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domingo, 18 de marzo de 2018

SOBRE CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Juan Tallón

   ¿A quién no le golpea duramente García Márquez? A mí me noqueó con su texto más realista, Tal vez estaba desprevenido. Fue una tarde, en un sofá, en el pueblo, caído de bruces en el filo de la felicidad, con leve resaca. Crónica de una muerte  anunciada parecía —qué tontería voy a decir— esa clase de texto que lo tiene todo para defraudarte cuando lees el primer párrafo y se te revelan los misterios. Nada nuevo, cierto. En Romeo y Julieta, Shakespeare revela la trama en los primeros catorce versos del prólogo. Instan­tes después de que se abra el telón, la audiencia sabe que hay dos amantes destinados a enamorarse, que se matan, y después las dos familias no luchan más. Sin embargo, cada página del autor colom­biano, con sus suelos de arena movediza, te succiona más y más. Es la constatación más brutal de que la literatura, ante todo, es una cierta forma que das al mundo, un estilo de encarar su relato. Y luego su relato. Pronto descubres que te importa una higa saber que el narrador relatará el asesinato de Santiago Nasar el día que se preparaba para recibir al obispo, y que la noche anterior había participado en la fiesta de bodas de Ángela Vicario y Bayardo San Román. Te trae sin cuidado saber que en la noche de bodas el novio descubre que Ángela no es virgen y la devuelve a casa con sus pa­dres, y que allí se hallan sus hermanos, que exigen saber quién es el culpable de la deshonra, y ella responde: Santiago Nasar. Carece de relevancia tener noticias tempranas de que los hermanos preparan la venganza, cogen los cuchillos y salen en busca de Santiago para matarlo.
   «Lo que sucede —admitió en su día García Márquez— es que yo no quise que el lector empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no, así que decidí ponerlo en la frase inicial del libro. De este modo la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fue lo que pasó». Para ello, el autor combinó dos tipos de textos muy difíciles de combinar. Por un lado, el relato policial, que te exige esconder, y por otro el periodístico, que te demanda revelar. La dificultad es obvia, pero él consigue que el texto avance en el presente al mismo tiempo que retrocede veintisiete años atrás, al día de la matanza. García Márquez sostenía en 1981 que Crónica de una muerte anunciada era su mejor novela, «en el sentido de que es una novela en la que yo he logrado hacer exactamente lo que quería. Las novelas en el camino quieren escaparse a los escritores de las manos, los personajes toman vida propia y terminan por hacer lo que les da la gana. En ninguna había tenido yo un control absoluto como en esta. Probablemente por el tema y por la extensión. Es un tema muy riguroso, estructurado casi como una novela policiaca, y un libro muy corto. Yo creo que mi mejor novela anterior era El coronel no tiene quien le escriba, no Cien años de soledad, y esto lo he dicho muchas veces».
   La prosa efervescente avanza a veces hacia adelante, a veces hacia atrás, y te somete sucesivamente al vértigo, la violencia, la emoción, el amargor, la desolación. Hay frases que se te impregnan, igual que un olor, y ya toda la vida vas oliendo a ellas. A mí me pasa con las dos primeras y las dos últimas, «El día en que lo iban a ma­tar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un ins­tante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado por cagadas de pájaros». Estas cagadas son tremendas, sin­ceramente. Arrastras su efecto dramático durante párrafos enteros. No puedes olvidarlas. Ocurre lo mismo con las frases finales, que se te aparecen por las noches, cuando te levantas al baño. Así hasta que te ves obligado a releer la novela otra vez. «[Santiago] tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. “Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la mano la tierra que le quedó en las tri­pas”, me dijo mi tía Wene. Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de bruces en la cocina». Esas arenas que se te quedan pegadas a las tripas, en realidad, se adhieren también a la ropa. No trates de sacudírtelas. Vano propósito. Estarán ahí siempre, como el olor de las cagadas de pájaro.
   La muerte de Santiago Nasar se plantea no como un crimen sino como un asunto de honor. Algo que está por encima de la vida y la muerte, como en las tragedias clásicas. Es en ese escenario donde cobra sentido —y se te pega a las tripas— el pretexto que esgrimen los hermanos Vicario ante el juez para exculparse de su responsabi­lidad en el crimen, pese a su participación. Su abogado había sus­tentado la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, y los hermanos declararon en el juicio que lo hubieran vuelto a hacer mil veces por los mismos motivos. Después de acabar con la vida de Nasar, irrumpieron en la iglesia, y se confesaron al párroco. «Lo ma­tamos a conciencia —dijo Pedro Vicario—, pero somos inocentes». La muerte es aceptable, el deshonor, jamás. La muerte, de hecho, es inevitable, un presagio que se cumple, que nadie puede evitar. La fatalidad. «Nunca hubo una muerte tan anunciada», escribe el narrador. Todos los habitantes conocían las intenciones de los hermanos Vicario, pero nadie hace nada. Como si nada hubiese que hacer. Iba a ser un buen día cuando Santiago Nasar salió de casa, por la puerta que no era habitual que cruzase, y de pronto, por cierto concepto del determinismo, el caos se introdu­jo en el orden.
Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez (1927-2014)
1ª edición: Oveja negra, 1981
Género: narrativa
JUAN TALLÓN, Libros peligrosos, Larousse, Barcelona, 2015, pp. 252-253.

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