Habían entrado en la casa con miedo. La puerta estaba abierta, y antes que ellos habían pasado por allí los soldados. Había colillas en el suelo, los armarios estaban forzados y las alfombras manchadas del barro de las botas de muchos hombres. Siempre era así cuando encontraban una casa: ellos eran los últimos en acceder, y nunca quedaba en ellas nada de valor. Apenas pequeños objetos, portarretratos vacíos, abrecartas, un cepillo. Nunca ropa o alimentos, que eran lo primero en desaparecer, lo que más falta hacía en aquellos días. Eso no desalentaba a los chicos. Sus incursiones perseguían emociones, aventuras que revivir al día siguiente, al contarlas en la escuela, antes que objetos.
A cambio encontraban a veces una ausencia apresurada, un vestigio de momentos vividos, atrapados en retratos y espejos velados, en el cuero gastado de los brazos de los sillones, en el vicio de los colgadores vacíos. Y siempre un crepitar de madera y cristales rotos bajo los pies, pese a la cautela de sus pisadas, al adentrarse en las casas.
A Raúl le gustaba detenerse ante los espejos: en ellos creía adivinar cuanto habían reflejado antes. Matrimonios vestidos con elegancia, arreglándose para salir al teatro. La inseguridad de un muchacho que acude a su primera cita. La vanidad de una mujer joven, hermosa, a veces desnuda. Y una mano delicada, que se ajusta ligeramente la cintura, y realza el pecho.
Humeaba aún en las casas la inquietante cotidianeidad de los objetos. Una cama deshecha, sus sábanas tibias aún, arrugadas, levantándose aquí y allá en cordilleras y macizos montañosos, constituía para Raúl un mapa de fácil lectura, una bitácora elocuente que interpretaba con eficacia de experto. En la orografía caprichosa de sus arrugas adivinaba a veces las señales del amor reciente, los abrazos y las caricias; otras, la silueta tierna de una adolescente a la que la proximidad de la guerra le impide conciliar el sueño.
Y cubiertos y loza blanca, copas altas de cristal, una mesa dispuesta para una comida familiar que nunca llegó a celebrarse. Y un tablero de ajedrez a mitad de partida, en el que juegan las blancas y ganan. Y un libro marcado con una rama seca de laurel, su lectura abandonada a doce páginas exactas del final: la urgencia de la partida.
La casa en la que entran hoy no es igual a las otras. Se ha combatido en ella, a juzgar por las mordeduras de la metralla en las flores del papel pintado de las paredes. No hay aquí rastro de comida, mantas, abrigo. Nada que poder canjear después, de lo que obtener beneficio.
En una de sus habitaciones, la que asemeja un despacho, Raúl encuentra en el suelo, junto a la mesa, un cartapacio pisoteado. Está lleno de escritos que escapan de su interior, desplegados por el suelo como un abanico violento, como una víscera furiosa.
Y, sin que pueda explicar por qué, a Raúl le resultan valiosos. La letra sinuosa y leve, el papel amarillento.
Quizá adivina la vida en ellos.
Salaberri, Repe y Guzmán. Sus amigos, que lo son desde que empezaron juntos la escuela, hace no tantos años, le encuentran sentado en el suelo, leyendo en voz alta. Al principio les cuesta comprender el sentido de sus palabras, pero pronto su significado se les revela cursi, inaceptable. Digamos ridículo. Y se burlan y repiten los vocablos vergonzantes. Y dicen Amor, y dicen Labios, y Rumor, y Pétalo, y Pechos. Y sobreactúan besos y abrazos, y se burlan, y se mueren de la risa en un tiempo en el que lo natural era morirse del miedo.
Pero Raúl sigue leyendo, por encima de todo. De las burlas, de los empujones, y de un fuego lejano y lento de mortero, que pespunta obstinado desde hace meses el silencio de las tardes y el miedo inigualable de las madres.
La explosión de un obús en un parque próximo interrumpe la lectura y las risas. Repe, Guzmán y Salaberri corren hacia la salida como por efecto de la onda expansiva. Crepita con fuerza ahora bajo sus pies la hoguera de cristales rotos. Raúl recoge apresurado los escritos, los mete como puede en la carpeta y sale tras ellos.
En su carrera desesperada pasa ante un gran espejo.
Más tarde jurará haber visto en él el reflejo de un hombre enorme con bigote, casi un gigante, sentado a una mesa, escribiendo.
Damián Castro Reygadas lleva dando clase en el colegio público Catorce de Abril algunos meses, pocos. No es un gran profesor de Lengua y Literatura, pero algunos contactos le han permitido obtener la plaza. Su padre ocupó durante años un cargo en el Ministerio de Instrucción Pública antes de regresar a Galicia, donde ahora vive un retiro feliz y desahogado. Pese a sus ideas ultracatólicas, conserva aún buenos amigos en la capital, lo que le ha permitido salvaguardar sus propiedades en ella: una casa grande en el barrio de Salamanca, dos automóviles, y algunos inmuebles de menor entidad en el centro de la ciudad.
Uno de ellos lo ócupa su hijo Damián, en general más preocupado de obtener los favores de alguna de las solteras con las que gusta relacionarse, que de la formación literaria de sus alumnos.
Como hoy, que no es capaz de dejar de pensar en la cita que, al acabar las clases, ha concertado con una modista del taller de costura Regalado, local de confecciones delicadas que ocupa el bajo C del edificio en el que vive. Han sido necesarios algunos encuentros fortuitos en la escalera y al menos dos negativas, antes de que la joven costurera haya consentido en compartir un paseo y dejarse invitar a una horchata en la terraza de Julián, al caer la tarde. Sabe Damián que quizá una oportunidad así no se le vuelva a presentar, por eso planea el encuentro al detalle. Y calcula las palabras que dirá, el contenido exacto de sus comentarios, la ocurrencia que seguro la hará reír. Busca, en fin, la manera de perdurar en su memoria.
Éstos y no otros son los pensamientos que ocupan por completo su cabeza, mientras sus alumnos leen en voz alta el poema de tema libre que días atrás les pidió que escribieran, por una cara sólo y sin ayuda de sus padres.
Es el turno de Raúl. Nota cómo le tiemblan las piernas al ponerse en pie, en parte por los nervios lógicos que le sobrevienen al leer frente a la clase, en parte porque está mintiendo: ha decidido presentar uno de los poemas que encontró en la casa como si lo hubiera escrito él. La noche anterior, mientras lo transcribía en la soledad de su dormitorio, le había parecido un plan infalible. Ahora, por el contrario, no tiene ninguna duda de que va a ser descubierto. El maestro advertirá que ésas no son sus palabras, sino las de otro, que él ha tomado prestadas.
No sucede.
Cuando termina de leer, Damián dice que el poema es cursi y está mal escrito. Raúl no aprobará Redacción este trimestre, pero se consolará pensando que no es a él a quien han suspendido, sino a ese otro, a quien ni siquiera conoce.
En el tranvía, de vuelta a casa, el maestro relee con desgana los poemas que sus alumnos han presentado. Entonces cree advertir en el de Raúl una luz que antes, al escucharlo en la clase, no supo ver.
Esa tarde él notará también un temblor en las piernas cuando, transcrito en un papel, se lo regala a la bella modista en la terraza de Julián. Busca el momento oportuno y cree encontrarlo instantes antes de la despedida.
Y aunque asegura haberlo escrito pensando en ella, a la chica el poema le resulta cursi. Lo guarda pese a todo en su bolso, más por cortesía que porque aparente tener interés alguno en conservarlo.
Damián regresa a su apartamento sin el beso que esperaba a cambio, pero con la decisión ya tomada de que Raúl suspenderá Redacción también el siguiente trimestre.
La joven costurera olvidará pronto aquella cita. Cuando, días después, Damián es hecho preso y fusilado al haberse dado a conocer su ascendencia familiar e intereses, ella le llora con desconsuelo. Al cumplirse el mes de sus funerales, ya le ha olvidado por completo. El poema que Damián le regaló va a parar a una caja de zapatos forrada con postales de otras ciudades enviadas por sus muchos pretendientes, junto a otros poemas, pétalos de flores secas y notas de amor manuscritas.
Meses más tarde lo presentará como si fuera suyo a un concurso radiofónico. La costurera se siente legitimada para hacerlo, ¿no fue ella a fin de cuentas quien lo inspiró? Harta del bajo salario mensual que percibe en el taller de costura Regalado, y decidida a buscar un horizonte distinto, al coste que sea, la modista transcribe el poema en una cuartilla y lo remite a la emisora. El jurado constituido para la ocasión está formado por un editor de prestigio, un crítico literario y tres escritores. Todos, sin excepción, encuentran el poema cursi, inaceptable y ridículo, por lo que resulta descalificado en la primera ronda de deliberaciones. Sin embargo, uno de los escritores, poeta de escaso talento y pese a eso cierto éxito, presionado por los plazos y una incapacidad creativa transitoria, lo envía como propio a una editorial mexicana ocupada en esos días en publicar una antología bajo el epígrafe Poesía Actual Iberoamericana.
La editorial invita a prologar el poemario a Neruda, el popular poeta chileno, por aquel entonces Cónsul General de su país en México, que había vivido el comienzo de la guerra española durante su estancia en Madrid.
Las galeradas que habrán de inspirar su escritura llegan con puntualidad a su residencia en Coyoacán. El poeta reserva una tarde tranquila para leerlas.
A Neruda el poema no le gusta. Le resulta cursi, inaceptable. Digamos ridículo. Y sin embargo familiar, extrañamente evocador. Cierra el ejemplar y se pregunta por la lógica misteriosa de los recuerdos.
Sentado luego a su mesa, casi un gigante, Neruda escribe.
El prólogo, que titulará Una casa abierta, describe la poesía como una mujer que abraza, generosa y maternal; como una parroquia, como un espacio común, techado, al que es bienvenido todo el que de ella busca amparo; poesía que no pertenece ya más a quien la firma, sino a quien la necesita.
FERNANDO LEÓN DE ARANOA, Aquí yacen dragones, Seix Barral, Barcelona, 2013,
pp. 180-186.
- Resume la historia.
- Tema del cuento.
- ¿Qué consideración subyace de la literatura en el relato?
- Explica, sirviéndote del texto, qué relaciones pueden existir entre el arte y la historia del arte.
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