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lunes, 18 de febrero de 2013

VAIVÉN, Laura Castro Martínez



VAIVÉN

   Allí estaba, delante de la puerta, de pie, con veinticuatro niños mirándome fijamente, llenos de curiosidad. Y yo sin saber, ni siquiera si llevaba lo necesario en la mochila o si iba vestida para la ocasión. Me recibió la que sería mi maestra durante todo el curso. Parecía seria pero era muy agradable.
   No sabía dónde tenía que sentarme puesto que era mi primer día en ese centro, en esa ciudad y en ese país. Tenía miedo de no encajar allí por el color de mi piel, por mi idioma o, simplemente, por mi timidez.
   La profesora decidió que era la hora de la presentación. Me consolé un poco al ver que había gente de otros colores y de otras nacionalidades.
Llegó el recreo y estaba sola. Hasta que una de las chicas de mi clase, me preguntó si quería jugar con ella. Y lo dije que sí. Los juegos eran muy divertidos. Tocó el timbre y nos colocamos en la fila para subir a la clase. Así transcurrió toda la mañana.
   Cuando tocó la sirena para salir, llegó lo peor. Había 10 autobuses y no sabía en cuál tenía que ir. Al final arrancaron porque se les hacía tarde y yo esperé por mi madre. Tardó mucho tiempo y, además, se enfadó conmigo.
   Cuando llegó la noche, como siempre, escribí en mi diario lo que me había sucedido durante el día. Como era la tercera vez que pisaba un país en tan sólo diez años de edad, lo consideraba un paso más en la vida. Escribí que papá y mamá me habían dicho el día que nos mudábamos, que en este país teníamos muchas posibilidades y, a mí, me contagiaron su entusiasmo. También sé que nos mudamos otra vez por cuestiones de trabajo.
   Lo que más me sorprendió fue mi nuevo colegio.¡Era inmenso! Tenía dos patios, (en el interior se jugaba al brilé y en el exterior, al fútbol y al baloncesto), un pabellón, un espacio para jugar a la cuerda, aproximadamente 45 aulas, una biblioteca, un aula de música y otra con montones de ordenadores, un cuarto de baño en cada planta, una secretaría, una sala de usos múltiples ...
   Me pasó el resto de la semana más rápido de lo que pensaba y, cuando llegó el sábado, fuimos mi madre y yo a conocer el pueblo. Era un pueblo pequeño pero acogedor. ¡Sonaban campanas en las iglesias cada hora en punto, y había muchas iglesias! La plaza principal estaba siempre muy concurrida y había muchos niños pequeños jugando y muchas personas mayores hablando. Como era sábado nos dijeron que había mercado. ¡Casi no se podía andar! Los edificios eran muy antiguos y escondían mucha historia, siempre había gente por la calle: andando, haciendo, footing, andando en  bici...   En resumidas cuentas,¡ Betanzos es un pueblo para visitar! Lo que más me impactó fue la noche. Había gente en las terrazas de los bares y en el campo, dando sensación de tranquilidad. La gente no tenía prisa como por el día.
   El lunes de la semana siguiente íbamos a hacer una excursión con mi clase a la playa. Cuando me lo dijeron estaba muy contenta,  puesto que mi país está muy alejado de la costa.
   Cuando llegó el día, llegamos al colegio con una mochila para el viaje. Yo, llevaba un bañador con rayas amarillas y azules y, mi mejor amiga, Lucía, lo tenía de un color anaranjado.
   Subimos en el autobús. Por el camino cantamos canciones y contamos chistes. El viaje se me hizo corto y muy divertido.
   Cuando llegamos, bajamos del autobús y fuimos por el camino de piedra hasta la arena, tan misteriosa para mí. Cuando la toqué parecía áspera pero después fue pareciéndome más suave a medida que me fue pasando el tiempo.
   Dejamos las cosas en la arena y los niños propusieron jugar un partido de fútbol, y así hicimos. Yo no comprendía cómo podían esperar tanto para zambullirse en el agua. Pero decidí jugar para no quedarme sola. Al cabo de una hora, cuando sólo quedaba media hora para marchar, nos metimos en el agua. Metí la punta del pie y parecía fría, pero empezamos a nadar y esa sensación desapareció. Era como volar en un cielo despejado de una mañana de domingo. Una sensación que muchos no la valoraban como hacía yo.
   Cuando llegó la hora de irnos, nadie quería irse, y yo menos.
   Con el tiempo, vi que un país tiene unas costumbres completamente diferentes a otro. En Galicia, celebran unas fiestas muy divertidas. Yo, fui a casi todas: me disfracé de dama en la feria medieval, comí tortilla en la fiesta de la tortilla, asistí, con miedo, al lanzamiento del globo, vi el desfile de la reina de las fiestas ... A la única a la que no me dejaron ir fue a la del vino y, con razón. Me divertí mucho en Betanzos!
    Pasados varios meses, mis notas subieron, aprendí a hablar mejor el castellano y tuve más amigos de lo que nunca imaginé. En resumidas cuentas, que poco a poco me fui acostumbrando a este pueblo, haciendo más amistades y estudiando más.
    Pero un día mi padre me dijo que, lamentablemente, quizás dentro de diez días nos marcharíamos otra vez al pueblo en el que nací, porque había recuperado su primer puesto de trabajo y ganaría más dinero. 
   Esa noche no tuve ánimos para, ni siquiera, escribir en mi diario. Estaba triste, ya que había pasado casi un curso y estaba descubriendo experiencias nuevas con unas personas que fueron muy amables conmigo, amigas.
   Los primeros ocho días no le dije a nadie que me iba, porque yo aun no lo había asimilado muy bien, no me creía que después de pasar tanto tiempo, tuviéramos que volver a empezar otra vez de nuevo.
   El noveno día era el último día que veía a mis compañeras del colegio. No todas me trataban igual de bien, pero en ese momento aprecias hasta al diablo. Transcurrieron las clases como un día normal.
   Pretendía no decirles nada para que no fuera tan difícil para mí despedirme pero, sin poder evitarlo, lloré. Lloré por la pena que me daba marchar. Lucía me preguntó  qué me pasaba y se lo conté. Ella, también lloró. Fue difícil, pero me despedí de todos, uno por uno.
   Al día siguiente nos levantamos a las siete para no perder el avión.
   Estaba triste, pero comprendía que este había sido uno de los muchos capítulos que  me quedaban aún por vivir. No tenía sentido mirar atrás cuando, lo más importante era disfrutar el  presente.
   Durante el camino de vuelta, no dejé de cavilar.
   Llegamos a casa, el que había sido nuestro hogar durante varios años pero, sin duda de la que guardo mejores recuerdos. Fue ahí donde pronuncié mis primeras palabras o donde di mis primeros pasos. Pero eso daba igual, ese día regresé a mi país natal y no volveríamos a dejarlo atrás.
   Ha pasado el tiempo y me he dado cuenta de que lo más importante no es dónde estés, si estás con las personas que te quieren. Por eso sigo en contacto con Lucía y los demás. No me olvido de ellos ni de mis padres, a los que voy a visitar siempre que puedo.
   Ahora vivo con mi novio en un barrio cercano y vamos cada verano a pasar las vacaciones a Galicia. Hacemos alguna excursión y descubrimos cosas nuevas. Siempre hay algo que descubrir.

Laura Castro Martínez

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