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De día y de noche iba por la ciudad buscando una mirada. Vivía nada más que para esa tarea, aunque intentara hacer otras cosas o fingiera que las hacía, sólo miraba, espiaba los ojos de la gente, las caras de los desconocidos, de los camareros de los bares y los dependientes de las tiendas, las caras y las miradas de los detenidos en las fichas. El inspector buscaba la mirada de alguien que había visto algo demasiado monstruoso para ser suavizado o desdibujado por el olvido, unos ojos en los que tenía que perdurar algún rasgo o alguna consecuencia del crimen, unas pupilas en las que pudiera descubrirse la culpa sin vacilación, tan sólo escrutándolas, igual que reconocen los médicos los signos de una enfermedad acercándoles una linterna diminuta. Se lo había dicho el padre Orduña, «busca sus ojos», y lo había mirado tan fijo que el inspector se estremeció ligeramente, casi como mucho tiempo atrás, aquellos ojos pequeños, miopes, fatigados, adivinadores, que lo reconocieron en cuanto él apareció en la Residencia, tan instantáneamente como él mismo, el inspector, debería reconocer al individuo a quien buscaba, o como el padre Orduña había reconocido en él hacía muchos años el desamparo, el rencor, la vergüenza y el hambre, incluso el odio, su odio constante y secreto al internado y a todo lo que había en él, y también al mundo exterior.
Sería probablemente la mirada de un desconocido, pero el inspector estaba seguro de que la identificaría sin vacilación ni error en cuanto sus ojos se cruzaran con ella, aunque fuese una sola vez, de lejos, desde el otro lado de una acera, tras los cristales de un bar. Le ayudaba en su búsqueda la circunstancia ventajosa de que también él era todavía en gran parte un desconocido en la ciudad, porque le habían trasladado a ella sólo unos meses antes, a principios de verano, casi por sorpresa, cuando ya no creía que su petición fuera a ser respondida, al menos hasta que el año siguiente volviera a abrirse el concurso de traslados. Si algo tarda tanto en llegar, más valdría que ya no llegara nunca: el inspector le mostró la notificación a su mujer, que llevaba años esperándola, pero ella no dio señales de alegría, ni siquiera de alivio, se limitó a asentir, despeinada todavía, ausente, como recién levantada, aunque eran las tres de la tarde, volvió a guardar en el sobre la notificación con membrete y prosa oficial, la dejó sobre un aparador y se quedó un instante con la cabeza baja, como si no recordara adónde iba, frotándose las manos.
Lo que tarda tanto en llegar es igual que si no hubiera llegado, peor incluso, porque el cumplimiento a destiempo de lo que tanto se deseó acaba teniendo un reverso de sarcasmo. Pero durante mucho tiempo él se había negado a solicitar el traslado, o le mentía, parcialmente, le contaba que había mandado la solicitud, o que habían cerrado el plazo antes de tiempo, excusas para no decirle que el miedo o el peligro a él no le importaban tanto como la posible vergüenza, la deslealtad hacia los compañeros, hacia los amigos asesinados, a los desfigurados o paralizados para siempre después de una explosión. A él le importaban esas cosas, pero no a ella: ella esperaba, desde la mañana hasta la noche, a veces también a lo largo de la noche entera, esperaba sentada cerca del teléfono y enfrente del televisor encendido, o al otro lado de los visillos de una ventana, mirando hacia la calle, sobresaltada por cualquier cosa, por un timbrazo, por el petardeo de un coche, por una alarma que saltaba en alguna tienda de la vecindad. Había esperado hora tras hora y día tras día durante años, tantos años que ya eran demasiados, que al final ya no preguntaba ni pedía, ya no empezaba casualmente a la hora de comer una conversación en la que habría de irse deslizando hasta encontrar la ocasión de preguntarle por el traslado. Pero justo cuando llegó la notificación (que en realidad era una orden, y tal vez hasta una sugerencia de retiro) ya hacía algún tiempo que ella había dejado de preguntar, no sólo sobre el traslado, sino sobre cualquier cosa, si el inspector volvía muy tarde y no había avisado por teléfono ya no lo esperaba levantada en camisón para reñirle o para romper en llanto. Entraba en la casa y encontraba con infinito alivio que las luces estaban apagadas, se quitaba los zapatos, la cartuchera con la pistola, entraba a tientas en el dormitorio, alumbrado tan sólo por un rastro de luz de las farolas de la calle, y se desnudaba con sigilo, oyéndola respirar, en la oscuridad donde sólo brillaban las cifras rojas de la radio despertador, se deslizaba en el interior de la cama, con un pesado mareo de cigarrillos y de whisky, cerraba los ojos, tanteaba en busca del cuerpo de ella, que no deseaba desde hacía tanto tiempo, y entonces se daba cuenta de que no estaba dormida, y fingía dormirse él, para evitar cobardemente las posibles preguntas, las repetidas tantas veces, como el llanto y las quejas, por qué había tenido que llevarla a una tierra tan hostil y tan lejana de la suya, por qué ya no la tocaba nunca.
El inspector, desconocido aún en la ciudad, examinado todavía con algo de admiración y algo de recelo por el personal de la comisaría, porque del norte había traído consigo una confusa leyenda de determinación y coraje, pero también de arrebatos de desequilibrio, iba por la calle buscando la cara de alguien a quien reconocería, estaba seguro, instantáneamente, tal vez con un segundo de estupor, como cuando en un escaparate se ve uno a sí mismo y no sabe quién es porque está viendo no la expresión premeditada de la cara que suelen mostrarle los espejos, sino la otra, la que ven los demás, que resulta ser la más desconocida de todas. Busca sus ojos, le había dicho el padre Orduña, y él salió esa noche de la Residencia buscando caras y miradas por la ciudad casi vacía, con una oscuridad de invierno prematuro, de puertas y postigos cerrados contra el invierno y el miedo, porque desde la muerte de la niña parecía que hubiera renacido un miedo antiguo a las amenazas de la noche, y las calles se quedaban enseguida desiertas y la oscuridad parecía más profunda, y las luces más débiles. Los pasos de cualquiera sonaban como los pasos de ese hombre cuya mirada buscaba el inspector, cualquier figura solitaria con la que se cruzase podía ser la misma que nadie vio subir del pequeño parque de la Cava en la noche del crimen, alguien que intentaría fingir una cierta naturalidad al regresar a la luz, que sin duda se había sacudido la tierra que le manchaba los pantalones y se había ordenado el pelo con los dedos mientras se deslizaba entre los setos abandonados, entre los bancos donde ya no se sentaban las parejas de novios y bajo las farolas que nunca estaban encendidas, porque cada fin de semana las apedreaban las cuadrillas de jóvenes que se iban a beber a los jardines. Pisaría los cristales de las farolas y de las botellas de cerveza mientras salía del parque, dejando atrás, en el terraplén, la mancha pálida bajo la luna de una cara con los ojos fijos y abiertos. Alguien anda ahora mismo por la ciudad y guarda dentro de sí el recuerdo de esos ojos en el último instante en que fueron capaces de mirar, un segundo antes de que los vitrificara la muerte, y quien ha provocado y presenciado esa agonía no puede mirar como cualquier otro ser humano, en sus pupilas debe quedar un reflejo, un residuo o un chispazo del pavor que hubo en aquellos ojos infantiles. Cuarenta años atrás, el padre Orduña paseaba su mirada por la fila de niños que mantenían la vista al frente mientras aguardaban un castigo y distinguía sin dificultad la mirada del culpable, y luego, después de desenmascararlo y avergonzarlo ante los otros, sonreía y declaraba: «La cara es el espejo del alma».
Pero el inspector estaba seguro de que hay gente que no tiene alma, y lo que buscaba, sin precisar mucho ese pensamiento, era una cara que no reflejase nada, la cara neutra y los ojos como deshabitados que había visto algunas veces a lo largo de su vida, no demasiadas, por fortuna, al otro lado de una mesa de interrogatorios, bajo los tubos fluorescentes de las comisarías, y también las fotos, algunas caras de sospechosos y convictos que provocaban en él, más que miedo o desprecio, una sensación muy desagradable de frío. En realidad, pensaba ahora, no había conocido a muchos, no era muy frecuente, ni siquiera para un policía, encontrarse con una cara en la que no había el más leve reflejo de un alma, con unos ojos en los que sólo sucediera el acto de mirar.
—Pero eso no es cierto —le había dicho el padre Orduña—. No hay nadie que no tenga alma, hasta el peor asesino fue creado por Dios a su imagen y semejanza.
—¿Lo reconocería usted? —dijo el inspector—. ¿Sería capaz de identificarlo en una fila de sospechosos, como cuando nos ponía en fila a nosotros porque alguien había hecho una travesura y usted se nos quedaba mirando uno por uno y siempre encontraba al culpable?
—Cristo supo que Judas era el traidor nada más que mirándolo.
—Pero él actuaba con ventaja. Ustedes dicen que era Dios.
—A Judas lo reconoció con su parte de hombre. —El padre Orduña había adquirido una expresión muy seria—. Con el miedo humano que tenía a ser torturado y a morir.
Buscaba unos ojos, una cara que sería el espejo de un alma emboscada, un espejo vacío que no reflejaba nada, ni el remordimiento ni la piedad, tal vez ni siquiera el miedo a la policía. Quedaron rastros de sangre masculina, residuos de piel, pelos de la cabeza y del escroto, colillas con saliva. Por las aceras, al otro lado de los cristales de los bares, en los primeros anocheceres adelantados y fríos del otoño, el inspector veía como manchas sin precisión ni volumen las caras de la gente y entre ellas surgía sin aviso la cara imaginada de su mujer, con la que había hablado por teléfono antes de salir de la oficina.
La llamaba todas las tardes, a las seis, cuando empezaba en el sanatorio la hora de visita, y algunas veces le preguntaba cómo estaba y ella no decía nada, se quedaba junto al teléfono, callada, respirando fuerte, como cuando estaba tendida en la oscuridad del dormitorio.
Pero otras caras se le imponían ahora, en un esfuerzo de su voluntad que era también una manera instintiva de huir de su invencible vergüenza. Ahora no podía distraerse, ahora tenía que buscar, que seguir buscando la cara del desconocido, y el impulso que lo alimentaba en su búsqueda obsesiva y no lo dejaba dormir ni ocuparse de nada más no tenía que ver con su sentido del deber o del orgullo profesional y menos todavía con ninguna idea de justicia: lo que lo empujaba era una urgencia de restitución imposible y un apasionado rencor que sin saberlo nadie era un nítido deseo de venganza. Tenía que encontrar la cara de un desconocido para castigarlo porque había matado y para impedirle que volviera a matar, pero quería encontrarla sobre todo para mirarlo a los ojos y concederse durante unos segundos o minutos un arrebato de amenaza, para atrapar a ese individuo por las solapas o por el cuello de la camisa y mirarlo al fondo de los ojos desde muy cerca y golpearle la cabeza contra la pared, para que se muriera de miedo, para que se meara, como se meaban tantos años atrás en las comisarías los estudiantes, los detenidos políticos.
Salía de la oficina, les decía adiós con un gesto a los guardias de la puerta, miraba a un lado y a otro de la calle, con el miedo antiguo, todavía intacto, con el recelo de mirar a quienes se acercaban y de fijarse si había algún coche aparcado en una posición sospechosa, y nada más alejarse hacia el centro de la plaza donde estaba la estatua del general se convertía en un desconocido y comenzaba su búsqueda, una cara tras otra, espiando sin ser advertido, volviendo siempre a los mismos lugares, la papelería del Sagrado Corazón, donde habían visto a la niña por última vez, bajando hacia el paseo de la Cava y los jardines, en el extremo sur de la ciudad, al filo de la ladera plantada de pinos que terminaba en las huertas, en las primeras ondulaciones del valle.
Algunas tardes rondaba las verjas de las escuelas a la hora de salida. Escuchaba de lejos el escándalo de los niños o se quedaba inmóvil en la acera, entre las madres que esperaban, y entonces se le aparecía la cara de la niña muerta, la de las fotografías y el vídeo de la comunión, la cara que él mismo había visto a la luz de las linternas y de los flashes que disparaba Ferreras, el forense, bajo las copas altas de los pinos, en el terraplén donde la encontraron por casualidad unos barrenderos del ayuntamiento después de una noche y un día enteros de búsqueda. Hacia las nueve de la noche, no mucho más tarde, dijo luego Ferreras, despegándose de las manos los guantes de goma con un ruido desagradable, lavándoselas después bajo el agua caliente de un grifo. «Murió hacia las nueve —repitió—, lo que no sabemos es cuánto tardó en morir», y se acercó otra vez hacia la mesa en la que estaba tendido el cadáver amarillento, amoratado, desnudo y flaco, con las rodillas desolladas, con calcetines blancos. Si parecía una novia, había dicho la madre mirando el vídeo de la comunión delante del inspector, en medio de la tristeza horrible del piso adonde la niña, Fátima, no había vuelto después de ir a comprar una cartulina y una caja de ceras a la papelería de enfrente, y donde ahora estaban sus fotos como imágenes en una capilla, una de ellas sobre una repisa en el mueble del televisor y la otra colgada en la pared, con un marco dorado, una de esas fotos en color impresas en un material parecido al lienzo.
Estaba el inspector sentado en el sofá y la mujer le había servido, con hospitalidad incongruente, una cerveza y un platito de aceitunas, animándole a tomárselas mientras se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel, y luego había puesto el vídeo y sin mediación ni aviso apareció la cara de la niña, en primer plano, con tirabuzones y una diadema, con un vestido blanco, con muchas gasas, el mismo que le pusieron después de muerta, pero había crecido desde que hizo la comunión, un año antes, y se lo habían tenido que dejar abierto por detrás, igual que habían tenido que maquillarle la cara para disimular lo más posible las señales, las manchas moradas, para que no se notase lo que el inspector había visto en el terraplén, bajo los pinos enfermos, los ojos abiertos y ciegos, vítreos, redondos, tan abiertos como la boca.
Pero la boca estaba taponada por algo, lo que la había asfixiado, un tejido desgarrado y manchado de sangre que sólo el forense extrajo más tarde, muy poco a poco, todavía húmedo, denso de babas, de sangre, aunque no de semen, dijo Ferreras, señalando una de las manchas con la punta del bolígrafo, y el inspector sintió un acceso de asco y de frío, un principio de náusea que dio paso enseguida a un deseo rabioso de llorar. Pero le era imposible, se le había olvidado, no había sabido o podido llorar ni en el entierro de su padre, y tal vez al padre de la niña le ocurría lo mismo, tenía los ojos secos, secos y rojos, los ojos de quien no ha dormido y no va a dormir en mucho tiempo, y aunque durmiera no encontraría el descanso, porque en los sueños volvería a ocurrirle una y otra vez la desaparición de su hija y el temor y la búsqueda y luego la llamada de teléfono, el timbre de la puerta, el inspector y un par de guardias de uniforme que se quitaron la gorra antes de que nadie dijera nada. El hombre no lloró, abrió la boca tensando mucho la mandíbula inferior y entonces el grito que él no llegaba a emitir lo dio su mujer, que se había quedado en el pasillo, sin el valor preciso para acercarse a la puerta cuando sonó el timbre. Gritó y cayó al suelo, y otra mujer vino a ayudarla, y desde entonces al inspector le parecía que no había dejado de escuchar su llanto, ni siquiera cuando se iba de la casa y regresaba a la comisaría con un incierto propósito de hacer algo, de justificarse, de imaginar que el crimen no quedaría impune, que había actos y búsquedas posibles, órdenes que sólo él podía dar.
De noche, en la cama, a lo largo de tantas noches de insomnio, tendido en la oscuridad, añorando sin verdadera convicción el alcohol y los cigarrillos, veía sucederse en su imaginación las caras diversas de la niña, la que tenía cuando él la vio por primera vez y la que tuvo en la sala de autopsias cuando el forense apartó la sábana para explicarle las lesiones, y también la última cara que le había visto, la del vídeo de la comunión. Veía esas caras y luego, como si la oscuridad se hiciese más densa, veía la otra cara sin rasgos, la de alguien que tal vez a esa misma hora tampoco podía dormir, de alguien que estaba sin duda en la misma ciudad, que caminaba por sus calles y acudía a su trabajo y saludaba a los vecinos. Entonces, algunas veces, el inspector se incorporaba, como quien a punto de dormirse sufre una brusca taquicardia, tenía la sensación imposible de estar al filo de un recuerdo, pero no ocurría nada, ni siquiera le llegaba el sueño, o sólo venía cuando ya estaba amaneciendo, y pensaba en el amanecer de aquel día, en un principio de claridad que habría ido definiendo la cara de la niña, el bulto de su cuerpo, que desde lejos habría parecido como un montón de ropa tirada allí, en el terraplén, donde algunos desaprensivos tiraban basuras, cascos rotos de litronas, cartones de vino malo y de zumo de piña. Ese amanecer a él también lo sorprendió despierto, él había visto la llegada gradual de la luz y sólo supo que se había dormido cuando lo despertó como un disparo el timbre del teléfono.
Temió, confusamente, que lo llamaran del sanatorio. Temió también, y al mismo tiempo, que fuesen a comunicarle un atentado, la muerte de un compañero de la comisaría, pero al recobrar la conciencia también recordó que ya no estaba destinado en Bilbao, que le habían concedido el traslado unos meses antes, después de una espera tan larga, cuando tal vez ya era tarde, como siempre, o casi. Siempre ocurren las cosas cuando ya no hay remedio, se acordaba del modo en que lo miró su mujer cuando él le mostró la notificación, el sobre oficial con un borde desgarrado del que sobresalía una hoja de papel. Hería de tan cerca la fijeza de sus pupilas, pero no estaban mirándolo, miraban a través de él, no hacia el televisor encendido ni hacia la ventana junto a la que ella había aguardado tantas veces, sino hacia la pared, hacia el papel pintado de la pared del piso en el que habían pasado tanto tiempo sin sentir nunca que vivían allí, años en los que sólo al marcharse comprendieron que habían pasado, sin atención ni provecho, desde la última juventud hacia otra edad que no podía llamarse razonablemente madurez y en la que el inspector sentía ahora que habitaba como en una inhóspita provisionalidad tal vez definitiva, como la del piso vacío al que regresaba cada noche exhausto de tanto caminar mirando caras de desconocidos y la cama en la que ya le parecía que estaba esperándole el insomnio igual que volvería a esperarlo su mujer cuando le dieran el alta en el sanatorio.
- Análisis del narrador. Las otras voces presentes en este primer capítulo de Plenilunio.
- Caracterización de los personajes.
- Tiempo externo.
- Referencias temporales pretéritas.
- Motivo temático recurrente: persiguiendo una mirada.
Fotografía: Chema Madoz
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