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miércoles, 18 de mayo de 2022

MUJERES SOLAS EN LA OSCURIDAD, BP



 

   El 11 de febrero de 1963, la escritora Sylvia Plath entró de madrugada en el dormitorio de sus hijos y puso dos vasos de leche caliente junto a las camas; después fue a la cocina, selló los cercos de las puertas y ventanas con esparadrapo, abrió el gas y metió la cabeza dentro del horno. A las nueve y media la encontraron muerta. Ahora, justo 35 años después, su marido, el poeta Ted Hughes, acaba de publicar el libro Birthday letters, en el que relata sus años junto a ella y que ha sido recibido como una obra maestra en Inglaterra. Entre las frases con que la obra de Hughes ha sido aclamada por la crítica del Reino Unido -citadas en su crónica por la corresponsal de EL PAÍS Isabel Ferrer- hay una que llama especialmente la atención: "Por fin -escribía Erica Wagner en The Times- el relato de su trágico amor está completo". Es una opinión extraña, si tenemos en cuenta que la parte más sórdida de la historia de Plath -la que abarca sus últimos desequilibrios emocionales y la traumática ruptura de su matrimonio tras ser abandonada por otra mujer- se conoce sólo de forma fragmentaria precisamente porque Ted Hughes quemó el 50% de sus diarios al considerarlos "cosas que nuestros hijos no tienen por qué leer". Lo cierto es que Sylvia Plath no tuvo mucha suerte con la familia, ni siquiera después de muerta: la otra mitad de sus diarios sí fue publicada, pero con vergonzosas mutilaciones y notas a pie de página hechas por su propia madre. A pesar de todo, la magnitud de sus obras -en especial el libro de poemas Ariel y la novela La campana de cristal- y su suicidio la han convertido en un símbolo literario y en una mártir del feminismo: cada cierto tiempo, sus admiradores se acercan a su tumba del cementerio de Yorkshire y arrancan las letras de su apellido de casada de la lápida donde está escrito: "En memoria de Sylvia Plath Hughes / 1932-1963 / Hasta entre llamas ardientes / puede cultivarse el loto dorado".El de la autora norteamericana no es un caso aislado.- Virginia Woolf se quitó la vida en marzo de 1941, internándose en el río Ouse con los bolsillos llenos de piedras; Unica Zürn se suicidó en París en 1970; Alejandra Pizarnik se envenenó en Buenos Aires en 1972 y su compatriota Alfonsina Storni se arrojó al Mar del Plata en 1938; Marina Tsvietáieva vivió momentos extraordinarios junto a Rilke, Osip Mandelstam y Borís Pasternak, pero terminó ahorcándose en Elabuga, en 1941; la formidable Anne Sexton entró una mañana del verano de 1974 en el garaje de su casa con un abrigo de su madre sobre los hombros y un vaso de vodka en la mano, se quitó los anillos, encendió la radio y puso en marcha el motor del coche -un viejo Cougar rojo-, esperando pacientemente hasta que el humo acabó con ella. La lista completa sería interminable, tendría que incluir desde Dorothy Parker, muriendo alcoholizada y en la más absoluta miseria en un hotel de Manhattan, hasta Jean Rhys, abandonada y maltratada por sus tres maridos y prostituyéndose para sobrevivir en pensiones miserables de media Europa. Pero Plath resume a la perfección los problemas de muchas mujeres que, de uno u otro modo, tuvieron que aceptar una condición para triunfar en el mundo de la literatura: podrían llegar al mismo sitio que cualquier hombre, pero haciendo el doble del trabajo. A los más cínicos les parecerá un tópico, pero lo cierto es que si revisamos los diarios, las memorias, las biografías o las cartas de la mayoría de ellas nos daremos cuenta del insoportable peso de la vida doméstica sobre esas escritoras que iban construyendo su obra en los tiempos libres que les dejaban el cuidado de sus hijos, la limpieza de sus casas, las horas muertas preparando comidas o planchando la ropa de aquellos hombres que a veces las pegaban, que les eran infieles, que estaban celosos de su éxito, que al final iban a abandonarlas... Mujeres que, en muchos aspectos, fueron muy parecidas a estas otras que ahora aparecen cada día en los periódicos asaltadas por novios paranoicos o quemadas vivas por esposos despechados. Unas y otras empezaron a cavar su propia tumba al intentar escapar del molde en que les había encerrado el famoso eterno femenino; empezaron a hundirse cuando se propusieron tomar las riendas, dejar de ser objetos decorativos, bellos animales de compañía. Para evitarlo, para poder editar sus libros sin tener que ceñirse a ningún modelo, algunas llegaron a soluciones tan extrañas como la de María Martínez Sierra, que publicó más de ochenta volúmenes de teatro, narrativa y teoría feminista entre 1898 y 1941 pero firmados con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra, hasta que después de muerto él tuvo que contar la verdad para poder recibir sus derechos de autor. El empeño por desatarse fue siempre y sigue siendo difícil para las mujeres, si tenemos en cuenta que han estado durante siglos vinculadas a la historia de la literatura y del arte no como protagonistas, sino como tema; y también si recordamos que los arquetipos según los cuales aún se las juzga en muchos aspectos y que convierten sus supuestas virtudes en sus peores trampas -la sumisión, la belleza, el pudor, la dulzura- fueron al fin y al cabo creados por hombres, desde Ana Karenina a la Regenta, desde Fortunata y Jacinta a Madame Bovary.

   En nuestro tiempo, la progresiva conquista de los derechos de las mujeres ha sido una de las hazañas del siglo; pero a punto de inaugurar un nuevo milenio son todavía muchas las batallas que hay que ganar, tanto en el mundo real, donde infinidad de mujeres que viven asustadas, que esperan cada día a solas en la oscuridad el regreso de sus torturadores, no encuentran protección contra la brutalidad, sino actitudes paternalistas o muchas veces pura indiferencia -esos funcionarios que archivan las denuncias, esos policías a los que un par de bofetadas tampoco les parecen tan graves-, como en el mundo del arte, en el que el éxito masivo de algunas autoras actuales tiene que completarse con un esfuerzo crítico que no siga excluyendo a María Teresa León o Concha Méndez de la Generación del 27, a Ángela Figuera Aymerich de casi todas las antologías de poesía de posguerra, a Maruja Mallo de los estudios de arte español de vanguardia. Recuperar el trabajo de algunas de ellas, como se hizo con las extraordinarias María Zambrano o Rosa Chacel, pero ignorar a las demás es otra manera de mantener ese bochornoso artilugio del cupo femenino con que los políticos intentan no se sabe muy bien si tranquilizarse a sí mismos o engañarnos a todos los demás.

   Puede que la literatura sea un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar a saldar las cuentas pendientes. Pero hay que estar atentos, porque en cuanto se baja la guardia ocurre lo mismo que en el caso de Sylvia Plath, convertida una vez más, irónicamente, en tema literario gracias a ese libro de Ted Hughes que en Inglaterra ha sido recibido como una obra maestra. A propósito: seguro que sólo se trata de una casualidad macabra, pero lo cierto es que Assia Wevill, la mujer por la que Hughes decidió abandonarla, también acabó suicidándose unos años después.

BP, El País, 11 de febrero de ****.

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Artemisa Gentileschi

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