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sábado, 8 de diciembre de 2018

CADENA, Rubén Abella

CADENA
  
 León se estaba afeitando cuando su mujer le recordó que era un inútil. El dinero no alcanzaba y, además, hacía meses que no cumplía con sus deberes carnales. —Si ya me lo decía mi madre: cuidado, Blanca, que éste de macho no tiene más que el nombre. Tres horas después León montó en cólera porque Paloma, la becaria de la asesoría, le trajo el café frío. Aprovechó la inercia del rapapolvo para reconvenirla también por sus fotocopias ennegrecidas y su falta de garbo. —¡Yo no sé qué os enseñan en la universidad! —exclamó, devolviéndole el vaso de plástico. Poco antes de comer, Paloma recibió una llamada de Blas. Echaba mucho, mucho, mucho de menos a su pichoncito, dijo, y quería saber cómo estaba. —Te he dicho muchas, muchas, muchas veces que no me llames al trabajo. A ver si en vez de echarme tanto de menos, empiezas a respetarme un poco —lo interrumpió Paloma en un susurro malhumorado, y colgó el teléfono. A última hora de la tarde, mientras repartía pizzas en la moto, Blas estuvo a punto de chocar contra un coche mal aparcado. Para resarcirse le rayó la chapa con una moneda y escribió en el parabrisas: «APRENDE A APARCAR, MAMÓN, QUE CASI ME MATO». Rolando se quedó atónito al cerrar la papelería y ver el coche estragado. Se montó maldiciendo en voz alta, calculando los costes del arreglo, esperando que Merche tuviera la cena lista cuando él llegase a casa. Si no, se iba a enterar. 

Rubén Abella, Los ojos de los peces, Menoscuarto, Palencia, 2010, páginas 116-117.
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Davina Semo 

lunes, 26 de noviembre de 2018

15 CARACTERÍSTICAS ESENCIALES DE LAS PELÍCULAS DE CARRETERA


   Las road movies o películas de carretera es un género que se caracteriza por una profusión de temas y subgéneros, pero también tiene una serie de características o motivos recurrentes que la hacen identificable. Por lo general, son películas de viaje, en las que los personajes son seres que van en busca de algo, que por alguna razón han renunciado al sedentarismo y a un cierto orden o rutina. Como parte del quehacer creativo de la humanidad, el cine ha jugado un rol esencial en el tema del viaje, uno de sus argumentos y preocupaciones más recurrentes. El viaje más extremo e inolvidable en el séptimo arte sucede en Viaje a la luna (1902) de George Méliès o aquel registro del arribo de un tren postal a una estación en L’arrivée d’un train à la Ciotat (1895) de los hermanos Lumière. De acuerdo a Walter Salles (On The Road, 2012; Diarios de motocicleta, 2004) en su artículo Apuntes para una teoría sobre la Road movie, los primeros directores de documentales, como Robert Flaherty (Nanook, el esquimal, 1922), fueron los padres fundadores de esta forma narrativa. Una película como Nanook o La canción de Ceilán (1934) de Basil Wright, sobre la vida en lo que actualmente es Sri Lanka, describía una geografía humana y física que no había sido captada antes en imágenes móviles. En literatura, historias fundamentales como La Odisea de Homero o Don Quijote de Miguel de Cervantes, conllevan una narrativa de viaje, de desplazamiento geográficos que por alguna razón terminan transformando a sus protagonistas.

   Compartimos aquí 15 características de las road movies, extraídas de distintos libros, artículos y ensayos de especialistas como el propio Selles, David Laderman, Jason Wood, entre otros.

  1. El argumento de la road movie se sostiene narrativamente en algún tipo de expedición, en algún tipo de viaje: los personajes y los cineastas se desplazan constantemente.
  2. Los protagonistas se desplazan en una carretera, en un camino, pero el movimiento no es meramente geográfico. Es un periplo hacia uno mismo, una posibilidad también de descubrir al otro. Una experiencia iniciática: Strangers Than Paradise (Jim Jarmusch, 1984), Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), Paris, Texas (Wim Wenders, 1984), Güeros (Alonso Ruizpalacios)
  3. Los protagonistas de las road movies están unidos ya sea por relaciones fraternales, filiales o románticas. (David Laderman, Driving Visions)
  4. En su mayoría, parte de las motivaciones que empujan el viaje, son relaciones que comienzan con enemistad, indiferencia o tensión, pero que a lo largo de la historia evolucionan en afectos y apegos.
  5. Por lo general es una película coral, en la que los protagonistas tienen personalidades opuestas.
  6. El género es muy versátil, por lo que combina con naturalidad el drama y la comedia.
  7. Los automóviles y motocicletas frecuentemente evolucionan en la narrativa en una especie de prótesis o de amigo del conductor. (Laderman)
  8. Más que el medio de transporte (tren, auto, carretas, caballos), el elemento imprescindible para todo viaje es el camino que se emprende.
  9. La road movie comienza con la expresión de búsqueda del ser de un individuo o de un grupo de individuos excluidos de por la sociedad, social económica, racial o sexualmente —los criminales también están presentes. El final pocas veces conduce a la paz o a la alegría. Suelen conducir a más sufrimiento o incluso a la muerte. (100 Road Movies, Jason Wood).
  10. La road movie expresa la furia y el sufrimiento en los extremos de la vida civilizada. Siempre está la necesidad de dejar algo atrás, de dejar una pesada carga en el camino y de superar lo que atormenta a sus protagonistas.
  11. Necesitan seguir la transformación interna de sus personajes, los filmes no se refieren a lo que se puede ver o verbalizar sino a lo que se puede sentir sobre lo invisible que complementa lo invisible.
  12. La crisis de identidad del protagonista refleja la crisis de identidad de la cultura propiamente dicha. Contienen el espíritu de un tiempo.
  13. Un aspecto clave de esta forma narrativa es su carácter impredecible. Sencillamente, uno no puede (y no debe) anticipar lo que encontrará en el camino, aunque haya explorado una docena de veces el territorio que va a atravesar. (Walter Selles)
  14. La road movie no es ámbito de grandes grúas o cámaras fijas. Al contrario, la cámara debe mantenerse al unísono con los personajes que están en continuo movimiento —un movimiento que no debe ser controlado. La road movie tiende, por lo tanto, a ser impulsada por una idea de inmediatez que no difiere mucho de la película documental. (Selles)
  15. Las road movies contrastan fuertemente con los filmes convencionales actuales, donde se crean acciones nuevas cada tres minutos para mantener la atención del espectador. En las road movies, un momento de silencio es generalmente más importante que cualquier acción dramática. (Selles) 
[No se menciona el nombre del autor del texto] 

PENÉLOPE Y EL TEJIDO DEL TIEMPO, Ruth Piquer Sanclemente

   Sobre el mito Homero construyó el personaje de Penélope dentro del género épico, con una clara función modélica: fundamentalmente fidelidad, dedicación, belleza, preocupación por los intereses del esposo. La intención era contraponer la figura de una heroína femenina al héroe masculino, Ulises.  La Odisea traduce un concepto de mujer propio de la estructura patriarcal de la sociedad preclásica en el contexto egeo, un concepto tomado del folclore antiguo. 
   La época griega primitiva fue una etapa llena de poderosas figuras femeninas: Clitemnestra, Hécuba, Andrómaca, etc. Muchas de ellas, como Pentesilea, Helena, Casandra, Antígona, Electra, Medea y Fedra, representaron la ambición de poder mediante trágicos papeles. Sin embargo Penélope representaba la mujer romántica que espera fielmente el regreso de su esposo. Poco a poco ese modelo se ha ido leyendo como independencia, inteligencia, cuestionamiento del yo y del destino, a través de la construcción femenina de la propia historia, materializada en el acto de tejer. Penélope es también una metáfora de la soledad en una Ítaca situada entre dos mares, solitaria en el mundo aqueo.

RUTH PIQUER SANCLEMENTE, Penélope y el tejido del tiempo.
&
Thomas Seddon 

CRISEIDA, Alessandro Baricco

CRISEIDA

Todo empezó en un día de violencia.
Hacía nueve años que los aqueos asediaban Troya; a menudo necesitaban víveres, o animales, o mujeres, y entonces abandonaban el asedio e iban a procurarse lo que querían saqueando las ciudades vecinas. Ese día le tocó a Tebas, mi ciudad. Nos lo robaron todo y se lo llevaron a sus naves.
Entre las mujeres a las que raptaron estaba yo también. Era hermosa: cuando, en su campamento, los príncipes aqueos se repartieron el botín, Agamenón me vio y quiso que fuera para él. Era el rey de reyes, y el jefe de todos los aqueos: me llevó a su tienda, y a su lecho. Tenía una mujer, en su patria. Se llamaba Clitemnestra. Él la amaba. Ese día me vio y quiso que fuera para él.
Pero algunos días después, llegó al campamento mi padre. Se llamaba Crises, era sacerdote de Apolo. Era un anciano. Llevó espléndidos regalos y les pidió a los aqueos que, a cambio, me liberasen. Ya lo he dicho: era un anciano y era sacerdote de Apolo: todos los príncipes aqueos, después de haberlo visto y escuchado, se pronunciaron a favor de aceptar el rescate y de honrar a la noble figura que había venido a suplicarles. Sólo uno, entre todos, no se dejó encantar: Agamenón. Se levantó y brutalmente se lanzó contra mi padre diciéndole: «Desaparece, viejo, y no vuelvas por aquí nunca más. Yo no liberaré a tu hija: envejecerá en Argos, en mi casa, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Ahora márchate si es que quieres salvar el pellejo».
Mi padre, aterrado, obedeció. Se marchó de allí en silencio y desapareció donde estaba la ribera del mar, se diría que en el ruido del mar. Entonces, de repente, sucedió que muerte y dolor se abatieron sobre los aqueos. Durante nueve días, muchas flechas mataron a hombres y animales, y las piras de los muertos brillaron sin tregua. Al décimo día, Aquiles convocó al ejército a una asamblea. Delante de todos dijo: «Si esto sigue así, para huir de la muerte nos veremos obligados a coger nuestras naves y regresar a casa. Preguntemos a un profeta, o a un adivino, o a un sacerdote, que sepa explicarnos qué está ocurriendo y pueda liberarnos de este azote».
Entonces se levantó Calcante, que era el más famoso de los adivinos, que conocía las cosas que fueron, las que son y las que serán. Era un hombre sabio. Dijo: «Tú quieres saber el porqué de todo esto, Aquiles, y yo te lo diré. Pero jura que me defenderás, pues lo que diré podría ofender a un hombre con poder sobre todos los aqueos y al que todos los aqueos obedecen. Yo arriesgo mi vida: tú jura que la defenderás».
Aquiles le respondió que no tenía nada que temer, sino que debía decir lo que sabía. Dijo: «Mientras yo viva nadie entre los aqueos osará levantar la mano contra ti. Nadie. Ni siquiera Agamenón».
Entonces el adivino se dio ánimos y dijo: «Cuando ofendimos a aquel viejo, el dolor cayó sobre nosotros. Agamenón rechazó el rescate y no liberó a la hija de Crises: y el dolor cayó sobre nosotros. Sólo hay un modo de apartarlo: devolver a esa chiquilla de vivaces ojos antes de que sea demasiado tarde». Así habló, y luego fue a sentarse.
Entonces Agamenón se levantó, con su ánimo lleno de negro furor y los ojos encendidos por relámpagos de fuego. Miró con odio a Calcante y dijo: «Oh, adivino de desventuras, jamás has tenido una buena Profecía para mí: tan sólo te gusta revelar las desgracias, nunca el bien. Y ahora quieres privarme de Criseida, la que para mí es más grata que mi propia esposa, Clitemnestra, y que con ella podría rivalizar en belleza, inteligencia y nobleza de espíritu. ¿Tengo que devolvería? Lo haré, porque quiero que el ejército se salve. Lo haré, si así tiene que ser. Pero preparadme de inmediato otro presente que pueda sustituirla, porque no es justo que sólo yo, de entre los aqueos, me quede sin botín. Quiero otro presente, para mí».
Entonces Aquiles dijo: «¿Cómo podemos encontrar otro presente para ti, Agamenón? Ya está repartido todo el botín, no es lícito volver atrás y empezar otra vez desde el principio. Devuelve a la chiquilla y te pagaremos el triple o el cuádruple en cuanto tomemos Ilio».
Agamenón movió la cabeza. «No me engañas, Aquiles. Tú quieres quedarte con tu botín y dejarme a mí sin nada. No, yo devolveré a esa chiquilla, pero luego vendré a coger lo que me plazca, y a lo mejor se lo cogeré a Ayante, o a Ulises, o a lo mejor te lo cogeré a ti».
Aquiles lo miró con odio: «Hombre desvergonzado y codicioso —dijo—. ¿Y tú pretendes que los aqueos te sigan en la batalla? Yo no vine hasta aquí para luchar contra los troyanos, porque ellos a mí no me hicieron nada. Ni me robaron bueyes o caballos, ni destruyeron mis cosechas: montañas llenas de sombra separan mi tierra de la suya, y un mar fragoroso. Es por seguirte a ti por lo que estoy aquí, hombre sin vergüenza, para defender el honor de Menelao y el tuyo. Y tú, bastardo, cara de perro, ¿te olvidas de ello y me amenazas con quitarme el botín por el que tanto sufrí? No, será mejor que me vuelva a casa antes que permanecer aquí dejando que me deshonren y luchando para proporcionarte a ti tesoros y riquezas».
Entonces Agamenón respondió: «Márchate, si es lo que deseas, no seré yo quien te suplique que te quedes. Otros ganarán honra a mi lado. Tú no me gustas, Aquiles: te atraen las riñas, la disputa y la guerra. Eres fuerte, es cierto, pero eso no es mérito tuyo. Vuelve si quieres a tu casa a reinar, no me importas nada de nada, y no tengo miedo de tu cólera. Es más, escucha lo que te digo: enviaré a Criseida con su padre, en mi nave, con mis hombres. Pero luego yo mismo en persona iré a tu tienda y me llevaré a la bella Briseida, tu botín, para que sepas quién es el más fuerte y para que todos aprendan a temerme».
Así habló. Y fue como si hubiera golpeado a Aquiles en medio del corazón. Tanto fue así que el hijo de Peleo a punto estuvo de desenvainar la espada y sin duda habría matado a Agamenón si no hubiera dominado en el último instante su furor y dejado su mano sobre la empuñadura plateada. Miró a Agamenón y con rabia le dijo:
«¡Cara de perro, corazón de ciervo, bellaco! Te juro por este cetro que llegará el día en que los aqueos, todos, me añorarán. Cuando caigan bajo los golpes de Héctor, entonces me añorarán. Y tú sufrirás por ellos, pero nada podrás hacer. Sólo podrás acordarte de cuando ofendiste al más fuerte de los aqueos, y enloquecer por culpa del remordimiento y de la rabia. Llegará ese día, Agamenón. Te lo juro».
Así habló, y tiró al suelo el cetro tachonado de oro. Cuando la asamblea se disolvió, Agamenón botó una de sus naves, le asignó veinte hombres y puso al mando a Ulises, el astuto. Luego vino a donde yo estaba, me cogió por la mano y me acompañó a la nave. «Hermosa Criseida», dijo. Y dejó que yo volviera con mi padre y a mi tierra. Permaneció allí, en la orilla, mirando zarpar la nave.
Cuando la vio desaparecer en el horizonte, llamó a dos de sus escuderos de entre los más fieles a él y les ordenó que fueran a la tienda de Aquiles, que asieran por la mano a Briseida y que se la llevaran de allí. Les dijo: «Si Aquiles se niega a entregárosla, decidle entonces que iré yo mismo a cogérmela, y que para él será mucho peor». Los dos escuderos se llamaban Taltibio y Euríbates. Ambos se encaminaron muy disgustados, bordeando la orilla del mar y al final alcanzaron el campamento de los mirmídones. Encontraron a Aquiles sentado junto a su tienda y a la negra nave. Se detuvieron delante de él y no dijeron nada, porque sentían respeto y miedo de aquel rey. Entonces fue él quien habló.
«Acercaos —dijo—. No sois vosotros los culpables de todo esto, sino Agamenón. Acercaos, no tengáis miedo de mí». Luego llamó a Patroclo y le pidió que cogiera a Briseida y se la entregara a aquellos dos escuderos, para que se la llevaran. «Vosotros sois mis testigos —dijo mirándolos—. Agamenón está loco. No piensa en lo que sucederá, no piensa en el momento en que se me necesitará para defender a los aqueos y sus naves, no le importa nada ni del pasado ni del futuro. Vosotros sois mis testigos: ese hombre está loco». Los dos escuderos se pusieron en camino, remontando el sendero entre las naves veloces de los aqueos, varadas en la playa. Detrás de ellos caminaba Briseida. Hermosa, caminaba triste, y de mala gana.
Aquiles los vio partir. Y entonces fue a sentarse, solo, en la ribera del mar blanco de espuma, y rompió a llorar, con esa infinita llanura frente a él. Era el señor de la guerra y el terror de todos los troyanos. Pero rompió a llorar y como un niño se puso a invocar el nombre de su madre. Desde lejos, entonces, vino ella, y se le apareció. Se sentó junto a él y se puso a acariciarlo. En voz baja, lo llamó por su nombre, «Hijo mío, ¿por qué te trajo a este mundo esta madre infeliz? Tu vida será breve, por lo menos pudieras pasarla sin lágrimas, y sin dolor…». Aquiles le preguntó: «¿Tú puedes salvarme, madre?, ¿puedes hacerlo?». Pero la madre tan sólo le dijo: «Escúchame: permanece aquí, cerca de las naves, y no vayas al campo de batalla. Guarda tu cólera hacia los aqueos y no cedas a tus deseos de guerra. Te lo digo: un día te ofrecerán espléndidos dones y te los darán por tres veces debido a la ofensa que has sufrido». Luego desapareció y Aquiles permaneció allí, solo: su ánimo estaba lleno de cólera por la injusticia sufrida. Y su corazón se atormentaba a causa de la nostalgia que sentía por el grito del combate y el estrépito de la guerra.
Yo volví a ver mi ciudad cuando la nave, gobernada por Ulises, entró en el puerto. Amainaron las velas, luego a remo se acercaron hasta el fondeadero. Echaron las anclas y ataron las amarras de popa. Primero descargaron los animales para el sacrificio a Apolo. Luego Ulises me cogió de la mano y me condujo a tierra. Me llevó hasta el altar de Apolo, donde me esperaba mi padre. Me dejó ir y mi padre me cogió entre sus brazos, conmovido por la alegría.
Ulises y los suyos pasaron aquella noche cerca de su nave. Al alba, desplegaron las velas al viento y partieron de nuevo. Vi la nave corriendo ligera, con las olas rebullendo de espuma a ambos lados de la quilla. La vi desaparecer en el horizonte. ¿Podéis imaginaros cómo fue mi vida a partir de entonces? De vez en cuando sueño con polvo, armas, riquezas, y jóvenes héroes. Siempre es en el mismo sitio, en la orilla del mar. Huele a sangre y a hombres. Yo vivo allí, y el rey de reyes echa por la borda su vida y la de su gente, por mí: por mi belleza y mi gracia. Cuando me despierto está mi padre, a mi lado. Me acaricia y me dice: todo ha terminado ya, hija mía. Duerme. Todo ha terminado ya.

ALESSANDRO BARICCO, Homero, Ilíada, Anagrama, Barcelona, 2005, pp. 15-21.
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ODISEO EN LESBOS: EL ÉXODO EN LA LITERATURA UNIVERSAL, Winston Manrique Sabogal


   Un éxodo lento de africanos surca el mediterráneo desde hace varios años... Ahora, una multitud errante viene de Oriente. En algún lugar de esa ruta y en medio de esa multitud, una madre agotada lleva en la espalda a su niña que sonríe y saluda con su manita, ajena al dolor de la huida. Al final del camino habrán recorrido unos tres mil kilómetros desde Siria debido a la guerra civil. Y solo es la primera estación.
   No se sabe cómo plasmará la literatura esta huella sombría. Por lo pronto, varios escritores y pensadores desandan el rastro que han dejado en los libros, a lo largo de la historia, migraciones, diásporas, éxodos y exilios.
   “Para recordar que no hay nada nuevo y que todo es siempre nuevo, para recordar que somos, sobre todo, migrantes, fugitivos, refugiados, para repudiar a quienes usan esa tradición para atacar a quienes ahora deben serlo, yo recomendaría leer —o releer— el Éxodo: el relato de cómo unos hombres y mujeres decidieron escapar de la esclavitud”, dice el periodista y escritor Martín Caparrós.
   En las raíces de la literatura occidental Homero habla de ello en Odisea. El filósofo Javier Gomá recuerda aquel viaje de regreso de un veterano de guerra como “una metáfora del viaje de la vida humana, pero en particular de quienes viajan por regiones extranjeras. La epopeya contiene el arquetipo de dos actitudes hacia el extranjero: la hospitalidad cosmopolita de los feacios y la hostilidad del cíclope Polifemo. Contiene asimismo el arquetipo de ese sentimiento llamado ‘nostalgia’. La responsabilidad de ese dolor recae en los hombres, que hacemos mal las cosas. También de nosotros depende la solución”.

jueves, 8 de noviembre de 2018

LOLITA: EL FALSO PRÓLOGO


PRÓLOGO

   
   Lolita o las Confesiones de un viudo de raza blanca: tales eran los dos títulos con los cuales el autor de esta nota recibió las extrañas páginas que prologa. «Humbert Humbert», su autor, había muerto de trombosis coronaria, en la prisión, el 16 de noviembre de 1952, pocos días antes de que se fijara el comienzo de su proceso. Su abogado, mi buen amigo y pariente Clarence Choate Clark, Esquire, que pertenece ahora al foro del distrito de Columbia, me pidió que publicara el manuscrito apoyando su demanda en una cláusula del testamento de su cliente que daba a mi eminente primo facultades para obrar según su propio criterio en cuanto se relacionara con la publicación de Lolita. Es posible que la decisión de Clark se debiera al hecho de que el editor elegido acabara de obtener el Premio Polingo por una modesta obra (¿Tienen sentido los sentidos?) donde se discuten ciertas perversiones y estados morbosos.
   Mi tarea resultó más simple de lo que ambos habíamos supuesto. Salvo la corrección de algunos solecismos y la cuidadosa supresión de unos pocos y tenaces detalles que, a pesar de los esfuerzos de «H. H.», aún subsistían en su texto como señales y lápidas (indicadoras de lugares o personas que el gusto habría debido evitar y la compasión suprimir), estas notables Memorias se presentan intactas. El curioso apellido de su autor es invención suya y, desde luego, esa máscara —a través de la cual parecen brillar dos ojos hipnóticos— no se ha levantado, de acuerdo con los deseos de su portador. Mientras que «Haze» sólo rima con el verdadero apellido de la heroína, su nombre está demasiado implicado en la trama íntima del libro para que nos hayamos permitido alterarlo; por lo demás, como advertirá el propio lector, no había necesidad de hacerlo. El curioso puede encontrar referencias al crimen de «H. H.» en los periódicos de septiembre de 1952; la causa y el propósito del crimen se habrían mantenido en un misterio absoluto de no haber permitido el autor que estas Memorias fueran a dar bajo la luz de mi lámpara de trabajo.
   En provecho de lectores anticuados que desean rastrear los destinos de las personas más allá de la historia real, pueden suministrarse unos pocos detalles recibidos del señor Windmuller, de Ramsdale, que desea ocultar su identidad para que «las largas sombras de esta historia dolorosa y sórdida no lleguen hasta la comunidad a la cual está orgulloso de pertenecer. Su hija, Louise, está ahora en las aulas de un colegio; Mona Dahl estudia en París. Rita se ha casado recientemente con el dueño de un hotel de Florida. La señora de Richard F. Schiller murió al dar a luz a un niño que nació muerto, en la Navidad de 1952, en Gray Star, un establecimiento del lejano noroeste. Vivian Darkbloom es autora de una biografía, Mi réplica, que se publicará próximamente. Los críticos que han examinado el manuscrito lo declaran su mejor libro. Los cuidadores de los diversos cementerios mencionados informan que no se ven fantasmas por ningún lado.
   Considerada sencillamente como novela, Lolita presenta situaciones y emociones que el lector encontraría exasperantes por su vaguedad si su expresión se hubiese diluido mediante insípidas evasivas. Por cierto que no se hallará en todo el libro un solo término obsceno; en verdad, el robusto filisteo a quien las convenciones modernas persuaden de que acepte sin escrúpulos una profusa ornamentación de palabras de cuatro letras en cualquier novela trivial, sentirá no poco asombro al comprobar que aquí están ausentes. Pero si, para alivio de esos paradójicos mojigatos, algún editor intentara disimular o suprimir escenas que cierto tipo de mentalidad llamaría «afrodisíacas» (véase en este sentido la documental resolución sentenciada el 6 de diciembre de 1933 por el Honorable John M. Woolsey con respecto a otro libro, considerablemente más explícito), habría que desistir por completo de la publicación de Lolita, puesto que esas escenas mismas —que torpemente podríamos acusar de poseer una existencia sensual y gratuita— son las más estrictamente funcionales en el desarrollo de una trágica narración que apunta sin desviarse nada menos que a una apoteosis moral. El cínico alegará que la pornografía comercial tiene la misma pretensión; el médico objetará que la apasionada confesión de «H. H.» es una tempestad en un tubo de ensayo; que por lo menos el doce por ciento de los varones adultos norteamericanos —estimación harto moderada según la doctora Blanche Schwarzmann (comunicación verbal)— pasan anualmente de un modo u otro por la peculiar experiencia descrita con tal desesperación por «H. H.»; que si nuestro ofuscado autobiógrafo hubiera consultado, en ese verano fatal de 1947, a un psicópata competente, no habría ocurrido el desastre. Pero tampoco habría aparecido este libro.
   Se excusará a este comentador que repita lo que ha enfatizado en sus libros y conferencias: lo ofensivo no suele ser más que un sinónimo de lo insólito. Una obra de arte es, desde luego, siempre original; su naturaleza misma, por lo tanto, hace que se presente como una sorpresa más o menos alarmante. No tengo la intención de glorificar a «H. H.». Sin duda, es un hombre abominable, abyecto, un ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso revele una suprema desdicha, pero que no puede ejercer atracción. Su capricho llega a la extravagancia. Muchas de sus opiniones formuladas aquí y allá sobre las gentes y el paisaje de este país son ridículas. Cierta desesperada honradez que vibra en su confesión no lo absuelve de pecados de diabólica astucia. Es un anormal. No es un caballero. Pero, ¡con qué magia su violín armonioso conjura en nosotros una ternura, una compasión hacia Lolita que nos entrega a la fascinación del libro, al propio tiempo que abominamos de su autor!
   Como exposición de un caso, Lolita habrá de ser, sin duda, una obra clásica en los círculos psiquiátricos. Como obra de arte, trasciende su aspecto expiatorio. Y más importante aún, para nosotros, que su trascendencia científica y su dignidad literaria es el impacto ético que el libro tendrá sobre el lector serio. Pues en este punzante estudio personal se encierra una lección general. La niña descarriada, la madre egoísta, el anheloso maniático no son tan sólo vívidos caracteres de una historia única; nos previenen contra peligrosas tendencias, evidencian males poderosos. Lolita hará que todos nosotros —padres, sociólogos, educadores— nos consagremos con celo y visión mucho mayores ” “a la tarea de lograr una generación mejor en un mundo más seguro.

 JOHN RAY JR., Doctor en Filosofía, Widworth, Mass.

lunes, 4 de junio de 2018

EL ABUELO QUE SALTÓ POR LA VENTANA Y SE LARGÓ, Jonas Jonasson



JONAS JONASSON, El abuelo que saltó por la ventana, Salamandra, Barcelona, 2012,  414 páginas.

Estructura

La novela relata en paralelo dos historias con el mismo protagonista intercalando capítulos llevando la acción al pasado y devolviéndola al presente. La novela comienza el día 2 de mayo de 2005 cuando Allan se escapa de su residencia de ancianos y relata lo sucedido ese día durante los tres primeros capítulos. En el 4º retrocede cien años atrás hasta 1905 para contar la vida del anciano que comienza en una cabaña en Yxhult, Suecia. Hace un recorrido por su infancia y agitada adolescencia, sufriendo la muerte de sus padres, una sufragista y defensora de varias causas y un perturbado que viajó a Rusia abandonando a su familia para apoyar diversas causas políticas, (1905-1929), más adelante en el capítulo 7 (1929-1939) narra cómo reconstruye su vida encontrando trabajo en una fábrica de explosivos en otra ciudad, Halleforsnas, donde conoce al que será su nuevo amigo y compañero de viaje. Esteban, un español con el que abandona Suecia para irse a una España donde estallará la Guerra Civil. Tras trabajar volando puentes para el bando republicano a pesar de detestar la política acaba conociendo a Franco y haciendo muy buenas migas con él. Con su ayuda abandona el país en barco y viaja a Estados Unidos. En el capítulo 9 (1939-1945) Allan llega a Nueva York y de allí acaba yendo a México donde trabajará como camarero en Los Alamos, donde ayuda a dar con la fórmula para la creación de una bomba nuclear. Allí se hace muy buen amigo del futuro presidente Truman. De 1945 a 1947, capítulo 11, viaja a China con el propósito de ayudar a Song Meiling, esposa del líder del Kuomintang chino, en la lucha contra el comunismo. Tras una larga travesía en barco acaba escapándose y atravesando el Himalaya a pie con un grupo de iraníes. Junto a ellos es detenido y él es el único que no es ajusticiado. En el capítulo 13 (1947-1948) Allan comparte celda con un sacerdote anglicano y tarado hasta que logran escapar engañando al jefe de la policía secreta y más tarde consigue regresar a Suecia con la ayuda del presidente de Estados Unidos. Una vez de vuelta en su país, capítulo 16 (1948-1953), viaja a Rusia con un científico soviético, Yuli Borísovich, al servicio de Stalin, con el fin de que Allan les ayude con la bomba atómica. Más tarde él y el hermanastro de Albert Einstein, Herbert, son enviados a un campo de trabajo, un gulag ,cerca de Siberia. Cinco años más tarde, capítulo 18, logran escapar y llegar a Corea del Norte. De ahí y con la ayuda del dirigente Coreano, capítulo 20, (1953-1968), se mudan a Bali donde residen varios años. En el año 1968 (capitulo 23) se trasladan a Paris junto con la reciente mujer de Einstein y nueva embajadora indonesia en la ciudad Francesa. Él capítulo 26 (1968-1982) narra cómo Allan regresa a Rusia para trabajar como espía norteamericano y por último en el 28 (1982-2005) regresa a Suecia hasta que termina ingresando en la residencia de la cual se escapará meses después. Intercalados con los anteriores capítulos que hacen un recorrido por la agitada vida del protagonista se encuentran los que narran lo sucedido desde la huida la residencia hasta que el peculiar grupo de amigos acaba en Bali. 

Berta Manteiga

jueves, 26 de abril de 2018

ESTUDIO SOBRE LA VERDAD SOBRE EL CASO SAVOLTA



 EDUARDO MENDOZA, La verdad sobre el caso Savolta.



JUEZ DAVIDSON. - ¿Cuándo conoció usted a Lepprince?
MIRANDA. - He olvidado la fecha exacta de nuestro encuentro. Sé que fue a principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas jornadas de agosto.
J. D. - Explique brevemente el encuentro.
M. - Lepprince fue al despacho de Cortabanyes y éste, tras hablar con él, me ordenó que me pusiese a su servicio. Lepprince me condujo a su auto, fuimos a cenar y luego a un cabaret.
J. D. - ¿A dónde dice que fueron?
M. A un cabaret. Un local nocturno en el que...
J. D. Sé perfectamente lo que es un cabaret. Mi expresión fue de asombro, no de ignorancia. Prosiga.

A partir de este fragmento....

Consistía en una sala no muy grande donde se alineaban una docena de mesas en torno a un espacio vacío, rectangular, en uno de cuyos extremos había un piano y dos sillas. En las sillas reposaban un saxófono y un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado. Interpretaba la mujer una polca a ritmo de nocturno que interrumpió al entrar nosotros.
Estaba segura de que no me fallarían —dijo enigmáticamente, y se levantó y vino hacia nosotros sonriendo, avanzando la pierna como si probase la temperatura del agua desde la orilla, con lo cual la pierna adelantada emergía de la abertura del vestido enfundada en una malla de reflejos vítreos. Lepprince la besó en ambas mejillas y yo le tendí la mano, que la mujer retuvo mientras decía—: Os daré la mejor mesa, ¿cerca de la orquesta?
Lejos, a ser posible, madame.
La conversación era un poco absurda, pues sólo una de las mesas estaba ocupada por un marino barbudo y fornido que habla enterrado la cara en una jarra de ginebra y apenas si cesaba de bucear para respirar el aire polvoriento del local. Luego llegó un vejete muy fino, con la cara embadurnada de cremas y el pelo teñido de rubio cobrizo. Pidió una copita de licor que paladeó mientras se desarrollaba el espectáculo, y un tipo huraño, con gruesas gafas e inconfundibles rasgos de oficinista, que preguntó el precio de todo antes de beber, hizo proposiciones tacañas a todas las mujeres, sin éxito. Por entre la clientela vagaban cuatro mujeres semidesnudas, entradas en carnes, depiladas fragmentariamente, que circulaban de mesa en mesa entorpeciéndose las unas a, las otras, adoptando posturas estáticas por breves segundos, como fulminadas por un rayo paralizador. La que más asiduamente visitó nuestra mesa se llamaba Remedios, “la Loba de Murcia”. Pedimos a Remedios una jarra de ginebra, como habíamos visto hacer al marino, y aguardamos.


Los alemanes bombardearon el barco en que viajaba. Y eso que sólo era un barco de pasajeros, fíjese usted. Hasta ese momento yo había simpatizado con los alemanes, ¿sabe, hijo?, porque me parecían un pueblo noble y guerrero, pero a partir de entonces, les deseo que pierdan la guerra de todo corazón.
Es natural —dijo Lepprince, hizo una reverencia y se retiró. Un criado le ofreció una bandeja de la que tomó una copa de champán. Bebió para poder caminar sin verter el líquido y en aquel acto sorprendió las miradas de la señora de Savolta y de su amiga, la señora de Claudedeu, fijas en él. Sonrió a las damas y se inclinó de nuevo. Entonces advirtió junto a ellas la presencia de una joven que dedujo sería María Rosa Savolta. Era poco más que una niña de larga cabellera rubia. Vestía un traje de soirée de faya gris recubierta de una túnica de gasa blanca, fruncida, con corpiño y adornos de piel de seda negra, con las puntas rematadas de guirnaldas. Lepprince se fijó en los ojos grandes y luminosos de la joven Savolta que destacaban en la palidez de su cutis. Le dirigió una sonrisa más amplia que las anteriores y la joven desvió la mirada. Un hombre bajo y grueso, de calva brillante, se le aproximó. […]
Estrechó la mano del desconocido y siguió recorriendo la sala por entre grupos de señoras enjoyadas, sedosas, aromáticas, que mareaban un poco a los caballeros. En la biblioteca contigua al salón se respiraba un humo agrio de cigarros puros y se mezclaban carcajadas ruidosas y risitas con el susurro del último chisme o la última anécdota de un personaje conocido. […]


Llevábamos mucho rato en el cabaret cuando empezó el espectáculo. Primero llegó un hombre que fue recibido por los eructos del marino y que resultó ser el instrumentista, es decir, el que se hacía cargo del saxófono y el violoncelo. Tomó este último instrumento y le arrancó unas notas lúgubres acompañado por el piano. Luego la mujer del piano se levantó y pronunció unas palabras de bienvenida. El marino había sacado de su bolsa de hule un bocadillo apestoso y lo mordisqueaba vertiendo de la boca migas y rumias sobre la mesa. El oficinista lóbrego, de las gruesas gafas, se quitó los zapatos. El vejete nos dirigía guiños. La mujer anunció al chino Li Wong, del cual dijo:
Les llevará de su mano al reino de la fantasía.
Yo me agitaba molesto por el pistolón que sentía clavado en el muslo.
Espero que su magia no le permita descubrir que vamos armados —murmuré.
Causaría una pésima impresión —corroboró el francés.
El chino barajaba unos gallardetes de los que apareció una paloma. Ésta sobrevoló la pista y se posó en la mesa del marino a picotear las migas. El marino la desnucó con una macana y se puso a desplumarla.
Oh, hol-lol —dijo el chino—, la clueldad del homble.
El oficinista vicioso se aproximó al marino con los zapatos en la mano y le insultó.
Haga usted el favor de devolver este animalillo a su dueño, desvergonzado.
El marino asió la paloma por la cabeza y la blandió ante los ojos del oficinista.
Suerte tiene usted de ser cegato, que si no, le daba...
El oficinista se quitó las gafas y el marino le dio con la paloma en ambos carrillos. Rodaron los zapatos y el oficinista se agarró al borde de la mesa para no caer. […]



...¿Fue la incorporación del fatuo y engomado Lepprince o fueron las aciagas circunstancias las que hicieron posible la realización del antiguo dicho de que «a río revuelto ganancia de pescadores» (y yo añadirla: «de poco escrupulosos pescadores»)? No es mi propósito despejar esta incógnita. La verdad es una: que poco después de la «adquisición» del flamante francesito, la empresa duplicó, triplicó y volvió a doblar sus beneficios. Se dirá: qué bien, cuánto debieron beneficiarse los humildes y abnegados trabajadores, máxime cuanto que para que tal ganancia se hiciera posible tuvieron que incrementar en forma extraordinaria la producción, multiplicando la jornada laboral hasta dos y tres horas diarias, renunciando a las medidas más elementales de seguridad y reposo en pro de la rapidez en la manufactura de los productos. Qué bien, pensarán los lectores que no saben, como se dice, de la misa la mitad; y que me perdonen las autoridades eclesiásticas por comparar la misa con ese infierno que es el mundo del trabajo…



No es la nuestra una tarea fácil —dijo el comisario Vázquez.
Lepprince le ofreció una caja de puros abierta de la que el comisario tomó uno.
Vaya, buen veguero —comentó; sudaba—. Parece que hace calor aquí, ¿verdad?
Quítese la chaqueta, está usted en su casa.
El comisario se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de su asiento. Encendió el puro con sonoro chupeteo y exhaló una bocanada de humo seguida de un chasquido aprobatorio.
Lo que dije: un buen veguero. Sí, señor.
Lepprince le indicó un cenicero donde arrojar el papel de celofán que antaño envolvía el puro y que, concienzudamente atornillado, había servido para prenderlo.
Si le parece a usted bien —dijo Lepprince—, podríamos pasar a tocar el tema que nos ocupa.
Oh, por supuesto, monsieur Lepprince, por supuesto.
Recuerdo que, al principio, me cayó mal el comisario Vázquez, con su mirada displicente y su media sonrisa irónica y aquella lentitud profesional que ponía en sus palabras y sus movimientos, tendente sin duda a exasperar e inquietar y a provocar una súbita e irrefrenable confesión de culpabilidad en el oyente. Su premeditada prosopopeya me sugería una serpiente hipnotizando a un pequeño roedor. La primera vez que le vi lo juzgué de una pedantería infantil, casi patética. Luego me atacaba los nervios. Al final comprendí que bajo aquella pose oficial había un método tenaz y una decisión vocacional de averiguar la verdad a costa de todo. Era infatigable, paciente y perspicaz en grado sumo. Sé que abandonó el cuerpo de Policía en 1920, es decir, según mis cálculos, cuando sus investigaciones debían estar llegando al final. Algo misterioso hay en ello. Pero nunca se sabrá, porque hace pocos meses fue muerto por alguien relacionado con el caso. No me sorprende: muchos cayeron en aquellos años belicosos y Vázquez tenía que ser uno más, aunque tal vez no el último.

lunes, 16 de abril de 2018

[AL VOLANTE DEL CHEVROLET...], Fernando Pessoa


Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,
al luar y al sueño por la carretera desierta,
conduzco a solas, conduzco casi despacio, y un poco
me parece, o me esfuerzo porque un poco me parezca,
que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,
que sigo sin que haya Lisboa atrás dejada o Sintra a la que llegar,
que sigo, ¿y que más puede haber en seguir sino no parar, proseguir? 


Voy a pasar la noche en Sintra por no poder pasarla en Lisboa,
mas cuando llegue a Sintra me apenará no haberme quedado en Lisboa.
Siempre esta inquietud sin propósito, sin nexo, sin consecuencia,
siempre, siempre, siempre
esta desmedida angustia del espíritu por nada
en la carretera de Sintra o en la carretera del sueño o en la carretera de la vida… 


Maleable a mis movimientos subconscientes del volante 
galopa por debajo de mí conmigo el automóvil prestado. 
Sonrío del símbolo al pensarlo, y al girar a la derecha. 
¡Con cuántas cosas prestadas voy yendo por el mundo! 
¡Cuántas cosas que me prestaron conduzco como mías! 
 

A la izquierda la casucha -sí, casucha- al borde del camino. 
A la derecha el campo abierto, con la luna a lo lejos. 
El automóvil, que hasta hace poco parecía darme libertad, 
es ahora una cosa en donde estoy encerrado, 
que sólo puedo conducir si en ella estoy encerrado, 
que sólo domino si me incluyo en ella y ella me incluye a mí. 
 

A la izquierda, ya atrás, la casucha modesta, menos que modesta. 
Allí la vida debe ser feliz, sólo porque no es la mía. 
Si alguien me vio por la ventana soñará: ese sí que es feliz. 
Para el niño que atisbaba detrás de los cristales de la ventana de arriba 
tal vez yo haya quedado (con el automóvil prestado) como un sueño, como un hada real. 
Para la muchacha que al oír el motor miró por la ventana de la cocina, 
desde el piso de abajo, 
tal vez yo fuese algo así como el príncipe que hay en todo corazón de muchacha, 
y de reojo pegada al cristal me siguiese hasta la curva en que me perdí. 
 

¿Dejo los sueños a mi espalda, o será el automóvil el que los deja? 
¿Yo, conductor del automóvil, o el automóvil prestado que conduzco? 
 

En la carretera de Sintra al luar, en la tristeza ante los campos y la noche, 
mientras conduzco el Chevrolet prestado desconsoladamente 
me pierdo en la carretera futura, me sumo en la distancia que alcanzo, 
y en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible, 
acelero… 
Pero mi corazón quedó en el montón de piedras del que me desvié al verlo sin verlo, 
junto a la puerta de la casucha, 
mi corazón vacío, 
mi corazón insatisfecho, 
mi corazón más humano que yo, más exacto que la vida. 
 

En la carretera de Sintra al filo de la medianoche, al luar, al volante, 
en la carretera de Sintra, qué cansancio de la propia imaginación, 
en la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra, 
en la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí…



Álvaro de Campos
[Fernando Pessoa]

Traducción: César Antonio Molina


Ilustración: Lelia Parreira

domingo, 15 de abril de 2018

TIME CODE, Juanjo Giménez Peña


¡HOLA, BUENAS NOCHES!, Pau Rodilla


LA COSA, Juan José Millás

LA COSA

   De pequeño tuve una caja de zapatos que llegó a ser mi juguete preferido, entre otras cosas porque no tenía otro. Pero envejeció más deprisa que los zapatos que había llevado dentro, de manera que a mi caja se le cayó un día la primera a y se quedó en una cja, que así, a primera vista, parece un juguete yugoslavo. Busqué entre las herramientas de mi padre una a de repuesto, pero no había ninguna y tuve que sustituirla por una o. De este modo, sin transición, tuve que olvidar la caja para hacerme cargo de una coja, lo que es tan duro como pasar directamente de la niñez a los asuntos. Jugué mucho con aquella coja, todavía la recuerdo, pero se fue haciendo mayor también y un día se le cayó la jota. Hay quien piensa que las vocales se estropean antes que las consonantes, pero yo creo que vienen a durar más o menos lo mismo. El caso es que tampoco encontré entre los tornillos de mi padre una jota en buen uso, así que la sustituí por una pe que estaba prácticamente sin estrenar. La coloqué en el lugar de la jota y me salió una copa estupenda, con la que he bebido de todo hasta ayer mismo, que se me cayó al suelo y se rompió. A decir verdad, se rompió justamente por la pe, y como es muy antigua no he encontrado en ninguna ferretería una igual. Ayer fui a casa de mis padres, y después de mucho rebuscar en el trastero di con una ese que no desentona con el conjunto. O sea, que ahora tengo una cosa, pero no sé qué hacer con ella. La caja, la coja y la copa eran muy útiles para guardar secretos, jugar o emborracharse. Pero la cosa me da miedo; además, la escondí en el bolsillo interior de la chaqueta, de manera que desde ayer tengo una cosa aquí, en el pecho, que me llena de angustia. Lo peor de todo es que, como no sé qué es, tampoco sé cómo se rompe. Qué vida, ¿no? 


&
Masai Yamamoto

lunes, 9 de abril de 2018

AMOR CIEGO, Juan Bonilla

...no llevaba dos sorbos cuando oí la voz de Keanu Reeves, el actor, el protagonista de Speed, Point Break, Matrix y otras suculentas empanadas mentales o tonterías de acción.

viernes, 6 de abril de 2018

LA NOVELA HISPANOAMERICANA EN EL SIGLO XX


 LA NOVELA HISPANOAMERICANA 

   La novedad con respecto a la novela anterior es evidente: el creador no trata de expresar una nueva realidad (novela indigenista, regionalista o neorrealista, sino “su” realidad, su propia visión de la realidad. 
   La novela ya no sirve a la realidad, sino, antes bien, se sirve de la realidad para oponerse a ella, para agredirla o violentarla. La visión subjetiva recrea la realidad, superpone lo creado al mundo real. La obra cobra conciencia de su entidad ficticia, asumiendo su carácter ilusorio: la vanguardia literaria posibilita la política de la narrativa renovada.





domingo, 18 de marzo de 2018

SOBRE CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Juan Tallón

   ¿A quién no le golpea duramente García Márquez? A mí me noqueó con su texto más realista, Tal vez estaba desprevenido. Fue una tarde, en un sofá, en el pueblo, caído de bruces en el filo de la felicidad, con leve resaca. Crónica de una muerte  anunciada parecía —qué tontería voy a decir— esa clase de texto que lo tiene todo para defraudarte cuando lees el primer párrafo y se te revelan los misterios. Nada nuevo, cierto. En Romeo y Julieta, Shakespeare revela la trama en los primeros catorce versos del prólogo. Instan­tes después de que se abra el telón, la audiencia sabe que hay dos amantes destinados a enamorarse, que se matan, y después las dos familias no luchan más. Sin embargo, cada página del autor colom­biano, con sus suelos de arena movediza, te succiona más y más. Es la constatación más brutal de que la literatura, ante todo, es una cierta forma que das al mundo, un estilo de encarar su relato. Y luego su relato. Pronto descubres que te importa una higa saber que el narrador relatará el asesinato de Santiago Nasar el día que se preparaba para recibir al obispo, y que la noche anterior había participado en la fiesta de bodas de Ángela Vicario y Bayardo San Román. Te trae sin cuidado saber que en la noche de bodas el novio descubre que Ángela no es virgen y la devuelve a casa con sus pa­dres, y que allí se hallan sus hermanos, que exigen saber quién es el culpable de la deshonra, y ella responde: Santiago Nasar. Carece de relevancia tener noticias tempranas de que los hermanos preparan la venganza, cogen los cuchillos y salen en busca de Santiago para matarlo.
   «Lo que sucede —admitió en su día García Márquez— es que yo no quise que el lector empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no, así que decidí ponerlo en la frase inicial del libro. De este modo la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fue lo que pasó». Para ello, el autor combinó dos tipos de textos muy difíciles de combinar. Por un lado, el relato policial, que te exige esconder, y por otro el periodístico, que te demanda revelar. La dificultad es obvia, pero él consigue que el texto avance en el presente al mismo tiempo que retrocede veintisiete años atrás, al día de la matanza. García Márquez sostenía en 1981 que Crónica de una muerte anunciada era su mejor novela, «en el sentido de que es una novela en la que yo he logrado hacer exactamente lo que quería. Las novelas en el camino quieren escaparse a los escritores de las manos, los personajes toman vida propia y terminan por hacer lo que les da la gana. En ninguna había tenido yo un control absoluto como en esta. Probablemente por el tema y por la extensión. Es un tema muy riguroso, estructurado casi como una novela policiaca, y un libro muy corto. Yo creo que mi mejor novela anterior era El coronel no tiene quien le escriba, no Cien años de soledad, y esto lo he dicho muchas veces».
   La prosa efervescente avanza a veces hacia adelante, a veces hacia atrás, y te somete sucesivamente al vértigo, la violencia, la emoción, el amargor, la desolación. Hay frases que se te impregnan, igual que un olor, y ya toda la vida vas oliendo a ellas. A mí me pasa con las dos primeras y las dos últimas, «El día en que lo iban a ma­tar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un ins­tante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado por cagadas de pájaros». Estas cagadas son tremendas, sin­ceramente. Arrastras su efecto dramático durante párrafos enteros. No puedes olvidarlas. Ocurre lo mismo con las frases finales, que se te aparecen por las noches, cuando te levantas al baño. Así hasta que te ves obligado a releer la novela otra vez. «[Santiago] tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. “Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tri­pas”, me dijo mi tía Wene. Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina». Esas arenas que se te quedan pegadas a las tripas, en realidad, se adhieren también a la ropa. No trates de sacudírtelas. Vano propósito. Estarán ahí siempre, como el olor de las cagadas de pájaro.
   La muerte de Santiago Nasar se plantea no como un crimen sino como un asunto de honor. Algo que está por encima de la vida y la muerte, como en las tragedias clásicas. Es en ese escenario donde cobra sentido —y se te pega a las tripas— el pretexto que esgrimen los hermanos Vicario ante el juez para exculparse de su responsabi­lidad en el crimen, pese a su participación. Su abogado había sus­tentado la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, y los hermanos declararon en el juicio que lo hubieran vuelto a hacer mil veces por los mismos motivos. Después de acabar con la vida de Nasar, irrumpieron en la iglesia, y se confesaron al párroco. «Lo ma­tamos a conciencia —dijo Pedro Vicario—, pero somos inocentes». La muerte es aceptable, el deshonor, jamás. La muerte, de hecho, es inevitable, un presagio que se cumple, que nadie puede evitar. La fatalidad. «Nunca hubo una muerte tan anunciada», escribe el narrador. Todos los habitantes conocían las intenciones de los hermanos Vicario, pero nadie hace nada. Como si nada hubiese que hacer. Iba a ser un buen día cuando Santiago Nasar salió de casa, por la puerta que no era habitual que cruzase, y de pronto, por cierto concepto del determinismo, el caos se introdu­jo en el orden.
Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez (1927-2014)
1ª edición: Oveja negra, 1981
Género: narrativa
JUAN TALLÓN, Libros peligrosos, Larousse, Barcelona, 2015, pp. 252-253.

viernes, 16 de marzo de 2018

NARRADOR EDITOR: CARACTERÍSTICAS DE LOS INFORMADORES


   El narrador de Crónica de una muerte anunciada, como compañero en la juventud de Santiago Nasar, es un testigo privilegiado de algunas de sus andanzas; sin embargo, el asesinato de su amigo ocurre mientras él está acostado con la prostituta María Alejandrina Cervantes. Es por ello que, al volver a su pueblo "27 años después" para reconstruir los pormenores que rodearon el asesinato, es consciente de que la reconstrucción de los hechos será difícil.

   "cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria".

   Con esta declaración, subraya la difícil objetividad de la que presume el título de esta obra literaria, evidentemente de ficción, que, aunque basada en hechos reales, se alimenta sutilmente de la estética del realismo mágico, y por tanto, participa de una modalidad de ficción no realista. 

   Analizando el listado de los once informadores que aparecen mencionados en la primera secuencia, resultan evidentes el catálogo de contradicciones, que trascienden las referencias al tiempo climatológico de ese día; y el carácter subjetivo de los testimonios, condicionado por la distinta implicación de los informadores con respecto a Santiago Nasar:
  • El sumario, redactado por un juez al que se le exige objetividad, incluye comentarios impropios, que insinúan que este funcionario habría sido infectado por la idiosincrasia de un pueblo rendido a las creencias supersticiosas. ["La puerta de la plaza estaba citada varias veces con un nombre de folletín: La puerta fatal."] Nótese que el uso de la palabra folletín no es inocente, puesto que se refiere a una modalidad de ficción despreciable por ser de consumo masivo y de elaboración descuidada.
  • Divina Flor está rendidamente enamorada de Santiago Nasar, con el que espera repetir, ineludible y fatalmente, un modelo de relación ya padecido por su madre.
  • Margot siente una contenida admiración por el ahijado de su madre, alto, guapo y rico, y por ello, uno de los mejores partidos del pueblo.
  • Victoria Guzmán odia a los Nasar y, en particular, pretende evitar que su hija sea una víctima de sus caprichos, como ella lo fue (y lo sigue siendo).
  • Jaime es un niño de siete años cuyos recuerdos pueden estar contaminados por los relatos oídos posteriormente a los hechos.

INFORMADORES

  1. Plácida Linero. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una reputación muy bien ganada de intérprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte."
  2. "Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no había llovido aquel día, ni en todo el mes de febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla, poco antes de su muerte. «El sol calentó más temprano que en agosto.» Estaba descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre se levantaba con cara de mala noche», recordaba sin amor Victoria Guzmán." [...] Victoria Guzmán [...] en el curso de sus años admitió que ambas lo sabían cuando él entró en la cocina a tomar el café. Se lo había dicho una mujer que pasó después de las cinco a pedir un poco de leche por caridad, y les reveló además los motivos y el lugar donde lo estaban esperando. «No la previne porque pensé que eran habladas de borracho», me dijo.
  3. Divina Flor «No ha vuelto a nacer otro hombre como ése», me dijo, gorda y mustia, y rodeada por los hijos de otros amores. «Era idéntico a su padre —le replicó Victoria Guzmán—. Un mierda.» [...] No obstante, Divina Flor me confesó en una visita posterior, cuando ya su madre había muerto, que ésta no le había dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su alma quería que lo mataran. [...]
  4. El sumario del juez instructor. El juez instructor que vino de Riohacha debió sentir [las coincidencias funestas] sin atreverse a admitirlas, pues su interés de darles una explicación racional era evidente en el sumario. La puerta de la plaza estaba citada varias veces con un nombre de folletín: La puerta fatal. En realidad, la única explicación válida parecía ser la de Plácida Linero, que contestó a la pregunta con su razón de madre: «Mi hijo no salía nunca por la puerta de atrás cuando estaba bien vestido».
  5. Clotilde Armenta, la dueña del negocio [una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo], fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio. «Ya parecía un fantasma», me dijo.
  6. Margot. «Estaba haciendo un tiempo de Navidad», ha dicho mi hermana Margot. Lo que pasó, según ella, fue que el silbato del buque soltó un chorro de vapor a presión al pasar frente al puerto, y dejó ensopados a los que estaban más cerca de la orilla. [...] Mi hermana Margot, que estaba con él en el muelle, lo encontró de muy buen humor y con ánimos de seguir la fiesta, a pesar de que las aspirinas no le habían causado ningún alivio. «No parecía resfriado, y sólo estaba pensando en lo que había costado la boda», me dijo. [...] En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todavía ignoraban que lo iban a matar. «De haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque fuera amarrado», declaró al instructor.
  7. Cristo Bedoya [...] había estado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de las cuatro, pero no había ido a dormir donde sus padres [...]  «[Que Margot quisiera invitar a desayunar a Santiago Nasar] era una insistencia rara —me dijo Cristo Bedoya—. Tanto, que a veces he pensado que Margot ya sabía que lo iban a matar y quería esconderlo en tu casa.»
  8. "Don Lázaro Aponte, coronel de academia en uso de buen retiro y alcalde municipal desde hacía once años, le hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis razones muy reales para creer que ya no corría ningún peligro», me dijo.  
  9. El padre Carmen Amador tampoco se preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo pensé que todo había sido un infundio», me dijo.
  10. Luisa Santiaga [madre del narrador]. «Se oían gallos», suele decir mi madre recordando aquel día. Pero nunca relacionó el alboroto distante con la llegada del obispo, sino con los últimos rezagos de la boda. [...] no había acabado de escuchar la noticia cuando ya se había puesto los zapatos de tacones y la mantilla de iglesia que sólo usaba entonces para las visitas de pésame. [...] —A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe. / —Tenernos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre. / —Hay que estar siempre de parte del muerto —dijo ella.
  11. Mi hermano Jaime  [que entonces no tenía más de siete años [...] corrió detrás de ella sin saber qué pasaba ni para dónde iban]. «Iba hablando sola —me dijo Jaime—. Hombres de mala ley, decía en voz muy baja, animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias.» No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la mano. «Debieron pensar que me había vuelto loca —me dijo—. Lo único que recuerdo es que se oía a lo lejos un ruido de mucha gente, como si hubiera vuelto a empezar la fiesta de la boda, y que todo el mundo corría en dirección de la plaza.
  

jueves, 15 de marzo de 2018

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA. ESTUDIO DE LA NOVELA


GABIREL GARCÍA MÁRQUEZ, Crónica de una muerte anunciada, La oveja negra,

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EL TEMA DEL HONOR

   Más allá de la simple crónica de un asesinato, uno de los temas principales de la novela es el de la violencia vinculada a un anacrónico código del honor, que rige la moral colectiva del pueblo. Un concepto de honor caduco y machista que vincula la honra familiar en la moral sexual de las mujeres -virginidad en las mujeres solteras, fidelidad en las casadas-,  pero que, sin embargo, no condena el acoso del propio Nasar a Divina Flor o la prostitución -al contrario, en general, se tiene en buena consideración a María Alejandrina, que “acabó con la virginidad de una generación”-.
   La presión social hace que los hermanos Vicario se sientan obligados a restaurar el  honor familiar por medio del asesinato, pese a que se intuye que realmente no querían cometerlo: según Clotilde Armenta, los gemelos “deseaban que alguien impidiera el crimen” y Pablo Vicario, incluso, confiesa que no le fue fácil convencer a su hermano.
   Pero después del asesinato, los Vicario sienten que han obrado “con dignidad” y en la cárcel les reconforta el prestigio de haber cumplido con la “Ley del honor” y “haber probado su condición de hombres”. La mayoría de los vecinos del pueblo piensan igual: excepto Clotilde Armenta y su amigo Cristo Bedoya, nadie hace nada por impedirlo. La madre de la novia de Pablo Vicario, Prudencia Cotes afirma “que el honor no espera” y su misma novia dice que no se casaría con él “si no cumplía como hombre” (y, en efecto, se casará con él tres años después, cuando salga de la cárcel). También el cura Carmen  Amador justifica el crimen sugiriendo que los asesinos por honor tal vez son inocentes “ante Dios”.
   La voz crítica ante esta anacrónica moral colectiva aparece en el sumario, donde el juez instructor del caso escribe que no entiende cómo tal crimen ha sido posible e incluso rechaza que sea justificado: en la sentencia escribe en tinta roja: “dadme un prejuicio y moveré el mundo”.

miércoles, 14 de marzo de 2018

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA: PERSONAJES


PRÓLOGO A CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Santiago Gamboa

PRÓLOGO

  
   Hace un par de años, en su casa de Bogotá, al frente del Parque de la 88, le pregunté a García Márquez si nunca había sentido la tentación de escribir una novela negra. «Ya la escribí -me dijo-, es Crónica de una muerte anunciada.» Afuera, sobre el césped verde, amos y perros daban el paseo del mediodía bajo un sol radiante, raro en Bogotá para el mes de febrero. «Lo que sucede es que yo no quise que el lector empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no -continuó diciendo-, así que decidí ponerlo en la frase inicial del libro.» Era la primera vez que veía a García Márquez. Yo había aprendido a amar la literatura por haber leído, entre otras cosas, sus novelas. Estaba muy emocionado escuchándolo. «De este modo agregó- la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fine lo que pasó. » Dicho esto enumeró una larga serie de historias de género negro en la literatura y concluyó que su preferida era Edipo Rey, de Sófocles: «Porque al final uno descubre que el detective y el asesino son la misma persona». A García Márquez le gusta hablar de literatura. Quedan pocos escritores a los que les guste hablar de literatura.
   Pero Crónica de una muerte anunciada es, sobre todo, una exacta y eficaz pieza de relojería. Los hechos que rodean la muerte de Santiago Nasar, en la madrugada siguiente al fallido matrimonio de Bayardo San Román con Ángela Vicario, van siendo reconstruidos uno a uno por el narrador, agregando cada vez, con los testimonios de los protagonistas, la información necesaria para que el muro se levante en equilibrio, la curiosidad del lector quede azuzada y se forme una ambiciosa historia coral, nutrida de múltiples voces. Las voces de todos aquellos que, años después, recuerdan, confiesan u ocultan algún detalle nuevo del crimen, algún matiz que completa la tragedia. Porque al fin y al cabo Crónica de una muerte anunciada es también una tragedia moderna. Los personajes son empujados a la acción por fuerzas que no controlan. Los hermanos Vicario, los asesinos, se ven obligados a cumplir un destino, que es el de lavar la honra de su hermana, matando a Santiago Nasar. Pero ninguno de los dos quiere hacerlo, y, como dice el narrador, «hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron». El coronel Aponte, el alcalde, alertado por las voces, los desarma; pero es inútil, pues es demasiado temprano y los hermanos tienen tiempo de reponer con desgano los cuchillos. Clotilde Armenta, la propietaria de la tienda donde los Vicario esperan el amanecer, llega incluso a sentir lástima por ellos y le suplica al alcalde que los detenga, «para librar a esos pobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído encima». Algo más fuerte que la voluntad de los hombres mueve los hilos. Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va a ser asesinado e intentan avisarle, pero ninguna de las estafetas llega a su destino. Deslizan por debajo de la puerta una nota que nadie ve. Se envían razones con pordioseros que llegan tarde, y muchos, al ver que es una muerte tan anunciada, no hacen nada simplemente porque no les parece posible que el propio Nasar o su madre no lo sepan ya y no hayan previsto algo para evitarlo. La madre del narrador es una de las que sí cree que debe hacer algo, y entonces se viste para salir a alertar a la mamá de Santiago Nasar; pero antes tiene esta extraordinaria conversación con su marido, quien le
pregunta adónde va:

   —A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
   —Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre.
   —Hay que estar siempre del lado del muerto —dijo ella.

   Pero cuando sale a la calle le dicen que ya lo mataron. Y así, todos los que quieren prevenir la muerte son cuidadosamente apartados: sus mensajes no llegan. En realidad, el único en todo el pueblo que no sabe del crimen es la propia víctima, perdido entre otras cosas por el cambio en los hábitos diarios que supone, muy de mañana, la visita de un obispo que ni siquiera puso el pie en el puerto y que los bendijo desde el barco, alejándose entre resoplidos de vapor. Si en esas lejanías del Trópico se castigara como delito la «no asistencia a persona en peligro», habría que meter a la cárcel a todo el pueblo, incluidos el cura y el alcalde. Crónica de una muerte anunciada es, por lo demás, una joya rara en la obra de García Márquez, pues es él mismo quien relata la historia en primera persona. El «yo» inquietante que desde el principio reconstruye los hechos se va reconociendo en el autor hasta descubrirse del todo, pues dice: «Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después». Mercedes Barcha es la «Gaba», así le dicen sus más íntimos amigos. De este modo el título del libro se acaba de llenar de sentido: no sólo es una muerte anunciada, sino que además se trata de una crónica, en el mejor estilo periodístico. García Márquez, el cronista, cita las fuentes de cada información precisando el origen, sin que nada quede al azar de la imaginación. Y es aquí en donde el libro adquiere su máxima precisión de relojería suiza. Las fronteras de la crónica periodística y de la literatura se disuelven y ningún dato queda suelto, nada de lo narrado aparece sin una previa justificación. La costa atlántica colombiana, por los años en que se publicó esta novela, era aún vista desde la capital del país como algo remoto, y en esa mirada había ínfulas de superioridad y de arrogancia justificadas sólo por el hecho de que en Bogotá estaban los edificios grecorromanos del Capitolio y el Palacio Presidencial. Esa costa, y lo costeño -llamado despectivamente «corroncho» por los del interior-, con su mezcla de tradiciones caribes, hispanas, negras y árabes, era acusada de ser la madre de todos los vicios, la república de la pereza, de la corrupción, del nepotismo, del machismo y del trago, de la irresponsabilidad, en fin, de todo lo negativo, mientras que Bogotá, con su rancia aristocracia, se consideraba a sí misma la Atenas de América, la cuna de la cultura y la elegancia, el Londres de los Andes. Pero hoy al cabo de dos décadas, la cultura de esa proscrita costa atlántica, en la que se inscribe este libro y casi toda la obra de García Márquez, es una de las pocas cosas que a los colombianos nos permite paliar las vergüenzas que ocasionan, en la acartonada capital, esos dos presuntuosos edificios grecorromanos. No recuerdo cuándo leí por primera vez esta Crónica de una muerte anunciada, pero sé que fue en Bogotá, hace ya más de quince años, recuerdo, eso sí, el extraño y sobrecogedor efecto que me llevó a desear, en cada página, que alguien detuviera a los hermanos Vicario, que se evitara esa muerte absurda que los condenaba a todos. Pero la muerte ya estaba anunciada; y aún hoy, al releerlo, vuelvo a sentir que es posible, en medio de la tragedia, que los cuchillos no alcancen a Santiago, que alguno de los mensajeros llegue a tiempo y él escape, que la puerta de su casa se abra. Y no sucede. Santiago Nasar vuelve a morir. Me pregunto si los lectores de este libro, dentro de doscientos o trescientos años, desearán lo mismo al leer sus páginas. Quizás sí. Lo que es seguro es que Santiago Nasar y su muerte anunciada serán en ese entonces una de las pocas cosas de nuestra época que aún estarán vivas.

Santiago Gamboa

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, Crónica de una muerte anunciada, Bibliotex, Madrid, 2001.