Heródoto comienza su Historia narrando el rapto de una doncella argiva, hija del rey Ínaoo, llamada Ío, a manos de los fenicios. Como represalia, algunos griegos. al parecer cretenses, recalaron en Tiro y raptaron a la princesa fenicia Europa. Con ello quedaron vengados. Pero, más tarde, un navío griego llegó a Ea, en la Cólquide y se llevó a Medea, hija del rey de los colcos. Para vengar esta nueva afrenta hecha a los asiáticos, el príncipe Paris de Troya viajó a Grecia y secuestró a la esposa de Menelao, Helena de Esparta. Entonces, todos los soberanos de la Hélade se unieron para rescatar a Helena. Fue así como se inició la mítica guerra de Troya y como se suscitaron las enemistades entre griegos y asiáticos, aunque, según el historiador, Helena nunca llegó a la ciudad de Príamo: se quedó en Egipto. [...]
El rapto de una mujer puede tener mucho de romanticismo: el amante rompe las barreras sociales y se lleva a su amada por la fuerza. Es lo que hizo el joven filósofo Pico della Mirandola en pleno Renacimiento: raptó a Margherita, esposa de Giuliano de Medici, y tuvo que enfrentarse al mismísimo rey. Esas aventuras alimentan los corazones románticos y a la vez un cierto machismo disimulado, pues en tales lances el hombre es el protagonista mientras que la mujer sólo desempeña un papel pasivo.
Pero los raptos propiamente dichos, tales como los que acometieron los fenicios, los griegos, los troyanos o los romanos, pertenecen a un eslabón anterior en la progresión de la cultura y responde a una necesidad (a un instinto) de perpetuación de la especie. El hombre primitivo, tras haber adquirido las armas evolutivas de seducción básicas, se percata de que dispone de fuerza y poder para someter a la hembra. Así lo muestran algunos episodios de la mitología clásica donde muchas doncellas huyen de sus perseguidores y prefieren morir o metamorfosearse antes que caer en sus brazos, como ocurrió con Aspalis pretendida por Meliteo, Britomaris perseguida por Minos, Apriate acechada por Trambelo, Castalia deseada por Apolo, Aretusa amada por el río Alfeo, Hemítea acosada por Aquiles, y tantas otras como la propia Europa, Leda, Fílira, Psámate, Asteria, Lotis, Dafne...
Lo que le interesa a Heródoto es poner de manifiesto que una ofensa, como es raptar a una doncella, desequilibró el estado inicial, resquebrajó el orden establecido y despertó al terrible monstruo de la guerra, pues solo mediante la condenda se puede restablecer el equilibrio. Los enfrentamientos entre bárbaros y griegos, o lo que es lo mismo, entre Oriente y Occidente, tienen su origen en una ofensa inicial, según los asiáticos cometida por los europeos y según los europeos perpetrada por los asiáticos. Ese choque de dos mundos (quizá de dos civilizaciones) puso de manifiesto su diferente forma de vivir y de entender la Vida, que Heródoto se encarga de exponer, y abrió una brecha milenaria entre Oriente y Occidente.
La brecha puede ser descrita de muchas maneras. Heródoto lo hace a la suya, presentándonos dos mentalidades contrapuestas: el poder despótico de los persas contra la democracia ateniense, la sumisión oriental contra el amor a la libertad de los griegos, la suntuosidad asiática contra la sobriedad europea, las costumbres exóticas de los orientales contra las «buenas costumbres» de los occidentales... Tras las Guerras Médicas, que enfrentaron a persas y griegos […], esa brecha no quedaré cerrada, sino que se hará prácticamente infranqueable (algo que, estoy convencido, no deseaba Heródoto). Occidente se desplazaré cada vez más deprisa hacia Occidente e irá separándose de Oriente por considerarlo lejano e incomprensible.
Así lo explica el sabio divulgador Luis Racionero en su excelente obra Oriente y occidente: «El hombre oriental fue hacia dentro, el occidental hacia fuera: Oriente inventé la introspección del yoga, Occidente la nave espacial: unos llegan a estados de consciencia remotos, los otros a la luna. En el centro del Paraíso crecía el árbol de la sabiduría: los hombres al este del Edén bebieron en el río de la unidad, bañándose en sus aguas perpetuamente cambiantes; los hombres al oeste del Edén comieron el fruto del bien y del mal para penetrar los secretos de la materia y construir un mundo artificial de fijeza y seguridad. Unidad y dualidad, cambio y fijeza, dieron a Oriente y Occidente dos actitudes diversas ante la Vida, alejando paulatinamente sus culturas» (Oriente y Occidente, pp. 1445).
CARLOS GOÑI, Cuéntame una historia: un paseo por el mundo antiguo de la mano de Heródoto, Ariel, Barcelona, 2011.
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Luca Giordano
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