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jueves, 28 de febrero de 2013

UN DESEO Y ALGO MÁS..., Paula Ois


UN DESEO Y ALGO MÁS...

   Mi deseo de pequeña siempre había sido tener una yegua y una perrita, pero no de cualquier raza, sino que yo quería una yegua trotona francesa y una perrita yorkshire terrier.
   No me atreví a decírselo a mis padres hasta los 10 años, pero mi deseo ya venía desde hacía tiempo.
   Mi afición por los animales me la habían transmitido mis abuelos, ya que ellos tenían una granja. Desde pequeñita mis padre me llevaban a casa de mis abuelos, y era ya de esperar, que tanto tiempo allí me dejó huella.
   Pasaba todos los veranos en casa de mis abuelos con mi hermano, ya que mis padres trabajaban y nosotros éramos muy pequeños para que estuviéramos solos.
   Mi abuelo siempre decía que sería un orgullo para él que yo de me licenciara en  veterinaria, pero no por el título , sino que fuese veterinaria por amor a los animales.
   Uno de esos veranos fue inolvidable para mí: mi abuelo me había mandado a un campamento cerca de su casa. A mí, al principio, no me hizo mucha ilusión, pero enseguida, cuando me dijo que era de caballos… empecé a dar saltos y a gritar por toda la casa (tanto es así que la vecina de mi abuela, se sorprendió y vino a nuestra casa a socorrernos, ya que pensó que nos habían robado).
   El campamento fue inolvidable: aprendí a montar a caballo, a cepillarlo, a bañarlo… Y lo mejor de todo es que en esa escuela de hípica también había muchos perros; y el que más me gustaba era una perrita un tanto revoltosa, pero muy cariñosa.
   Tanto aprendí que mis padres me metieron en la escuela hípica para ir casi todos los días, invierno o verano, primavera o otoño… Todos los días del año. Me lo pasaba muy bien…
   A los once años, cuando me atreví a contárselo a mis padres me respondieron: “con la que está cayendo y tú pretendes que tengamos otro perro, lo siento, cariño, no podemos; sabes que papá está en paro, que casi no llegamos a fin de mes, y no podemos permitirnoslo”. Y yo me enfandé un montón, tanto que en una semana no les hablé.
   Al establo siempre me llevaba mi abuelo, que estaba, también, muy emocionado e interesado en los animales. En la vuelta en coche, yo le contaba a mi abuelo todo lo que había hecho esa tarde, y él me contaba sus tareas y trabajos que tenía que hacer en la granja.
   Los dos estábamos muy unidos, pero todo cambió cuando a mi abuelo le dio un ataque al corazón… Estuvo muchos días ingresado en el hospital, unos días de incertidumbre, por no saber qué le iba a pasar.  A los 15 días murió, su corazón ya no pudo aguantar más, y Dios lo quiso llevar a su lado.
   Ese mes había sido muy malo, para toda mi familia; una muerte que llevó a un estado familiar pésimo, y desagradable. Todos estábamos muy tristes, pero creo que la que más yo. Un abu, era un abu, y como hasta ese momento ya solo tenía, luego no tenía ninguno.
   Pasaron meses y meses y ya me hice mayor, tenía 16 años cuando superé definitivamente esa muerte, esos años había tenido que ir al psicólogo, ya que no aceptaba su muerte.
   Pero un día reflexioné y me di cuenta de que con llorar y deprimirse no se llega a ningún sitio. Entonces, desde aquel momento tiré para delante. Nada más terminar el bachiller me adentré en el mundo de los animales, un orgullo para mí, y seguro que para mi abuelo, ya que unos años después empecé a hacer cursos de veterinaria y prácticas en una yeguada de gente importante y famosa en ese mundo.
   Había días muy malos donde los caballos enfermos no se curaban, y otros  eran bastante bonitos, ya que nacía un potro, animal que veías todos los días y que poco a poco crecía sano y fuerte.
   De lo que más orgullosa estoy en este momento es de mi abuelo, que me dio todos esos conocimientos, y esos momentos de felicidad y complicidad con esos seres vivos, que aunque algunas personas piensen que no son más que unos simples animales, pueden llegar a tener un gran vínculo de afecto y cariño contigo.

   Por todo esto, ¡muchas gracias, abuelo!

Paula Ois

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