Llevaban
esperando cerca de veinte minutos, así que incluso habían
conseguido aparcar, al quedarse un hueco libre cerca de donde estaban
parados. Ahora, además, llevaban diez minutos en silencio, mirando
fijamente la puerta del edificio. No es que todo estuviese dicho,
pero no servía de nada dar vueltas y más vueltas a la misma
conversación.
Fue Miguel el que rompió el silencio nuevamente.
—¿Y si hoy no sale?
—Miguel, lo hace todos los días, descuida.
Fue una coincidencia, pero acababa de decirlo cuando la
vieron aparecer por el portal.
Su madre.
Petra Puigbó se detuvo tan sólo un par de segundos
para saludar a una mujer que se le cruzó en dirección contraria.
Luego siguió caminando a buen paso, hasta perderse por la
primera esquina de la derecha, por el lado opuesto al que se
encontraban ellos. Estela todavía no se movió del coche.
Contó hasta diez.
—Vamos —suspiró finalmente.
Salieron los dos del coche y él lo cerró con el botón
de la llave. Cruzaron la calzada y se metieron en el portal, vacío a
esa hora. El ascensor los condujo al piso de los Lavalle. En menos de
un minuto estaban en su interior.
Sólo entonces los nervios de Estela empezaron a
dispararse.
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