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miércoles, 14 de marzo de 2018

CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA: JUSTIFICACIÓN DEL RELATO.



   El narrador de Crónica de una muerte anunciada, como compañero en la juventud de Santiago Nasar, es un testigo privilegiado de algunas de sus andanzas; sin embargo, el asesinato de su amigo ocurre mientras él está acostado con la prostituta María Alejandrina Cervantes. Es por ello que, al volver a su pueblo "27 años después" para reconstruir los pormenores que rodearon el asesinato, es consciente de que su tarea es imposible.

   "cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria".

   Está claro que el narrador quiere conseguir del lector un nivel de credibilidad que puede lograr denominando crónica (lo hace hasta dos veces durante toda la obra) a un relato lleno de contradicciones, inequívocamente vago e impreciso. Por si existiese duda, vuelve a reiterar que su relato es pura conjetura: es difícil arrancar de la memoria ajena la verdad, por eso reitera otra vez la hermosa metáfora de las astillas, de los pedazos.
   El lector hallará la clave interpretativa de esta novela cuando resuelva su posición como lector: será crédulo si acepta estar leyendo una crónica, esto es, un texto fundado sobre la objetividad [relato de no-ficción]; será inteligente si es capaz de percibir que, por mucho que se empeñe el narrador, estamos ante una novela de ficción no realista. 



   Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decidido rescatarla a pedazos de la memoria ajena. Durante años se siguió hablando en mi casa de que mi padre había vuelto a tocar el violín de su juventud en honor de los recién casados, que mi hermana la monja bailó un merengue con su hábito de tornera, y que el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial para no estar aquí al día siguiente cuando viniera el obispo. En el curso de las indagaciones para esta crónica recobré numerosas vivencias marginales, y entre ellas el recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Román, cuyos vestidos de terciopelo con grandes alas de mariposas, prendidas con pinzas de oro en la espalda, llamaron más la atención que el penacho de plumas y la coraza de medallas de guerra de su padre. Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después. La imagen más intensa que siempre conservé de aquel domingo indeseable fue la del viejo Poncio Vicario sentado solo en un taburete en el centro del patio. Lo habían puesto ahí pensando quizás que era el sitio de honor, y los invitados tropezaban con él, lo confundían con otro, lo cambiaban de lugar para que no estorbara, y él movía la cabeza nevada hacia todos lados con una expresión errática de ciego demasiado reciente, contestando preguntas que no eran para él y respondiendo saludos fugaces que nadie le hacía, feliz en su cerco de olvido, con la camisa acartonada de engrudo y el bastón de guayacán que le habían comprado para la fiesta.    [pp. 69-71.]

   Su madre, de una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma difícil. Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para esta crónica con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos.

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