La Comedia (1351-1353) de Dante, glosada como Divina merced a la admiración de Boccaccio, es en cierto modo una guía de viajes por una senda de doble sentido. Un diario personal acerca de las ciudades que recorrió el autor en su deriva. Un itinerario del alma a través del mapa espiritual que fue componiendo la Iglesia. Lugares de ultra montes para el escritor andariego. Destinos de ultratumba para los fieles difuntos. Memoria u olvido mortales. Premio o castigo divinos. La peregrinación del hombre por la tierra («per agere») hacia el más allá.
La Italia del Trecento era un puzle de repúblicas en pie de guerra. La biografía de Dante —el nombre con el que fue bautizado— estuvo ligada a las banderizas entre güelfos (partidarios del papa) y gibelinos (seguidores del emperador). Ciudadano de Florencia, donde nació en 1265, el poeta pasó de ser héroe en la batalla de Campaldino a traidor después de la matanza de los Valois. En adelante, desterrado a perpetuidad, ejerció de embajador en Roma y la Toscana, de refugiado en Verona y Venecia y, al cabo, de vecino de Rávena, en cuyo caserío falleció en 1321. A través de sus cánticos encadenados, cuyos ecos resuenan en la armonía de las esferas celestes, nuestro escritor entregó toda su vida a Beatriz: «L’amore che move el sole e l’altre stelle».
La Divina Comedia traza la geografía de la eternidad del cristianismo. En su cosmovisión primitiva, recogida por los Santos Padres, sólo contemplaba el Paraíso de los justos y el Infierno de los pecadores. Los teólogos medievales reformularon dos nuevos espacios: el Limbo para los niños fallecidos sin haber recibido el bautismo y el Purgatorio para los tibios de fe que habían de purgar sus faltas antes de alcanzar la gloria. Ambos son canales de gracia. Pero ambos responden también a la codicia recaudatoria del papado. Al punto que en el concilio de Ferrara-Florencia sólo los latinos decidieron cobrar indulgencias para evitar el averno, mientras los ortodoxos consideraban que la privación de la vista de Dios era castigo más que suficiente.
La ruta mística que sigue el lector es una ascensión vertical desde las calderas de Pedro Botero hasta el reino de los cielos. Ahora bien, será la descripción del Infierno la que acuñará el término dantesco como sinónimo de espanto. La iconografía le fue a la zaga. La imagen de Satán devorando a los pecadores se repite en el Juicio Final de Taddeo di Bartolo en San Gimignano y de Coppo di Marcovaldo en el baptisterio de San Juan. Sin embargo, esas representaciones se volvieron cada vez más personales: Botticelli las hace mitológicas; Doré, románticas; Dalí, oníricas... Cada artista pinta sus propios demonios.
El poeta laureado, junto a Petrarca y Boccaccio, inauguró el «dolce stil nuovo» de la lengua italiana. Pero, sobre todo, encarnó una personalidad más moderna. Hasta el Quattrocento, se consideraba inmoral contar las experiencias propias. Ahora, el autor no sólo protagoniza la obra, sino que se atreve a llevar al mismísimo Virgilio por compañero. Tampoco esconde su pasión por Beatriz, que, entre el amor cortés y el amor platónico, simboliza la belleza.
En Rávena, ante su tumba paredaña a la basílica de San Francisco, aún me deslumbra el fulgor dorado de los mosaicos bizantinos. Cuando, sin esperarlo, recibo el dardo frío del exilio. Entonces, ¿cómo no sentirse perdido en la selva oscura de la vida?
Pedro García Martín en
AAUU, Atlas de Literatura Universal, Nórdica Libros, Madrid, 2017
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Domenico di Michelino
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