introducción al análisis estructural del relato', en Análisis estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970, p. 35.


Ángel Rama, La caza literaria es una altanera fatalidad, Crónica de una muerte anunciada, Círculo de Lectores, Barcelona, 1983, pp. 7-46