UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO
Antes, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, me senté a la Belleza en las rodillas. — Y la hallé amarga. — Y la insulté.
Me armé contra la justicia.
Me escapé. ¡Oh brujas, oh miseria, oh odio! ¡A vosotros se confió mi tesoro!
Logré que se desvaneciera en mi espíritu toda la esperanza humana. Contra toda alegría, para estrangularla, di el salto sin ruido del animal feroz.
Llamé a los verdugos para, mientras perecía, morder las culatas de sus fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme en la arena, la sangre. La desgracia fue mi dios. Me tendí en el lodo. Me sequé al aire del crimen. Y le hice muy malas pasadas a la locura.
Y la primavera me trajo la horrorosa risa del idiota.
Habiendo estado hace muy poco a punto de soltar el último ¡cuac!, se me ocurrió buscar la clave del festín antiguo, donde había tal vez de recobrar el apetito.
La caridad es la clave. — ¡Esta inspiración demuestra que soñé!
«Seguirás siendo hiena, etc.», exclama el demonio que me coronó de tan amables adormideras. «Gana la muerte con todos tus apetitos, y tu egoísmo y todos los pecados capitales.»
¡Ah! Ya aguanté demasiado — Pero, querido Satán, te lo suplico, ¡menos irritación en la pupila! Y mientras llegan las pequeñas cobardías rezagadas, tú que aprecias en el escritor la carencia de facultades descriptivas o instructivas, te arranco unos cuantos asquerosos pliegos de mi cuaderno de condenado.
Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno, 1873. [Traducción: Ramón Buenaventura]
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Javier Juvera
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