En una montaña llamada Mandara, había un león nombrado Durdanta. Dicho león se entretenía
en hacer una continua matanza de animales. Estos se unieron y le enviaron representaciones.
—Señor —le dijeron— ¿por qué destruís así a todos los animales? Todos los días os enviaremos a
uno de nosotros para que os alimentéis.
Y así fue. El león, a partir de entonces, devoró todos los días a uno de aquellos animales.
Cierto día, una liebre vieja, a la que le llegó el turno de servir de pitanza, se dijo para sus
adentros:
—No se obedece más que a aquel a quien se teme. Y eso para conservar la vida. Si debo morir,
¿de qué me va a servir el demostrar sumisión al león? Voy, pues, a tomarme tiempo excesivo para
llegar hasta él. No me puede costar más que la vida ¡y ésa la he de perder! Así habré pasado mis
últimos momentos completamente desligada de las cosas de aquí.
Se puso en marcha, aunque fue deteniéndose por el camino, aquí y allá, para masticar algunas
sabrosas raíces.
Por fin llegó a donde estaba el león y este, que tenía hambre, le dijo colérico, en cuanto la vio:
—¿Por qué vienes tan tarde?
—No es mía la culpa —respondió la liebre—. He sido detenida en el camino y retenida a la fuerza
por otro león, al que he jurado volver a su lado, y vengo a decírselo a vuestra majestad.
—Llévame pronto —dijo furioso el león— cerca de ese bribón que desconoce que soy
todopoderoso.
La liebre condujo a Durdanta junto a un pozo profundo. Allí le dijo:
—Mirad, señor; el atrevido está en el fondo de su antro.
Y mostró al león su propia imagen, reflejada en el agua del pozo.
El león, hinchado de orgullo, no pudo dominar su cólera, y, queriendo aplastar a su rival, se
precipitó dentro del pozo en donde encontró la muerte.
Lo cual prueba que la inteligencia aventaja a la fuerza. La fuerza desprovista de inteligencia no
sirve de nada.
EL RATÓN TRANSFORMADO EN NIÑA [Panchatantra]
Un brahmán se paseaba en cierta ocasión por los alrededores de una fuente, y vio caer,
inmediato a sus pies, un ratón desprendido del pico de un cuervo. Lo cogió y lo llevó a su casa;
después suplicó a los dioses que lo transformaran en una niña, gracia que le fue concedida. Algunos
años después, viendo que la niña había llegado a la edad apropiada para casarla, dijo a la joven:
—Elige de toda la Naturaleza el ser que más te guste; prometo casarte con él.
—Quiero —dijo la joven— un marido que sea tan fuerte que nunca pueda ser vencido.
—Es el Sol, entonces, lo que quieres —dijo el brahmán.
Y al día siguiente, dijo al Sol:
—Mi hija desea un esposo que sea invencible; ¿querrías casaros con ella?
Pero el Sol le respondió:
—La nube destruye mi fuerza; dirigíos a ella.
El brahmán hizo la misma pregunta a la nube.
—El viento —dijo esta— me hace ir adonde mejor le parece.
El anciano no se desanimó: y rogó al viento que se casara con su hija; pero como el viento le hizo
saber que su fuerza era detenida por la montaña. Se dirigió a la montaña:
—El ratón es más fuerte que yo, puesto que me agujerea por todas partes y penetra en mis
entrañas.
El anciano fue, pues, en busca de un ratón, que consintió en casarse con su hija, diciendo que
hacía tiempo buscaba mujer.
El brahmán, cuando entró en su casa, preguntó a su hija si quería casarse con el ratón y ella
aceptó, puesto que el ratón vencía a la montaña, la cual detenía al viento, dueño de la nube que
oculta al sol. El buen hombre se dijo entonces:
—Para llegar a este fin, ¿qué falta hacía haber cambiado al ratón en niña?
Y rogó al dios que la joven volviera a su primitivo estado de ratón, gracia que obtuvo.
EJEMPLO DEL LADRÓN Y DEL RAYO DE LUNA [Disciplina Clericalis]
Se cuenta que un ladrón fue a casa de un hombre rico con intención de robar. Subiendo hacia el
tejado, llegó a una ventana por la que salía humo y se paró a escuchar, a ver si había dentro alguien
despierto. Pero lo sintió el dueño de la casa y en voz muy baja dice a su mujer: «Pregúntame en alta
1voz de dónde me viene tan gran fortuna como tengo. E insiste mucho en saberlo.» Entonces ella dice
en alta voz: «Señor, ¿de dónde obtuviste tanta fortuna, sin haber sido nunca mercader?» Y él:
«Guarda lo que Dios nos dio y úsalo a tu placer, y no preguntes cómo he logrado tanto dinero.» Pero
ella, como le había sido mandado, insistía más y más en saberlo. Por fin, como si se viera obligado a
ello por la insistencia de su mujer, dijo así: «A ver si no descubres nuestro secreto a nadie: He sido
ladrón.» Y ella: «¡Me causa asombro que pudieras adquirir tan gran fortuna robando y no hayamos
oído nunca decir mal de ti!» Y él, a su vez, dice: «Es que un maestro mío me enseñó un
encantamiento para cuando, asaltando una casa, subiera hacia el tejado. Al llegar a la ventana debía
cogerme con la mano a un rayo de luna y repetir siete veces la fórmula mágica, a saber ‘saulem’; así,
entraba por la ventana sin peligro, y cogiendo todo lo que de valor encontraba, arramblaba con ello;
hecho esto, volvía a cogerme al rayo de luna y, diciendo siete veces la misma fórmula, subía otra vez
hasta la ventana con todo lo robado y me lo llevaba a mi casa. Con tal arte logré la fortuna que
tengo.» Y dice la mujer: «Hiciste bien en decírmelo, pues cuando tenga un hijo, para que no se vea
pobre, he de enseñarle tal encantamiento.» Y díjole el marido: «Ahora déjame dormir, que tengo
mucho sueño y quiero descansar.» Y para engañar mejor al ladrón, empezó a roncar como si
durmiera. Al oír todo eso el ladrón se alegró mucho y, diciendo siete veces la fórmula y cogiéndose
con la mano a un rayo de luna, soltó manos y pies y cayó por la ventana adentro de la casa, haciendo
un gran ruido, y, pues que se había roto un brazo y una pierna, comenzó a gemir. Pero el dueño de la
casa, como si fuera ignorante de todo, le dice: «¿Quién eres tú, que así caíste?» Al cual el ladrón: «Yo
soy un desventurado ladrón que se fió de tus palabras falaces.» A esto el hijo: «Bendito seas, que me
has enseñado a evitar los consejos engañosos.»
El filósofo dice: «Guárdate del consejo ázimo hasta que esté fermentado.»
Otro: «No sigas el parecer de quien te aconseja negar el beneficio de otro, porque quien niega un
beneficio se acusa a sí mismo ante los ojos del que todo lo ve.»
Otro: «Si te encuentras en buena fortuna muéstrate avisado para no cometer errores; porque con
gran frecuencia los bienes mayores disminuyen o se pierden.»
EL LADRÓN Y EL RAYO DE LUNA [Calila y Dimna]
Una noche de luna llena andaba un ladrón sobre la casa de un hombre rico. La luz de la luna
entraba por la ventana abierta y el hombre despertó al oír moverse al ladrón. Entonces hizo que su
mujer se despertase y le pidió que le preguntase en voz alta cómo había llegado a poseer tantas
riquezas, y que insistiese, aunque él se mostrase remiso, hasta que le diese respuesta. Así lo hizo la
mujer y el ladrón oyó lo que decían:
—Ya que te pones tan pesada, te lo diré —respondió al fin el marido—. Yo me hice rico robando.
—¿Cómo es posible, si todo el mundo te tiene por una persona honrada?
—Descubrí un secreto que me permitía robar de manera muy disimulada.
—¿Y cómo lo hacías?
—Robaba en las noches de luna llena, como hoy. Trepaba hasta el tejado de la casa en la que
quería robar, buscaba una ventana por donde entrase la luna, repetía siete veces la palabra saulan,
me abrazaba al rayo de luna, y descendía por él hasta la ventana, para entrar en la casa. Y cuando
había cogido lo que me apetecía, volvía a bajar al suelo por el rayo de luna. Así gané todo lo que
tengo.
Al oír aquello el ladrón, pensó que había conseguido mucho más de lo que podía imaginar. Y
cuando el matrimonio guardó silencio, una hora más tarde, pronunció siete veces la palabra saulan y
se agarró al rayo de luna para descender hasta la ventana, pero cayó al suelo de la calle,
descalabrándose.
Por eso yo me guardé de creer en las cosas dudosas, que tenían peligro de muerte, y estudié
para hallar las reglas más adecuadas, pero no encontré respuestas convincentes en ninguno de mis
interlocutores, y por fin decidí atenerme a las que habían seguido mis padres, aunque aquello no
tenía explicación, con lo que me acordé de aquel tragaldabas a quien, cuando le reprochaban su
glotonería, respondía: «Así comían mis padres y mis abuelos».
Pero no encontré nada que justificase no permanecer en la religión paterna. Y aunque quería
dejarlo todo y seguir estudiando las distintas religiones, consideré que, entretanto seguía con mis
pesquisas, el tiempo iba pasando, el fin está al acecho, y la muerte sucede en un abrir y cerrar de
ojos, de modo que la suerte podía hacer que muriese antes de descubrir lo que quería. Y mientras
dudaba, me podía suceder lo que dicen que le pasó a un hombre que amaba a una mujer casada.
LUNA
Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y
comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de
estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada…
Entonces, alzando la voz, dijo:
—Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la
robe.
—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las
persianas apestilladas.
—Y… alguien podría bajar desde la azotea.
—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas…
—Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces
«tarasá» para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase
la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay
que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para
ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces «tarasá», se
arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la
alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.
ENRIQUE ANDERSON IMBERT, El milagro y otros cuentos (1985).
EJEMPLO DE LA PERRILLA QUE LLORABA [Pedro Afonso, Disciplina Clericalis]
Se cuenta que un hombre de noble familia tenía una esposa muy casta y hermosa. Sucedió que,
habiendo de ir en peregrinación a Roma, no quiso ponerle un guardián, sino que dejó que se guardara
ella misma ya que confiaba en sus castas constumbres y en la probidad de su honradez. Y
preparando cuanto era menester partió mientras que la esposa se quedó viviendo castamente y
siendo prudente en todo. Pero sucedió un día que, por necesidad, tuvo que salir de su casa para ir a
la de la vecina, y hecha la negociación que la llevaba, volvió a la suya. Viola en el camino un joven y,
enamorado de ella con pasión ardiente, le envió muchos mensajeros deseando ser correspondido. La
mujer a todos despedía rechazándolos. El mancebo, viéndose despreciado, sintió tanto dolor que
enfermó gravemente. Iba, sin embargo, con frecuencia, al mismo sitio de donde había visto salir a la
dueña, deseando encontrarla, sin que nunca pudiera lograrlo. Cuando estaba llorando de pena se
encontró con una vieja, vestida con hábitos de religiosa, que le preguntó cuál era su dolor; el joven no
quiso descubrir lo que pasaba en su alma. «Pues cuando alguien se niega a descubrir su enfermedad
al médico —dijo la vieja— tanto más sufre por ella.» Oído esto, el joven decidióse a comunicarle su
secreto. Al cual la vieja: «Con la ayuda de Dios he de encontrar remedio para lo que me dices», y
separándose de él, se fue a su casa; allí hizo ayunar durante dos días a una perrilla que tenía con
ella. Al tercer día le dio, hambrienta como estaba, pan mezclado con mostaza y a la perra, al comerlo,
empezaron a llorar los ojos por el amargor. Después fue la vieja a casa de la púdica dueña a la que el
dicho mozo tanto amaba; y fue honrosamente recibida por ella, por sus hábitos religiosos. Iba seguida
por su perrilla. Y como la mujer viese llorar a la perra, preguntó qué tenía y por qué lloraba. Contestó
la vieja a esto: «Querida amiga, no preguntes qué ocurre porque, por el gran dolor, no puedo decirlo.»
La mujer más instaba a que lo dijera, a lo cual la vieja: «Esta perrilla que ves era mi hija, casta y
honrada en exceso, a la que un joven amó; pero tan casta era ella que lo despreciaba, y no quería
saber nada de su amor. El, de tanto sufrimiento, enfermó gravemente y mi hija, castigada por la
culpa que en ellos había, fue cambiada en perrilla.» Dicho esto, como agobiada por su pena, rompió a
llorar la vieja aquella. A esto la mujer: «Y yo querida dueña, que soy culpable de un pecado igual, te
pregunto: ¿qué podría hacer? Pues me ama un joven, pero yo le desprecié por amor a la castidad y él
también sufre del mismo modo.» A lo cual la vieja: «Te aconsejo, querida amiga, que, tan pronto
como puedas, te compadezcas y hagas lo que te pide; no vaya a ser que también tú te veas, como mi
hija, mudada en perra. Pues si hubiera yo sabido del amor entre ese joven y mi hija, nunca ella fuera
cambiada en perrilla.» A la cual dice la casta mujer: «Te ruego que me des un consejo útil para este
caso, no sea que también yo vaya a transformarme, privada de mi forma propia, en perrilla.» La vieja:
«Con mucho gusto, por el amor de Dios y la salvación de mi alma y porque me compadezco de ti,
buscaré a ese joven, y, si puedo encontrarlo en algún sitio, te lo traeré.» A lo cual dio gracias la
mujer; y así, la vieja tramposa hizo lo que había ofrecido: trajo al mozo, como prometió y los unió a
ambos.
El discípulo dijo al maestro: «Nunca oí cosa tan admirable: parece hecha por arte del diablo.» El
maestro: «No lo dudes.» El discípulo: «Espero que si hay alguien tan sabio que esté siempre en guardia frente a la posibilidad de ser burlado por el arte de la mujer, podrá defenderse de sus
mañas.»
EJEMPLO DEL HOMBRE, LA MUJER, EL PAPAGAYO Y LA CRIADA [Sendebar o Libro de los engaños de las
mujeres]
—Señor: oí decir que un hombre era celoso de su mujer. Compró un papagayo, metiólo en una
jaula y lo puso en su casa mandándole que le contase todo cuanto viese hacer a su mujer, y que no le
encubriese nada. Después marchó a sus quehaceres e inmediatamente entró el amigo de ella. El
papagayo vio cuanto ellos hicieron y cuando el hombre bueno vino de su trabajo, se sentó —sin que
lo supiera su mujer—, mandó traer al papagayo y le preguntó lo que había visto y le contó todo lo que
viera hacer a la mujer con su amigo. El hombre se ensañó contra ella y no volvió a hablarle ni a tener
contacto con ella.
La mujer creyó que la había descubierto la criada, la llamó y le dijo:
—Tú contaste a mi marido todo cuanto hice.
La moza juró que no había dicho nada:
—Sino, sabed que fue el papagayo.
Cuando anocheció, la mujer cogió la jaula, la bajó en tierra y comenzó a echarle agua con una
regadera, como si fuera lluvia; tomó un espejo en una mano y lo puso sobre la jaula, con la otra mano
tomó una candela y hacía guiños de forma que parecían relámpagos; la mujer, además, comenzó a
mover un molino casero y el papagayo pensó que eran truenos. Ella estuvo haciendo este juego
durante toda la noche, hasta que amaneció.
Cuando por la mañana vino el marido, inmediatamente le preguntó al papagayo:
—¿Viste esta noche alguna cosa?
—No pude ver ninguna cosa con la lluvia, truenos y relámpagos que hubo esta noche.
—Si todo cuanto me has dicho de mi mujer es tan verdad como esto, no hay ser más mentiroso
que tú. Y lo mandó matar.
Envió a buscar a su mujer, perdonóla e hicieron las paces.
Y yo, señor, no te di este ejemplo sino para que sepas los engaños de las mujeres, que son
muchos, y muy fuertes en artes y no tienen ni cabo ni fin.
Mandó, pues, el rey que no matasen a su hijo.
EL ÁNGEL DE LA MUERTE Y EL REY DE ISRAEL [Las mil y una noches]
Se cuenta de un rey de Israel que fue un tirano. Cierto día, mientras estaba sentado en el. Trono
de su reino, vio que entraba un hombre por la puerta de palacio; tenía la pinta de un pordiosero y un
semblante aterrador. Indignado por su aparición, asustado por el aspecto, el Rey se puso en pie de un
salto y preguntó:
—¿Quién eres? ¿Quién te ha permitido entrar? ¿Quién te ha mandado venir a mi casa?
—Me lo ha mandado el Dueño de la casa. A mí no me anuncian los chambelanes ni necesito
permiso para presentarme ante reyes ni me asusta la autoridad de los sultanes ni sus numerosos
soldados. Yo soy aquel que no respeta a los tiranos. Nadie puede escapar a mi abrazo; soy el
destructor de las dulzuras, el separador de los amigos.
El rey cayó por el suelo al oír estas palabras y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo,
quedándose sin sentido. Al volver en sí, dijo:
—¡Tú eres el Ángel de la Muerte!
—Sí.
—¡Te ruego, por Dios, que me concedas el aplazamiento de un día tan sólo para que pueda pedir
perdón por mis culpas, buscar la absolución de mi Señor y devolver a sus legítimos dueños las
riquezas que encierra mi tesoro; así no tendré que pasar las angustias del juicio ni el dolor del
castigo!
—¡Ay! ¡Ay! No tienes medio de hacerlo. ¿Cómo te he de conceder un día si los días de tu vida
están contados, si tus respiros están inventariados, si tu plazo de vida está predeterminado y
registrado?
—¡Concédeme una hora!
—La hora también está en la cuenta. Ha transcurrido mientras tú te mantenías en la ignorancia y
no te dabas cuenta. Has terminado ya con tus respiros: sólo te queda uno.
—¿Quién estará conmigo mientras sea llevado a la tumba?
—Únicamente tus obras.
—¡No tengo buenas obras!
—Pues entonces, no cabe duda de que tu morada estará en el fuego, de que en el porvenir te
espera la cólera del Todopoderoso.
A continuación le arrebató el alma y el rey se cayó del trono al suelo.
Los clamores de sus súbditos se dejaron oír; se elevaron voces, gritos y llantos; si hubieran
sabido lo que le preparaba la ira de su Señor, los lamentos y sollozos aún hubiesen sido mayores y
más y más fuertes los llantos.
EL GESTO DE LA MUERTE
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por
milagro, quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le
pregunta:
—Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de
Ispahán esta mañana y es allí donde debo tomarlo esta noche.
Jean Cocteau
HISTORIA DEL TONEL DE PERONELLA [Giovanni Bocaccio, Decameron]
SÉPTIMA JORNADA – NARRACIÓN SEGUNDA
Peronella mete a su amante en una tinaja al volver su marido a casa; la cual habiéndola vendido
el marido, ella le dice que la ha vendido ella a uno que está dentro mirando a ver si le parece bien
entera; el cual, saliendo fuera, hace que el marido la raspe y luego se la lleve a su casa.
Con grandísima risa fue la historia de Emilia escuchada y la oración como buena y santa elogiada
por todos, siendo llegado el fin de la cual mandó el rey a Filostrato que siguiera, el cual comenzó:
—Carísimas señoras mías, son tantas las burlas que los hombres os hacen y especialmente los
maridos, que cuando alguna vez sucede que alguna al marido se la haga, no debíais vosotras
solamente estar contentas de que ello hubiera ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir a
alguien, sino que deberíais vosotras mismas irla contando por todas partes, para que los hombres
conozcan que si ellos saben, las mujeres por su parte, saben también; lo que no puede sino seros útil
porque cuando alguien sabe que otro sabe, no se pone a querer engañarlo demasiado fácilmente.
¿Quién duda, pues, que lo que hoy vamos a decir en torno a esta materia, siendo conocido por los
hombres, no sería grandísima ocasión de que se refrenasen en burlaros, conociendo que vosotras, si
queréis, sabríais burlarlos a ellos? Es, pues, mi intención contaros lo que una jovencita, aunque de
baja condición fuese, casi en un momento, para salvarse hizo a su marido.
No hace casi nada de tiempo que un pobre hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y
atrayente jovencita llamada Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando
muy escasamente, su vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven galanteador,
viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de ella, y tanto de una manera y de
otra la solicitó que llegó a intimar con ella. Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su
marido se levantaba temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, que el joven
estuviera en un lugar de donde lo viese salir; y siendo el barrio donde estaba, que Avorio se llama,
muy solitario, que, salido él, éste a la casa entrase; y así lo hicieron muchas veces. Pero entre las
demás sucedió una mañana que, habiendo el buen hombre salido, y Giannello Scrignario, que así se
llamaba el joven, entrado en su casa y estando con Peronella, luego de algún rato (cuando en todo el
día no solía volver) a casa se volvió, y encontrando la puerta cerrada por dentro, llamó y después de
llamar comenzó a decirse:
—Oh, Dios, alabado seas siempre, que, aunque me hayas hecho pobre, al menos me has
consolado con una buena y honesta joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentro
cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquí que la molestase.
Peronella, oyendo al marido, que conoció en la manera de llamar, dijo:
—¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquí está mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, y no
sé qué quiere decir esto, que nunca ha vuelto a esta hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero por
amor de Dios, sea como sea, métete en esa tinaja que ves ahí y yo iré a abrirle, y veamos qué quiere
decir este volver esta mañana tan pronto a casa.
Giannello prestamente entró en la tinaja, y Peronella, yendo a la puerta, le abrió al marido y con
mal gesto le dijo:
—¿Pues qué novedad es ésta que tan pronto vuelvas a casa esta mañana? A lo que me parece,
hoy no quieres dar golpe, que te veo volver con las herramientas en la mano; y si eso haces, ¿de qué
viviremos? ¿De dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a sufrir que me empeñes el zagalejo y las
demás ropas mías, que no hago día y noche más que hilar, tanto que tengo la carne desprendida de
las uñas, para poder por lo menos tener aceite con que encender nuestro candil? Marido, no hay
vecina aquí que no se maraville y que no se burle de mí con tantos trabajos y cuáles que soporto; y
tú te me vuelves a casa con las manos colgando cuando deberías estar en tu trabajo.
Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir de nuevo:
—¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡En qué mala hora nací! En qué mal punto vine aquí, que
habría podido tener un joven de posición y no quise, para venir a dar con este que no piensa en quién
se ha traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes, y no hay una que no tenga quién dos y
5quién tres, y disfrutan, y le enseñan al marido la luna por el sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soy
buena y no me ocupo de tales cosas, tengo males y malaventura. No sé por qué no cojo esos
amantes como hacen las otras. Entiende bien, marido mío, que si quisiera obrar mal, bien encontraría
con quién, que los hay bien peripuestos que me aman y me requieren y me han mandado propuestas
de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y nunca me lo sufrió el corazón, porque soy hija de mi
madre; ¡y tú te me vuelves a casa cuando tenías que estar trabajando!
Dijo el marido:
—¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios; debes creer que te conozco y sé quién eres, y hasta esta
mañana me he dado cuenta de ello. Es verdad que me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes,
como yo no lo sabía; hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me he vuelto a esta hora
a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el modo de que hoy tengamos pan para un mes, que
he vendido a este que ves aquí conmigo la tinaja, que sabes que ya hace tiempo nos está estorbando
en casa: ¡y me da cinco liriados!
Dijo entonces Peronella:
—Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú que eres un hombre y vas por ahí y debías saber las
cosas del mundo has vendido una tinaja en cinco liriados que yo, pobre mujer, no habías apenas
salido de casa cuando, viendo lo que estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que, al
volver tú, se metió dentro para ver si estaba bien sólida.
Cuando el marido oyó esto se puso más que contento, y dijo al que había venido con él para ello:
—Buen hombre, vete con Dios, que ya oyes que mi mujer la ha vendido en siete cuando tú no me
dabas más que cinco.
El buen hombre dijo:
—¡Sea en buena hora!
Y se fue.
Y Peronella dijo al marido:
—¡Ven aquí, ya estás aquí, y vigila con él nuestros asuntos!
Giannello, que estaba con las orejas tiesas para ver si de algo tenía que temer o protegerse,
oídas las explicaciones de Peronella, prestamente salió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de la
vuelta del marido, comenzó a decir:
—¿Dónde estáis, buena mujer?
A quien el marido, que ya venía, dijo:
—Aquí estoy, ¿qué quieres?
Dijo Giannello:
—¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mujer con quien hice el trato de esta tinaja.
Dijo el buen hombre:
—Habla con confianza conmigo, que soy su marido.
Dijo entonces Giannello:
—La tinaja me parece bien entera, pero me parece que habéis tenido dentro heces, que está todo
embadurnado con no sé qué cosa tan seca que no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevo si
antes no la veo limpia.
Dijo Peronella entonces:
—No, por eso no quedará el trato; mi marido la limpiará.
Y el marido dijo:
—Sí, por cierto.
Y dejando las herramientas y quedándose en camino, se hizo encender una luz y dar una
raedera, y entró dentro incontinenti y comenzó a raspar.
Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era
muy alta, y además de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido:
—Raspa aquí, y aquí y también allí… Mira que aquí ha quedado una pizquita.
Y mientras así estaba y al marido enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había
aquella mañana su deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no
podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía toda tapada la boca de
la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos los desenfrenados caballos encendidos por
el amor asaltan a las yeguas de Partia, a efecto llevó el juvenil deseo; el cual casi en un mismo punto
se completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la tinaja, y
el marido salió fuera. Por lo que Peronella dijo a Giannello:
—Coge esta luz, buen hombre, y mira si está tan limpia como quieres.
Giannello, mirando dentro, dijo que estaba bien y que estaba contento y dándole siete liriados se
la hizo llevar a su casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario