La muerte de la niña parecía que hubiera despertado en la ciudad un miedo antiguo a las amenazas de la noche, y las calles se quedaban enseguida desiertas y la oscuridad parecía más profunda, y las luces más débiles. Los pasos de cualquiera sonaban como los pasos de ese hombre que buscaba el inspector, cualquier figura solitaria con la que se cruzase podía ser la misma que nadie vio subir del pequeño parque de la Cava en la noche del crimen, alguien que intentaría fingir una cierta naturalidad al regresar a la luz, que sin duda se había sacudido la tierra que le manchaba los pantalones y se había ordenado el pelo con los dedos mientras se deslizaba entre los setos abandonados, entre los bancos donde ya no se sentaban las parejas de novios y bajo las farolas que nunca estaban encendidas, porque cada fin de semana las apedreaban las cuadrillas de jóvenes que se iban a beber a los jardines. Pisaría los cristales de las farolas y de las botellas de cerveza mientras salía del parque, dejando atrás, en el terraplén, la mancha pálida bajo la luna de una cara con los ojos fijos y abiertos.
La encontraron por casualidad unos barrenderos del ayuntamiento después de una noche y un día enteros de búsqueda. La luz del amanecer de aquel día habría ido definiendo la cara de la niña, el bulto de su cuerpo, que desde lejos había parecido como un montón de ropa tirada allí, en el terraplén, donde algunos desaprensivos tiraban basuras, cascos rotos de litronas, cartones de vino malo y de zumo de piña. La científica encontró rastros de sangre masculina, residuos de piel, pelos de la cabeza y del escroto, colillas con saliva. Iluminaba la cara de la niña la luz de las linternas y de los flashes que disparaba Ferreras, el forense, bajo las copas altas de los pinos. «Murió hacia las nueve, lo que no sabemos es cuánto tardó en morir». Tenía la boca taponada por algo, lo que la había asfixiado, un tejido desgarrado y manchado de sangre que el forense extrajo más tarde en el depósito, muy poco a poco, todavía húmedo, denso de babas, de sangre. «No hay restos de semen», le dijo al inspector Ferreras, señalando una de las manchas con la punta del bolígrafo, mientras se despegaba de las manos los guantes de goma con un ruido desagradable, y se las lavaba después bajo el agua caliente de un grifo. A su espalda, en la mesa permanecía tendido el cadáver amarillento, amoratado, desnudo y flaco, con las rodillas desolladas, con calcetines blancos.
Fátima. Se llamaba Fátima. No había vuelto después de ir a comprar una cartulina y una caja de ceras a la papelería de enfrente.
Cuando el inspector visitó su casa para entrevistar a sus padres, no pudo evitar contemplar las fotos de la primera comunión de la niña, componiendo las imágenes de una capilla sobre una repisa en el mueble del televisor.
Así recibía Mágina al inspector en su regreso a la ciudad, con un caso igual y, a la vez, distinto a los que se había enfrentado en sus años de servicio en Bilbao: el mal cambia sus excusas y disfraces, pero daña lo mismo.
De eso hablaba con el Padre Orduña en su primera visita de cortesía tras cuarenta años de ausencia.
—Busca sus ojos—le había dicho el padre Orduña—. Recuerda que la cara es el espejo del alma.
—En todos estos años he aprendido que es mucha la gente que no tiene alma.
—Eso no es cierto. No hay nadie que no tenga alma, hasta el peor asesino fue creado por Dios a su imagen y semejanza.—replicó el padre Orduña.
—¿Lo reconocería usted? —dijo el inspector—. ¿Sería capaz de identificarlo en una fila de sospechosos, como cuando nos ponía en fila a nosotros porque alguien había hecho una travesura y usted se nos quedaba mirando uno por uno y siempre encontraba al culpable?
—Cristo supo que Judas era el traidor nada más que mirándolo.
—Pero él actuaba con ventaja. Ustedes dicen que era Dios.
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