CADENA
León
se estaba afeitando cuando su mujer le recordó que era un inútil.
El dinero no alcanzaba y, además, hacía meses que no cumplía con
sus deberes carnales.
—Si
ya me lo decía mi madre: cuidado, Blanca, que éste de macho no
tiene más que el nombre.
Tres
horas después León montó en cólera porque Paloma, la becaria de
la asesoría, le trajo el café frío. Aprovechó la inercia del
rapapolvo para reconvenirla también por sus fotocopias ennegrecidas
y su falta de garbo.
—¡Yo
no sé qué os enseñan en la universidad! —exclamó, devolviéndole
el vaso de plástico.
Poco
antes de comer, Paloma recibió una llamada de Blas. Echaba mucho,
mucho, mucho de menos a su pichoncito, dijo, y quería saber cómo
estaba.
—Te
he dicho muchas, muchas, muchas veces que no me llames al trabajo. A
ver si en vez de echarme tanto de menos, empiezas a respetarme un
poco —lo interrumpió Paloma en un susurro malhumorado, y colgó el
teléfono.
A
última hora de la tarde, mientras repartía pizzas en la moto, Blas
estuvo a punto de chocar contra un coche mal aparcado. Para
resarcirse le rayó la chapa con una moneda y escribió en el
parabrisas: «APRENDE A APARCAR, MAMÓN, QUE CASI ME MATO».
Rolando
se quedó atónito al cerrar la papelería y ver el coche estragado.
Se montó maldiciendo en voz alta, calculando los costes del arreglo,
esperando que Merche tuviera la cena lista cuando él llegase a casa.
Si no, se iba a enterar.
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