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jueves, 18 de junio de 2020

LA LECHERA DE VERMEER, Manuel Rivas & Wisława Szymborska

VERMEER

Mientas esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del Mundo.

WISLAWA SZYMBORSKA, Aquí, Bartleby Editores, Madrid, 2009, página 65. LA LECHERA DE VERMEER
 
   Claro que nunca podré pagar lo que mi madre hizo por mí, ni nunca seré capaz de escribir algo comparable al Correio que Miguel Torga fechó en Coímbra el 3 de septiembre de 1941.
—«Filho»....
E o que a seguir se lê
É de uma tal pureza e um tal brilho,
Que até da minha escuridão se vê.
   
   Mi madre era lechera. Tiraba de un carrito con dos grandes jarras de zinc. La leche que repartía era la de las vacas de mi abuelo Manuel, de Corpo Santo, a una docena de kilómetros de la ciudad. Este abuelo mío, cuando era joven, tuvo un día en la mano la pluma de escribir del párroco y dijo: « ¡Qué letra más bonita tendría si supiese escribir! ». Y aprendió a hacerlo con una hermosa letra de formas vegetales. Por encargo de las familias, hizo cientos de cartas a emigrantes. En su escritorio vi por vez primera, en postal, la Estatua de la Libertad, las Cataratas del Iguazú y un jinete gaucho por la Pampa. Nosotros vivíamos en el barrio de Monte Alto de Coruña, en un bajo de la calle de Santo Tomás, tan bajo que había cucarachas que se refugiaban en las baldosas movidas. A veces jugaba contra ellas, situándolas en el ejército enemigo. Yo conocía el miedo, pero no el terror. Voy a contarles cómo entré en contacto con el terror. Mi madre La lechera se va con su carrito y sus jarras de zinc. Estoy jugando con mi hermana María. De repente, escuchamos estallidos y un gran alboroto en la calle. Nos asomamos a la ventana del bajo para ver qué pasa. Pegados al cristal, descubrimos el terror. El terror viene hacia nosotros. Mi madre nos encontró abrazados y llorando en el baño. El terror era el Rey Cabezudo. En 1960 yo tengo tres años. Por la tarde, escucho los cánticos de los presos en el patio de la cárcel. Por la noche, los destellos de la Torre de Hércules giran como aspas cósmicas sobre la cabecera de la cama. La luz del faro es un detalle importante para mí: mi padre está al otro lado del mar, en un sitio que llaman La Guaira. Tengo tres años. Lo recuerdo todo muy bien. Mejor que lo que ha ocurrido hoy, antes de comenzar esta historia. Incluso recuerdo lo que los otros aseguran que no sucedió. Por ejemplo. Mi padrino, no sé cómo lo ha conseguido, trae un pavo para la fiesta de Navidad. La víspera, el animal huye hacia el monte de la Torre de Hércules. Todos los vecinos lo persiguen. Cuando están a punto de pillarlo, el pavo echa a volar de una forma imposible y se pierde en el mar como un ganso salvaje. Ésa fue una de las cosas que yo vi y no sucedieron. En 1992 fui a Amsterdam por vez primera. Aquel viaje tan deseado era para mí una especie de peregrinación. Estaba ansioso por ver Los comedores de patatas. Ante aquel cuadro de misterioso fervor, el más hondamente religioso de cuantos he visto, la verdadera representación de la Sagrada Familia, reprimí el impulso de arrodillarme. Tuve miedo de llamar la atención como un turista excéntrico, de esos que pasean por una catedral con gafas de sol y pantalón bermudas. En castellano hay dos palabras: hervor y fervor. En gallego sólo hay una: fervor. La luz del hervor de la fuente de patatas asciende hacia la tenue lámpara e ilumina los rostros de la familia campesina que miran con fervor el sagrado alimento, el humilde fruto de la tierra. También fui al Rijksmuseum y allí encontré La lechera de Vermeer. El embrujo de La lechera, pintado en 1660, radica en la luz. Expertos y críticos han escrito textos muy sugerentes sobre la naturaleza de esa luminosidad, pero la última conclusión es siempre un interrogante. Es lo que llaman el misterio de Vermeer. Antes de ir a parar al Rijksmuseum, tuvo varios propietarios. En 1798 fue vendido por un tal Jan Jacob a un tal J. Spaan por un precio de 1.500 florines. En el inventario se hace la siguiente observación: «La luz, entrando por una ventana en el lateral, da una impresión milagrosamente natural». Ante esa pintura, yo tengo tres años. Conozco a aquella mujer. Sé la respuesta al enigma de la luz.

Hace siglos, madre, en Delft, ¿recuerdas?,
tú vertías la jarra en casa de Johannes
Vermeer, el pintor, el marido de Catharina Bolnes,
hija de la señora María Thins, aquella estirada,
que tenía otro hijo medio loco,
Willem, si mal no recuerdo,
el que deshonró a la pobre Mary Gerrits,
la criada que ahora abre la puerta
para que entres tú, madre,
y te acerques a la mesa del rincón
y con la jarra derrames mariposas de luz
que el ganado de los tuyos apacentó
en los verdes y sombríos tapices de Delft.
La misma que yo soñé en el Rijksmuseum,
Johannes Vermeer encalará con leche
esas paredes, el latón, el cesto, el pan,
tus brazos,
aunque en la ficción del cuadro
la fuente luminosa es la ventana.
La luz de Vermeer, ese enigma de siglos,
esa claridad inefable sacudida de las manos de Dios,
leche por ti ordeñada en el establo oscuro,
a la hora de los murciélagos.
 
   Cuando le di a leer el poema a mi madre, ni siquiera pestañeó. Me sentí inseguro. Aunque hablaba de la luz, quizá era demasiado oscuro. Fui a un estante y cogí un libro sobre Vermeer, el de John Michael Montias, en el que venía una reproducción de La lechera. Esta vez, mi madre pareció impresionada. Miró la estampa durante mucho tiempo sin hablar. Después guardó el poema y se fue. Días más tarde, mi madre volvió de visita a nuestra casa. Traía, como acostumbra, huevos de sus gallinas, y patatas, cebollas y lechugas de su huerta. Ella siempre dice: «Vayas donde vayas, lleva algo». Antes de despedirse, dijo: «He traído también una cosa para ti». Abrió el bolso y sacó un papel blanco doblado como un pañuelo de encaje. El papel envolvía una foto. Mi madre explicó que había ido de casa en casa de sus hermanas para poder recuperarla. La foto era de soltera. Anterior a 1960 pero muy posterior, desde luego, a 1660. Mi madre no recuerda quién fue el fotógrafo. Sí recuerda la casa, la dueña de mal carácter, el hijo medio loco y la criada que abría la puerta. Era una chica muy guapa, de cerca de Culleredo. «Un día fui y me abrió otra. A ella la habían despedido, pero yo nunca supe el porqué.» En su mirada había una pregunta: «¿Y tú cómo supiste lo de la pobre Mary?». Luego sentenció: «Tras los pobres anda siempre la guadaña». Por el contrario, mi madre no le daba ninguna importancia a que la mujer del cuadro y la de la foto se pareciesen tanto como dos gotas de leche.
 
 
MANUEL RIVAS, “La lechera de Vermeer”, ¿Qué me quieres, amor?, Alfagura, Madrid, 1995, páginas 69-74.
En portugués en el original. « "Hijo". . . / Y lo que a continuación se lee / es de una tal pureza y un tal brillo / que hasta desde mi oscuridad se ve. »



1. Edita toda referencia de tipo intertextual e interdisciplinar (entre las que, al menos, han de estar estas):

Rijksmuseum
Miguel Torga
Los comedores de patatas
La lechera de Vermeer.
Johannes Vermeer
John Michael Montias

2. Analiza el diálogo entre los textos de Wislawa Szymborska y Manuel Rivas; también la relación existente entre los textos literarios y los distintos cuadros mencionados.

OLVIDO, Billy Collins & VERDE COMO EL HIELO, Pedro Sánchez Negreira


 

VERDE, COMO EL HIELO

A Jesús, por amor.


He venido a verte porque ayer, sin que te dieras cuenta, comenzamos a despedirnos. Puede ser que tú aún no lo sepas y, quizás, pronto no lo recuerdes, pero tenemos tantas cosas que contarnos, que confesarnos, que deberíamos comenzar ya; porque no sabemos cuánto durará esta despedida. Has sido siempre tan poco expresivo que si no sintiera la certeza de tu amor, llevaría una vida preguntándome si realmente me quieres. Porque james te oí un «Te quiero» y —pagándote con esa moneda— nunca te he dicho lo que significas para mí. Tú has hablado siempre con hechos, porque las palabras te pesan, te atan, no las guardas y cuando las buscas, no las encuentras. Hablas con tus ojos, de ese verde hielo —si el hielo fuese verde—. Cuentas lo que sientes con tu carcajada fugaz de tres notas, con tu media sonrisa o con la ausencia de ambas, disfrazada de silencio. Te resulta dicil decir que sí, pero te cuesta mucho más decir que no. Con lo fácil que te podrías mostrar mezquino, eres generoso, con todo, menos con tus palabras.

Ayer supe que dea dejar de escuchar tus silencios y obligarte a salir de ellos. Si te dijera «Te lo debo», maquillaría un argumento generoso, pero lo cierto es que lo necesito. No pretendo forzarte, pero no dejaré que te escondas. Esperaré por ti el tiempo que haga falta; me instalaré aquí, desafiando tu mutismo, hasta que comiences a hablar. Necesito saber lo que nunca me has contado y lo que sí, con mucho más detalle. Desde el principio; desde el primero de tus recuerdos, desde el más escondido de tus sentimientos. Lo grabaré en mi memoria y lo apuntaré en esta libreta. Cada palabra, cada gesto, cada risa y la lágrima de esta charla y —cuando hayamos acabado— la escribiré. Entonces volveré cada a y me sentaré a tu lado para leerte al oído quién has sido y cuánto nos amábamos, papa.


Pedro Sánchez Negreira


 
 
 
OLVIDO

El nombre del autor es lo primero que se va
dócilmente seguido por el título, la trama,
el desenlace desgarrador y, en suma, la novela entera
que, de golpe, se convierte en una que no has leído, de la que ni siquiera has oído hablar,

como si, uno por uno, los recuerdos que albergabas
hubieran decidido retirarse al hemisferio sur del cerebro,
a un pequeño pueblo de pescadores donde no hay teléfono aún.

Hace tiempo que despediste de los nombres de las Nueve Musas
y observaste cómo hacía su maleta la ecuación de segundo grado
e incluso ahora, al querer recordar el orden de los planetas,

más cosas se esfuman, la flor de un estado, tal vez,
las señas de un tío, la capital de Paraguay.

Lo que sea que estés intentando recordar,
no lo tienes en la punta de la lengua;
ni siquiera se te esconde en cualquier oscuro rincón del bazo.

Se ha ido flotando por un tenebroso río mitológico
cuyo nombre comienza por L, si mal no recuerdas,
camino de tu propio olvido, donde te reunirás con aquellos
que incluso se han olvidado de nadar y montar en bicicleta.

No es entonces de extrañar que te levantes a medio noche
para buscar la fecha de una batalla famosa en un libro de Historia.
No es entonces de extrañar que la luna que ves por la ventana parezca haberse escapado
desde un poema de amor que antes te sabías de memoria.

BILLY COLLINS, Poemas, Valparaíso, Granada, 2018, pp. 19-21.
Traducción: Juan José Vélez Otero
Imágenes: William Utermohlen
Más información sobre William Utermohlen en estos enlaces:
A la tareas ya conocidas vinculadas a la lectura del poema de Billy Collins y del relato de Pedro Sánchez Negreira, añadiremos el análisis de la historia personal y artística de William Utermohlen. Para este segundo paso quedan cuatro enlaces a tres escritos periodísticos y un vídeo. También es recomenable para potenciales futuros alumnos de Historia da Arte consultar la web del pintor: William Utermohlen.
La pretensión es que escribáis un ensayo en el que reflexionéis sobre la importancia de la memoria para configurar el pensamiento y la personalidad del ser humano y el daño que produce en el yo la «desprogramación mental» causada por traumas psicológicos o enfermedades mentales, entre ellas, la demencia o el alzheimer.