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jueves, 29 de enero de 2015

SIMBOLISMO Y SÍMBOLOS, Ricardo Gullón





   La mejor poesía del modernismo hispánico es de tendencia simbolista, influida, de un lado, por los simbolistas franceses del siglo XIX y, de otro, por el simbolismo tradicional o sea, por la necesidad de expresar un orden de realidades distinto de las tangibles que, como escribió San Juan de la Cruz en el prólogo al Canto espiritual, sólo puede manifestarse por medio de «extrañas figuras y semejanzas» Reconocía San Juan la existencia de lo inefable y la imposibilidad de manifestar en palabras ciertos sentires y movimientos del espíritu. Si los términos comunes —decía— no bastaran al Espíritu Santo «para dar a entender la abundancia de su sentido», menos podrían bastar a las limitaciones del verbo Propias del hombre; no cabe sino sugerir por medio de signos una equivalencia de esos impulsos oscuros, malamente dilucidables.
   El simbolismo, más que una escuela, es manera de creación caracterizada por la sugestión y, a veces, por el hermetis mo. Con él la poesía se conviene en un modo de penetración en zonas de sombra, que en los modernistas, como primero en los románticos, no son únicamente las de la noche, sino las del sueño, el delirio, el azar y aun la carne (pues la voluptuosidad llegó a parecer un método de conocimiento. Y vista como exploración, la poesía implica ascensiones y descensos, visión de cumbres y exploración de galerías, laberintos y subterráneos. Como experiencia, se relaciona en este período con doctrinas ocultistas y esotéricas, y la visión es parte del instrumental creativo. Quiere el poeta expresar, mediante un código verbal adecuado, analogías y correspondencias intuídas en el universo. En cuanto existe reconoce un alma; quizá natural, como la de los árboles o el agua, cuyas voces escucha; quizá incorporada, como en el espejo, donde algún personaje de Leopoldo Lugones encuentra amor y muerte Traducir lo inexpre sable y crear por ello un sistema de signos que lo declara son designios del poeta modernista Rubén Darío lo entendió mejor que nadie, y en su sistema, para sugerir lo que deseaba decir, echó mano de mitología y leyendas, exponiéndolas en imágenes y símbolos.
   Las figuras del mito despliegan su gracia en las páginas de los modernistas: sirenas y faunos, vírgenes y centauros... Salomé y Lorelei son símbolos, como lo son (más que realidades históricas) Ver-salles y Roma. Después veremos el sentido que se atribuye al parques, fuentes, aves y flores, sombras y nieblas.
   Entendido el misterio como realidad apremiante, la incitación a explorarlo fue grande. La concepción del mundo como representación les distanció de la realidad perceptible atrayéndolos a la que no se ve, a los reinos de sombra. Schopenhauer y Hugo concurrieron a fomentar esta incliación, impulsada también por Wagner y Dante Gabriel Rossetti, aquél que con una música propicia a la vaguedad y al ensueño y éste con una pintura (y una poesía) de misticismo estetizante, en la que emergen figuras que trascienden la realidad y aspiran a ser vistas como signos de mundos ideales y raros.
   Agente de comunicación con el misterio, el símbolo revela intuiciones que no podría explicm- quien tas experimenta; su plurivalencia justifica un margen de variación en el descifrado. Entender el símbolo con rigor, con cabal precisión, puede ser empresa árdua; rara vez será imposible. Transformado en arquetipo, descifrarlo no ofrece dificultades: El Cid o el Heroísmo, don Juan o el Seductor; esa facilidad puede girar hacia lo incierto, y una relativa ambigüedad se impone.
   Con su aproximación a un mundo situado más allá de los sentidos, irreductible a la ciencia, el simbolismo es acaso el más oblicuo entre los modos de la insumisión modernista. La protesta con
tra el positivismo y el cientificismo, contra los dogmas y convenciones sociales y contra la exigencia de dar a todo una explicación racional, caracteriza a los modernistas de lengua española. Rubén Darío se siente sacerdote de una religión eterna: la Belleza (así, con mayúscula), y Juan Ramón Jiménez se retira del mundo para confinarse en el espacio mágico de la creación poética. La estética y la ética les parecen dos caras del mismo fenómeno: lo bello es lo bueno por el hecho de su hermosura misma y lo bueno es de suyo hermoso.
Apenas se registra en el modernismo hispánico el extremo hermético en que se complacieron Mallarmé y Rimbaud. El misterio, como mostraron Darío y Antonio Machado, puede expresarse en formas transparentes, o casi: la fuente, la colmena y el sol sirvieron para sugerir la presencia (o el deseo) de Dios en un corazón desvalido. Machado había aprendido de Santa Teresa que el sim-bolo puede aludir a lo irracional por vías racionales. La dificultad de nombrar es superable sin reducir la intuición a signos enigmáticos. Cabe esforzarse en que sugerencia y alusión indiquen con un mínimo de oscuridad el alcance de lo intuído.
   La general accesibilidad del símbolo modernista (no faltan excepciones en poemas de Herrera Reissig, el último Juan Ramón Jiménez, y hasta de Antonio Machado) se debe a que se impuso entonces la utilización general de un repertorio de figuras que con variantes, añadimientos y restas se da de alta en casi todos los poetas de nuestro modernismo. Esta comunidad de sistema se deriva de coincidencia en ideologías y se refleja en la utilización de análogos recursos estilísticos.
El cisnc o el parque viejo, por ejemplo, proliferan como consecuencia de la necesidad o el deseo de disentir de las convenciones tradicionales. Al exaltar la belleza y exhibir la nostalgia, incluso si no resulta claro de qué se sienten nostálgicos, los poetas están rechazando indirectamente un presente deplorable. La idea de que el mundo social se basa en la fealdad (en la injusticia) y de que alzarse contra él es un deber moral,
suyace bajo esa actitud que, según acabo de indicar, es tanto ética como estética.
   Cuando, siguiendo a los románticos, cultivaron el nocturno como forma poética apropiada para el despliegue del sentimiento, respondieron a una exigencia de los tiempos tanto como a una motivación personal. En la música, en pintura y en poesía el nocturno se impuso. Y es natural, pues la noche es a la vez enigma y tentación; como enigma, incita al descifrado; como tentación, impulsa a compartir lo en ella oculto. Por eso el poeta quiere hacerse vidente, descubrir secretos inaccesibles a la mirada mortal. Machado dijo:

El alma del poeta
se orienta hacia el misterio. 
Sólo el poeta puede
mirar lo que está lejos
dentro del alma, en turbio 
y mago sol envuelto.

   El misterio está dentro del ser, y la sombra envuelta en luz. Ha de dejarse en libertad a la imaginación, y mirar, no en lo que se Ve, sino en lo que se fantasea o se sueña. En el nocturno, figuras y sucesos resuenan con resonancia peculiar: la noche, como en cierto poema de Darío, tiene un corazón que puede ser auscultado. Tal es el modo de comunicar con el universo, y la aspiración de lograrlo convierte al poeta en mago.
   En un texto de principios de siglo, Manuel de Montoliú se refirió al «poder de transformar lo individual en universal y de saber ver lo más sublime (es decir, ‘el gran secreto’, como dijo Goethe) en el fondo de la cosa más insignificante». Visión y transformación manifiestas en un simbolismo que el propio Montoliú calificaba de natural y necesario. Darío y José Asunción Silva utilizaron las posibilidades estilísticas del nocturno con gran sutileza, figuraron en el símbolo sensaciones y situaciones en que lo real y lo alucinado se dan la mano. Como en la pintura de Redon y de Moreau, un indeciso denominador común flota en el poema y una armonía sideral tiende a establecerse en él.
   La novela modernista no dejó de utilízar el símbolo como recurso de uso frecuente. Como en la lírica, servía para añadir una dimensión a lo narrado, proyectando tema y personajes más allá de lo literal, hacia una posibilidad de lectura que la novela realista suele ignorar. (La excepción serían ciertas obras de Galdós). Los modernistas no se creyeron obligados a ver las cosas según son, porque no creían, como los realistas pensaron (si así lo pensaron), que los límites de la verdad coincidieron con los de la realidad. Desde Amistad funesta, de José Martí, las cosas empiezan a cambiar; en La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, y en Sangre patricia, de Manuel Díaz Rodríguez, el cambio es total: los personajes se mueven en un mundo concreto, bien perfilado, pero sus actos los desplazan a otro espacio, en donde alcanzan significación transcendente. A veces, como en la novela de Díaz Rodríguez, la alucinación es consustancial al personaje; otras, como en la de Larreta, el erotismo y la brujería descubren bajo el plano real una dimensión simbólica en que os fenómenos adquieren un sentido que la mera literalidad más encubre que descubre.
   Analizando Sangre patricia se observa que la figura central es presentada como diosa y vista a lo largo de la narración como flor o nereida. Varía la imagen, pero no la sustancia, vagorosa adrede, misteriosa por necesidad estética. Mostrarla en sus avatares dentro de la muerte-sombra en que existe (y, en contexto, sí cabe hablar de existencia en tal ámbito), impone la desrealización de la figura, que determina el curso de la acción desde una figuración en que encarnan impulsos elementales de lo que, desde finales del siglo XIX, empezaba a ser llamado lo Inconsciente (así, con mayúscula caracterizadora). En los cuentos de Clemente Palma y de Horacio Quiroga surgen fuerzas turbias, potencias que representan la malevolencia, la muerte o simplemente el destino. Pueden parecernos truculentos, pero en su truculencia hay alusiones a ultrarrealidades que trascienden la literalidad del texto.

RICARDO GULLÓN, "Simbolismo y símbolos", El simbolismo.Soñadores y visionarios, Tablate Miquis, Madrid, 1984.

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