El día que Renee Zelwegger visitó a su plástico y se hizo un trasplante de cara fue un mal día para la mujer. Para la propia Renee y para la mujer en el sentido más absolutamente genérico de la palabra. Tras salir del cirujano, yo creo que Bridget Jones tendría que haber acudido a un tanatorio y velar su recuerdo físico, hacerle un funeral a sus pellejos, encomendarse a su blefaroplastia y despedir a la persona que fue, a la mujer a la que parieron. Sería una forma ritual de saludar a su nueva apariencia porque el bisturí dejó de cuerpo presente a la actriz que salió del quirófano convertida en otra en un proceso que es lo más parecido a la muerte, esa muerte a la que ahora se entregan de forma voluntaria y compulsiva señoras bellas e inteligentes enfermas de esta idea banal y toxicómana de la juventud.
En algún momento de los últimos años las mujeres nos empezamos a estafar. Ya me dirán cómo explicamos que individuas cultas e inteligentes, bellezones con muchos posibles, tías estupendas, señoras de los pies a la cabeza sucumban a esa presión por paralizar el tiempo que finalmente las convierte en monstruos. Decía Benedetti, hablando de la belleza, que cada cuerpo su armonía y su desarmonía. Que en algunos casos la suma de armonías puede ser casi empalagosa y que en otros el conjunto de desarmonías produce algo mejor que la belleza. A cada vez más mujeres les cuesta encontrarse la guapura en sus desarmonías, en esta estafa colectiva que impone un ideal uniformado que penaliza a las que rompen el molde. O eso creemos.
Lo que falla es la base misma del razonamiento, esa asociación tan del siglo veinte entre belleza y juventud, como si la hermosura dependiera solo de los años, como si no hubiera viejas hermosas y jóvenes horrorosas a las que solo el tiempo mitiga la dureza de su mueca. Cincuenta años después de la revolución feminista, 165 después de las cuáqueras sufragistas, ¡¡65 después de que Simone de Beauvoir escribiera El segundo sexo !!, la mujer del siglo XXI está enferma de autoestima, esa red fragilísima que empieza a tejerse en cuanto la criatura asoma al mundo y que cualquier cretino pertrechado con esa agresividad imbécil que exuda un buen complejo de inferioridad puede cargarse con dos comentarios y una recriminación sexual dicha a tiempo.
Manuel Femández Blanco, psicoanalista, me ratificaba estos días que las relaciones sexuales se construyen hoy a través del porno y que la dependencia afectiva de las crías es más intensa que nunca. Escucho cómo una veinteañera confirma que las mujeres con el sexo aventurero son tildadas de zorras mientras que los chicos con una entrepierna de trotamundos son unos campeadores. ¿Qué ha pasado con los últimos treinta años? ¿Por qué extraños derroteros se ha desarrollado la mujer? La lista de estereotipos es atosigante: se sospecha de los hombres que sucumben a los brazos de la mujer madura; el declive reproductivo sigue siendo un pasaporte indefectible hacia la jubilación social; el declive físico se tolera en los hombres y se desprecia en las mujeres; las portadas de las revistas proyectan seres inventados con el ratón del phohoshop y la publicidad (ah! la publicidad...) vende mujeres sumisas o putas o vírgenes o enfermas. El último editorial de moda de la revista Interview enseña a un grupo de modelos cubiertas con ropa de grandes firmas y rodeadas de basura... Las fotos, en esta página. Sin comentarios.
FERNANDA TABARÉS, Fulanas o sumisas, La Voz de Galicia, A Coruña, 1 de noviembre de 2014.
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