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miércoles, 13 de enero de 2016

SOBRE LA ILÍADA, Carlos Goñi

   Heródoto comienza su Historia narrando el rapto de una doncella argiva, hija del rey Ínaoo, llamada Ío, a manos de los fenicios. Como represalia, algunos griegos. al parecer cretenses, recalaron en Tiro y raptaron a la princesa fenicia Europa. Con ello quedaron vengados. Pero, más tarde, un navío griego llegó a Ea, en la Cólquide y se llevó a Medea, hija del rey de los colcos. Para vengar esta nueva afrenta hecha a los asiáticos, el príncipe Paris de Troya viajó a Grecia y secuestró a la esposa de Menelao, Helena de Esparta. Entonces, todos los soberanos de la Hélade se unieron para rescatar a Helena. Fue así como se inició la mítica guerra de Troya y como se suscitaron las enemistades entre griegos y asiáticos, aunque, según el historiador, Helena nunca llegó a la ciudad de Príamo: se quedó en Egipto.  [...]
   El rapto de una mujer puede tener mucho de romanticismo: el amante rompe las barreras sociales y se lleva a su amada por la fuerza. Es lo que hizo el joven filósofo Pico della Mirandola en pleno Renacimiento: raptó a Margherita, esposa de Giuliano de Medici, y tuvo que enfrentarse al mismísimo rey. Esas aventuras alimentan los corazones románticos y a la vez un cierto machismo disimulado, pues en tales lances el hombre es el protagonista mientras que la mujer sólo desempeña un papel pasivo.
   Pero los raptos propiamente dichos, tales como los que acometieron los fenicios, los griegos,  los troyanos o los romanos, pertenecen a un eslabón anterior en la progresión de la cultura y responde a una necesidad (a un instinto) de perpetuación de la especie. El hombre primitivo, tras haber adquirido las armas evolutivas de seducción básicas, se percata de que dispone de fuerza y poder para someter a la hembra. Así lo muestran algunos episodios de la mitología clásica donde muchas doncellas huyen de sus perseguidores y prefieren morir o metamorfosearse antes que caer en sus brazos, como ocurrió con Aspalis pretendida por Meliteo, Britomaris perseguida por Minos, Apriate acechada por Trambelo, Castalia deseada por Apolo, Aretusa amada por el río Alfeo, Hemítea acosada por Aquiles, y tantas otras como la propia Europa, Leda, Fílira, Psámate, Asteria, Lotis, Dafne...
   Lo que le interesa a Heródoto es poner de manifiesto que una ofensa, como es raptar a una doncella, desequilibró el estado inicial, resquebrajó el orden establecido y despertó al terrible monstruo de la guerra, pues solo mediante la condenda se puede restablecer el equilibrio. Los enfrentamientos entre bárbaros y griegos, o lo que es lo mismo, entre Oriente y Occidente, tienen su origen en una ofensa inicial, según los asiáticos cometida por los europeos y según los europeos perpetrada por los asiáticos. Ese choque de dos mundos (quizá de dos civilizaciones) puso de manifiesto su diferente forma de vivir y de entender la Vida, que Heródoto se encarga de exponer, y abrió una brecha milenaria entre Oriente y Occidente.
   La brecha puede ser descrita de muchas maneras. Heródoto lo hace a la suya, presentándonos dos  mentalidades contrapuestas: el poder despótico de los persas contra la democracia ateniense, la sumisión oriental contra el amor a la libertad de los griegos, la suntuosidad asiática contra la sobriedad europea, las costumbres exóticas de los orientales contra las «buenas costumbres» de los occidentales... Tras las Guerras Médicas, que enfrentaron a persas y griegos  […], esa brecha no quedaré cerrada, sino que se hará prácticamente infranqueable (algo que, estoy convencido, no deseaba Heródoto). Occidente se desplazaré cada vez más deprisa hacia Occidente e irá separándose de Oriente por considerarlo lejano e incomprensible.
   Así lo explica el sabio divulgador Luis Racionero en su excelente obra Oriente y occidente: «El hombre oriental fue hacia dentro, el occidental hacia fuera: Oriente inventé la introspección del yoga, Occidente la nave espacial: unos llegan a estados de consciencia remotos, los otros a la luna. En el centro del Paraíso crecía el árbol de la sabiduría: los hombres al este del Edén bebieron en el río de la unidad, bañándose en sus aguas perpetuamente cambiantes; los hombres al oeste del Edén comieron el fruto del bien y del mal para penetrar los secretos de la materia y construir un mundo artificial de fijeza y seguridad. Unidad y dualidad, cambio y fijeza, dieron a Oriente y Occidente dos actitudes diversas ante la Vida, alejando paulatinamente sus culturas» (Oriente y Occidente, pp. 1445).

CARLOS GOÑI, Cuéntame una historia: un paseo por el mundo antiguo de la mano de Heródoto, Ariel, Barcelona, 2011.
&
Luca Giordano

martes, 12 de enero de 2016

BREVE HISTORIA DE LA LITERATURA UNIVERAL, Luis Landero

BREVE HISTORIA DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Canta, oh diosa, no sólo la cólera de Aquiles sino cómo al principio creó Dios los cielos y la tierra y cómo luego, durante más de mil noches, alguien contó la historia abreviada del hombre, y así supimos que a mitad del andar de la vida, uno despertó una mañana convertido en un enorme insecto, otro probó una magdalena y recuperó de golpe el paraíso de la infancia, otro dudó ante la calavera, otro se proclamó melibeo, otro lloró las prendas mal halladas, otro quedó ciego tras las nupcias, otro soñó despierto y otro nació y murió en un lugar de cuyo nombre no me acuerdo. Y canta, oh diosa, con tu canto general, a la ballena blanca, a la noche oscura, al arpa en el rincón, a los cráneos privilegiados, al olmo seco, a la dulce Rita de los Andes, a las ilusiones perdidas, y al verde viento y a las sirenas y a mí mismo.

Quince líneas. Relatos hiperbreves., Tusquets, Barcelona, 1996.
&
Norberto Sayegh

lunes, 11 de enero de 2016

EL RAPTO DE EUROPA, Julio Llamazares

EL RAPTO DE EUROPA

   Oigo en la radio todavía en sueños (me la debí dejar encendida como muchas noches) a una persona que dice que los agresores de mujeres la noche de fin de año en Colonia eran árabes y norteafricanos “con perfil de refugiados”. Cambio inmediatamente de emisora y están hablando de lo mismo, pero ya en tono menos estridente: la policía alemana investiga las denuncias por agresiones sexuales a mujeres en diversas ciudades del país coincidiendo con la Nochevieja; aunque parece —dice la presentadora— que muchos de los agresores eran árabes y norteafricanos, la mayoría ebrios, “no consta por el momento que fueran actos organizados ni que participaran refugiados entre ellos”.
   Mientras me ducho, trato de imaginar cuál es “el perfil de refugiado”. Porque el de árabe y el de norteafricano los conozco, pero el de refugiado es novedoso para mí. Porque ¿todos los refugiados tienen el mismo aspecto? ¿O es que visten igual, independientemente de que sean africanos u orientales, magrebíes o iraquíes, cristianos o musulmanes? Fuera ya de la ducha, mientras me visto, me viene a la memoria la representación de Tiziano de El rapto de Europa, ese mito que dio nombre al continente, y, tras ella, las del rapto de las sabinas por los romanos, también muy representado en la literatura y la pintura europeas, y hasta las del oneroso tributo medieval de las 100 doncellas que los reyes hispánicos hubieron de pagar durante un tiempo a los califas moros de Córdoba para que estos les permitieran vivir en paz y cuyos ecos aún sobreviven en distintas tradiciones y festejos que se celebran por todo el país. El miedo al invasor, en especial al que viene del sur, está grabado en nuestro subconsciente y en él cobra especial dimensión el temor a que rapte o viole a nuestras mujeres, que consideramos nuestros bienes más valiosos e intocables.
   A lo largo del día las noticias que llegan desde Alemania van confirmando que, en efecto, entre los agresores sexuales a mujeres la noche de fin de año en Colonia hay refugiados recién llegados al país y la decepción me invade como a muchas otras personas, supongo. ¿Qué decirles ahora a todos esos que se oponen a acoger en nuestros países a los cientos de miles de personas que huyen del hambre y la guerra en los suyos? ¿Con qué argumentos podemos contrarrestar su demonización global de los refugiados cuando algunos de éstos se empeñan en cargarles de razones y de teas incendiarias?
   Pobre Europa, a punto de ser raptada de nuevo por el toro de la irracionalidad.

JULIO LLAMAZARES, El País, 11 de enero de 2016.

HOLOGRAFÍA

TOMÁS.—Y yo lo reconozco de buen grado. Es natural: un fotógrafo tan bueno tenía que saber mucho de pintura. ¿Cómo se llama esa técnica que quieres perfeccionar?
TULIO.— (Deja a un lado el libro. No los mira.) Holografía. (Suspira.) Sí... Imágenes que deambulan entre nosotros... De bulto... Y no son más que proyecciones en el aire: hologramas.
MAX.— ¿No han descubierto ya eso?
TULIO.— Y se puede mejorar. Es un campo inmenso. (Breve pausa.) Yo... lo investigaba, sí. Con otra persona. Yo quería... (Oculta la cara entre las manos.) ¡Dios mío! Yo quería.
ASEL— (Se acerca a él.) Y lo conseguirás, Tulio... No desesperes.
TOMÁS.— (Conmovido.) Has venido a la Fundación para eso...



ANTONIO BUERO VALLEJO, La Fundación, Austral, Madrid, p. 88.

CONFUSIÓN MENTAL (II) : EL MATRIMONIO ARNOLFINI, Jan Van Eick




MAX. — Vamos a seguir viendo cuadros.
TOMÁS.— (Perplejo ante el silencio de TULIO.) Sí... Sí. (Mira al libro.) Vermeer... (Se entusiasma de nuevo.) Por cierto, hay algo muy curioso en esta pintura. Esta lámpara holandesa es casi idéntica a la de otra tabla famosa y muy anterior. (Busca en el libro.) Una tablita de Van Eyck... El retrato de un matrimonio
TULIO.— (Entre dientes.) Arnolfini.
MAX.— No es italiano, Tulio. Es flamenco.
TULIO. — (Fastidiado.) ¡Arnolfini y su esposa! Está en la Galería Nacional de Londres. Pero me callo, me callo. (Se engolfa, al parecer, en su libro.)
TOMÁS.— Sí, es ése. Y aquí lo tenemos. ¡Mirad! (Compara una y otra página.) Se diría la misma lámpara.
MAX— ¿Y si fuera la misma?
TOMÁS. ¿A tres siglos de distancia? No. Vermeer copió la de Van Eyck... o coincidió misteriosamente, pues es muy improbable que conociese este cuadro. 
TULIO— ¡Cuánta imaginación! Esas dos lámparas se parecen como tú y yo.
TOMÁS— ¡Son casi iguales! Míralas.
TULIO. No me hace falta. En la de Vermeer, brazos delgados, cuerpo esférico; en la del flamenco, brazos anchos y calados, cuerpo cilíndrico...
TOMÁS.— Pequeñas diferencias...
TULIO.— Y una gran águila de metal corona la de Vermeer. ¿O me equivoco? (Silencio.)
TOMÁS. Creo que... no.
TULIO. Por consiguiente, ninguna coincidencia misteriosa.
ASEL— Tu memoria es admirable, Tulio. (Tulio se encoge de hombros.)


ANTONIO BUERO VALLEJO, La Fundación, Austral, Madrid, pp. 86-87.

CONFUSIÓN MENTAL (I): EL PINTOR EN EL TALLER, Johannes Vermeer

TOMÁS— No se cansa uno de mirar.
MAX— ¿Y es un cuadro pequeño?
TOMÁS— No tendrá más de un metro de ancho.
MAX.— Parece mentira. (TULIO gruñe, despectivo, sin levantar la vista.)
TOMÁS.— Fijaos en la lámpara dorada. ¡Qué calidades! ¡Y con qué limpieza destaca del mapa del fondo!
TULIO.— (Sin dejar de leer.) El mapa del fondo, con sus arrugas viejas... (Los otros tres se miran.)
TOMÁS— Exacto. Como un hule que se hubiera resquebrajado. (Señala.) ¿Las veis? Debe de ser muy dificil pintar esos efectos. Pero Terborch era un maestro.
TULIO. — Terborch era un maestro, pero ese cuadro no es de Terborch.
ASEL— Tulio, ¿por qué no vienes a la mesa y lo ves con nosotros? ¿Qué necesidad tienes de sentarte en el suelo?
TULIO.— (Seco.) Por variar.
TOMÁS— (Se ha inclinado para leer en el libro.) Aquí pone Gerard Terborch.
TULIO— Un pintor está sentado y de espaldas, copiando a una muchacha coronada de laurel y con una trompeta. ¿Es ése?
TOMAS. — ¡El mismo!
TULIO. (Suspira.) Lo siento, pero no puedo dejar de intervenir. Ese cuadro es de Vermeer.
TOMÁS.— ¡Si aquí dice,.. !
TULIO. — ¡Qué va a decir!
TOMÁS.— (Se inclina, vehemente.) Dice... (Se endereza, desconcertado.) Vermeer. ¿Cómo he podido leer Terborch?
ASEL. — (Ríe.) Todos estos holandeses son indiscernibles. La ventana, la cortina, la copa de vino, el mapa...
MAX.— Has ido una confusión mental.
TOMÁS— (Incrédulo.) ¿De los nombres? Además, yo sabía que este cuadro era de Vermeer... Vermeer de Delft. (Se inclina.) Aquí lo dice. ¡Gracias, Tulio! (TULIO lo mira de reojo y no responde.) ¿No quieres venir a ver? Es evidente que te gusta la pintura.


ANTONIO BUERO VALLEJO, La Fundación, Austral, Madrid, pp. 85-86.

domingo, 10 de enero de 2016

[FUI UN NIÑO ASESINO...], Joyce Carol Oates

   Fui un niño asesino.
   No quiero decir un asesino de niños, aunque la idea no está mal. Quiero decir un niño asesino, es decir, un asesino que resulta ser un niño, o un niño que resulta ser un asesino. Elijan lo que prefieran. Cuando Aristóteles advierte que el hombre es un animal racional uno hace un  esfuerzo, aguzando el oído, por escuchar cual de esas palabras recibe mayor énfasis: ¿animal racional, o animal racional? ¿Qué soy? ¿Niño asesino, o niño asesino? He tardado años en empezar a escribir esta memoria, pero ahora que he empezado, ahora que. esas feas palabras ya han quedado escritas, podría seguir escribiendo a máquina eternamente. Se ha producido una especie de histeria pacífica, gimoteante. Siendo como son ustedes normales, les sorprendería saber los años, los meses, los terribles minutos que he tardado en escribir esa primera linea, que ustedes leen en menos de un segundo: fui un niño asesino. ¿Creen que es fácil?
   Déjenme explicar la segunda línea. Asesino de niños «no está mal». Escribo esta memoria en una habitación alquilada, bastante indecorosa y que apesta a basura, y afuera, en la calle, hay niños jugando. Y como es normal, como sería normal para ustedes y para cualquier otra persona que por casualidad leyese estas sudorosas palabras mías, los, niños hacen ruido. Las personas normales siempre hacen ruido, De modo que, por mi mente desesperada, corrupta, llena de telarañas, por mi mente fofa, rastrera, cruza la idea de que esos ruidos podrían ser silenciados del mismo modo como en otra ocasión silencié a otra persona. ¿A que ya están peleando y forcejeando con su repugnancia, eh? Sienten tentaciones de hojear el final del libro para ver si el último capítulo es una escena en una prisión y si el capellán me visita y yo le rechazo estoicamente o me abrazo virilmente a sus rodillas. Sí, eso es lo que están pensando. De modo que quizá sea mejor que les diga que mi memoria no va a tener un final tan cómodo; el destino no la ha redondeado ni rematado con la forma de la arquitectura novelística. Desde luego no está bien planificada. Carece de conclusión y se limita a escurrir el bulto, de modo muy parecido a como empieza. Así es la vida. Mi memoria no es una confesión y tampoco es una ficción para ganar dinero; es sencillamente~.. No estoy seguro de lo que es. Y hasta que no lo haya escrito todo ni siquiera sabré qué pienso de ella.
   ¡Miren como me tiemblan las manos! No me encuentro bien. Peso ciento doce kilos y no me encuentro bien y, si les dijese cuántos años tengo, se apartarían con una mirada de asco. ¿Cuántos años tengo? :~Paré de crecer el día que ocurrió «aquello» (adviertan la astuta pasividad de esta frase, como si yo no hubiera sido quien hizo que. «aquello» ocurriera), o quedé congelado quizá tal como era, mientras en el exterior de aquella concha empezaban a formarse capas y más capas de grasa? Escribir esto comporta un esfuerzo tan arduo que tengo que parar y enjugarme con un gran pañuelo. Estoy bañado en sudor. ¡Y esos niños del otro lado de la ventana! De todos modos creo que es imposible matarlos. La vida sigue su curso, haciéndose más y más ruidosa a medida que yo me hago más y más silencioso, y todas esas personas normales, bulliciosas, sanas, que me rodean, van presionándome, con bocas repletas de dientes sonrientes y bíceps encantadoramente protuberantes. En el instante en que el terso revestimiento de mi estómago termine por reventar, algún vecino sintonizará la radio pasando del «Weather Round-Up» de Bill Sharpe al «Top- Ten Jamboree» de Guy Prince. 
   Esta memoria es un machete para hendir mi propia y gruesa carne, y la de cualquier otra persona a quien se. le ocurra interponerse. 
   Una cosa que deseo hacer, lectores míos, es minimizar la tensión entre escritor y lector. Sí, existe tensión. Ustedes piensan que yo intento engatusarles algo, pero no es cierto. Eso no es cierto. Soy honesto y terco y, en su momento, aflorará la verdad; sólo que llevará cierto tiempo porque quiero cerciorarme de que entra todo. Comprendo que mis frases son negligentes y fofas y que se hallan compuestas por demasiadas palabras cortas —veré si puedo arreglarlo.. Ustedes se ponen impacientes porque, por lo visto, no puedo empezar a contar esta historia de un modo normal (no pretendo ser excesivamente irónico, la ironía es un rasgo caracteriológico desagradable), y les gustaría saber, de un modo bastante caprichoso, si ahora me encuentro en alguna institución mental o si estoy loco en un lugar menos oficial, si estoy arrepentido (tal vez sea un monje con la lengua cortada), si en estas páginas va a llegar la sangre al río, si habrá múltiples y violentos encuentros entre macho y hembra, y si, tras esas extravagancias, he recibido justo castigo. El justo castigo tras ilícitas extravagancias es algo que se le suele servir al lector, que así se siente mejor. Pero, ya ven, esto no es pura invención. Es la vida. Mi problema es que no sé qué estoy haciendo. He vivido toda esa confusión pero no sé qué es. Ni siquiera sé qué quiero dar a entender por «esto». Tengo una historia que contar, efectivamente, y soy la única persona que puede contarla, pero si la cuento ahora, en lugar del año que viene, saldrá de un modo, y si hubiese podido forzar mi cuerpo obeso, palpitante, a empezarla hace un año entonces hubiese sido una historia diferente. Y es posible que mienta sin saberlo. O que, sin saberlo, cuente la verdad de un modo raro, simbólico y que sólo unos pocos críticos literarios psicoanalíticos (no serán más de tres mil) tengan acceso a la verdad, a lo que «esto» es. De ahí la tensión, de acuerdo, porque no he podido empezar la historia escribiendo: Una mañana de enero un Cadillac amarillo se detuvo junto a una acera. Y no he podido empezar la historia escribiendo: Era hijo único. (Por cierto, estas dos frases son bastante sensatas, aunque jamás podría hablar de mí mismo en tercera persona.)
   Y no he podido empezar la historia escribiendo: Elwood Everett conoció y contrajo matrimonio con Natashya Romanov cuando él tenía treinta y dos años y ella diecinueve. (¡Estos son mis padres! Ya ven que he tardado un tanto en escribir sus nombres.)
   Y no podía empezar la historia con esta patética floritura: La puerta del armario se abrió inesperadamente y apareció allí de pie, desnudo. Él me miró desde afuera y yo le miré desde adentro. (Y también llegaremos a esto, aunque o tenía intención de mencionarlo tan pronto.)
   Todos estos trucos son estupendos y se los brindo a cualquier escritor aficionado que los quiera, pero a mí no me sirven porque... No estoy seguro del porqué. Debe ser porque la historia que tengo que contar es mi vida, sinónima de mi vida, y ninguna vida empieza en ninguna parte. Si tienes que empezar tu vida con una frase, más vale hacer un resumen valiente y no una cosilla apocada: Fui un niño asesino.
   Lectores míos, no se impacienten, no se muerdan las uñas: naturalmente fui castigado. Y sigo siéndolo, naturalmente. Mi aflicción es prueba de la existencia de Dios, ¡ sí, se lo ofrezco como regalo especial! A sus almas les irá bien leer mis sufrimientos. Querrán saber cuándo ocurrió mi crimen, y dónde. Y qué aspecto tengo, gordo degenerado, sudando a mares sobre el manuscrito, y cuántos años tengo, demonios, y a quién maté, y por qué, y qué significa todo eso.


JOYCE CAROL OATES, Gente adinerada, Laertes, Barcelona, 1978, pp.11-14.
&
David Ronce