EL PLATO DE MADERA
Érase una vez una familia formada por un matrimonio, su hijo de nueve años y el abuelo. Había una buena armonía entre ellos. El padre y la madre trabajaban para sacar adelante la casa y ambos atendían a las tareas del hogar. El chico iba a la escuela, era buen estudiante e ingenioso; cuando no estaba en clase, se divertía jugando con sus amigos como todos los muchachos del mundo.
El abuelo era ya anciano; había pasado la vida trabajando de sol a sol con sus manos,aunque la fatiga nunca había vencido su esfuerzo para proveer de comida y bienestar a su familia. El padre comprendió que, si no respetaba al abuelo, tampoco su hijo le
mostraría respeto a él. No exijas a los demás lo que tú no cumples.
Pero tanto y tan prolongado afán se había cobrado un doloroso tributo: sus manos temblaban como las hojas de un árbol viejo bajo el viento de otoño. A pesar de sus esfuerzos, a menudo los objetos se le caían de las manos y a veces se hacían añicos al dar contra el suelo.
Durante las comidas, no acertaba a llevar la cuchara a la boca y su contenido se derramaba sobre el mantel. Para evitarlo, procuraba acercarse al plato, pero éste solía terminar roto en pedazos sobre las baldosas del comedor. Y así un día tras otro. Le sabía muy mal y pedía disculpas cuando le ocurrían estos contratiempos; hubiera querido conservar el vigor que tenía cuando era joven. La madre que era su hija, disimulaba tanto como le era posible para no avergonzarlo.
—No te preocupes, abuelo; esto le puede ocurrir a cualquiera- le decía mientras le acariciaba suavemente las manos. Y recogía los pedazos del suelo tan discretamente como podía.
Pero el padre, su yerno, no tenía los mismos sentimientos. Estaba muy molesto por los temblores del abuelo. Por fin tomó una decisión que sorprendió y contrarió al resto de la familia: desde aquel día, el abuelo comería apartado de la mesa familiar y usaría un plato de madera; así, ni mancharía los manteles ni rompería la vajilla.
Desde entonces el abuelo comía y cenaba en un rincón del comedor con su plato de madera. Movía suavemente la cabeza con resignación y de vez en cuando enjugaba unas lágrimas que le resbalaban por las mejillas; era muy duro aceptar aquella humillación. Durante las comidas había un silencio frío, incómodo; habían desaparecido las conversaciones tranquilas y las sonrisas.
Pasaron unas cuantas semanas. Y una tarde, cuando el yerno volvió a su casa, encontró a su hijo enfrascado en una misteriosa tarea: el chico trabajaba afanosamente un pedazo de madera con un cuchillo de cocina. El padre lo observó unos instantes y, lleno de curiosidad, le dijo:
—¿Qué estás haciendo, hijo, tan concentrado? ¿Es una manualidad que te han mandado hacer en la escuela?
—No, papá – respondió el niño.
—¿Quizá es un regalo para mamá¿-insistió el padre.
—Tampoco es un regalo- contestó el chico sin levantar los ojos.
—Entonces, ¿de qué se trata? ¿No me lo puedes explicar?
—Claro que sí, papá. Estoy haciendo un plato de madera para cuando tú seas viejo y las manos te tiemblen.
Y así fue como el hombre aprendió la lección y, desde entonces, el anciano volvió a sentarse a la mesa como toda la familia.
El padre comprendió que, si no respetaba al abuelo, tampoco su hijo le mostraría respeto a él. No exijas a los demás lo que tú no cumples.
ESTEVE PUJOL & ADRIÁ FRUITÓS, El gran libro de los cuentos con valores, Parramón, Barcelona, 2009.
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