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lunes, 2 de mayo de 2022

ENCUENTRO CON THEODOR KALLIFATIDES

 


   

   Theodor Kallifatides [Molaoi, 1938] Theodor Kallifatides (en griego: Θοδωρής Καλλιφατίδης; Molaoi, Grecia, 12 de marzo de 1938) es un escritor sueco de origen griego. Se trasladó con sus padres a Atenas en 1956 y emigró a Suecia en 1964 en busca de trabajo. Allí se adaptó y dominó rápidamente el sueco, lo que le permitió retomar sus estudios. Se matriculó en la Universidad de Estocolmo en filosofía. Licenciado, trabajó en la dicha universidad como profesor entre 1969 y 1972. Inició su carrera de escritor en 1969 con un libro de poesía, pero el reconocimiento lo obtuvo principalmente gracias a sus novelas. 
   Ha publicado novelas, recopilaciones de poesía, libros de viajes y obras de teatro. También ha escrito guiones cinematográficos y ha dirigido una película. 
   Ha recibido varios premios por su trabajo, tanto en Grecia como en Suecia, como el prestigioso premio Dobloug en 2017.2​ Su obra se ha traducido a más de veinte idiomas. 
 
   Madres e hijos, (2007) Lo pasado no es un sueño (2010) Otra vida por vivir, (2017), El asedio de Troya (2018) y Timandra (2021).
 

 

    Cuando era niño pensaba que moriría antes que mi madre, de acuerdo con el principio aquel de que el árbol sobrevive a su fruto.

   Con el tiempo entendí el orden lógico o por lo menos natural de las cosas, y entonces tuve otro problema: ¿acaso podía causarle a mi madre una tristeza tan grande como mi muerte? 

   Ese pensamiento me hizo ser prudente y cauteloso. Mis juegos nunca fueron especialmente osados; por lo general procuraba estar cerca de ella, algo que ella me recuerda con frecuencia, cuando la llamo por teléfono los sábados. 

   Ella vive en Atenas. Yo vivo en Estocolmo desde hace alrededor de cuarenta y tres años. 

   [...]

   Este año cumplí los sesenta y ocho, y mi madre los noventa y dos. 
   «No fui la causa principal de la Primera Guerra Mundial, pero nací el año en que comenzó», dice alguna vez con la distancia irónica que impide que sus sentimientos se apoderen de ella. 
   Los dos hemos envejecido y ha llegado el momento de hacer lo que siempre quise: escribir sobre ella.
 
   [...]
   Cuando murió mi padre, escribí un libro. Varios años después, cuando lo exhumamos, escribí otro. 
   Fue difícil, pero no tan difícil. Su libro ya había sido escrito, por decirlo de alguna manera. 
   Mi madre, en cambio, vive.
   [...]
   

    La historia de mi padre 

   El texto de mi padre comienza con un error en la fecha. Dice «Atenas, 22 de marzo de 1922», cuando se trata de 1972. En su mente, sin embargo, se imponía el aciago 1922, año en que su vida cambió, como la de la mayoría de los griegos del Ponto y de Asia Menor. A veces es como si recordáramos cosas distintas de las que recuerda nuestra memoria. 

   Comoquiera que sea, continúa así: 

   Mi adorado Thodorís quiere que escriba sobre el origen de nuestra familia, es decir, de la familia Kallifatides. Tengo ochenta y dos años en este momento y seguramente nadie me tomará a mal que escriba sólo aquello que recuerdo. El jefe de nuestra familia, mi abuelo, se llamaba Yannis Kalafatides o Kalafátoglu o simplemente Kalafat. En Kallifatides lo convirtió un nieto suyo que se llamaba Lambos (Jarálambos). Kalafatides no le sonaba bien. Parece que alguno de nuestros ancestros tenía que ver con el mar y con la reparación de los caiques, es decir, con el calafateo. (Calafatear quiere decir cerrar las junturas de las maderas de las naves con estopa y brea para que no entre el agua.) Es muy probable que el apellido venga de algún constructor de barcos, ancestro del abuelo.

   Mi abuelo era de una aldea del Ponto, en la comarca de Gémura de la Provincia de Trebisonda. El pueblo se llamaba Mikrá Samáruksa y estaba a veinte kilómetros de Trebisonda hacia el oeste y a quince kilómetros de la playa más occidental del Mar Negro. Esa comarca se llamaba Gémura, tal vez por las gémuras, que brotan espontáneamente y que abundan aún hoy en esa región.

   [...]

   De los hijos de mi abuelo, Iordanis, Pantazís y Dimitrios emigraron, en 1888, al Cáucaso ruso. Iordanis a Novorosisk, y Pantazís y Dimitrios a Sujumi, y nunca volvieron a su patria en el Ponto. Pero sabíamos, teníamos noticias de que se dedicaban a la agricultura. El Gobierno del zar les dio terrenos forestales para que los cultivaran.
   [...]

    Ahí permanecieron hasta que se dio el comunismo en 1917 y el Imperio ruso de los zares se vino abajo. Aquellos emigrantes que aceptaron la ideología del comunismo se nacionalizaron rusos y se quedaron allí. No volvieron a su país. Todos los demás, que la rechazaron, aceptaron la propuesta de regresar. Prefirieron perder las fortunas que con tanto esfuerzo habían amasado. Muchos de ellos llegaron a Grecia como refugiados. 
      [...]
 
    ...mi tío Konstantís y mi padre Yorguis o Yoríkas (como se llamaban en dialecto póntico los Yorgos) se quedaron en Samáruksa y tuvieron descendencia.
   [...] 
   La vida en ese entonces en las aldeas de Turquía era primitiva y difícil. No existía el dinero. Pero tampoco se encontraba lo que uno quería comprar. Había que ir a Trebisonda, la capital de la provincia. En esa época Trebisonda era una ciudad de cincuenta mil habitantes. Griegos y turcos vivían en paz. Turquía era entonces un imperio, cuyo sultán era Abdül Hamit. Había paz y tolerancia religiosa.
   [...]
  
    Eso fue así hasta que tuvo lugar la Revolución de los Jóvenes Turcos, en 1908-1909, que promulgó la Constitución y abolió el absolutismo de los sultanes. La Constitución trajo la aniquilación y finalmente el exterminio del elemento griego en Turquía.
   [...]
  
    No sólo los griegos fueron aniquilados. La misma suerte corrieron los armenios y los judíos. Tuvo que pasar un siglo antes de que todo esto saliera a la luz. [...] ¿Cómo podemos dormir tranquilos por la noche?
   [...]
   Yo nací en Trebisonda, en el barrio Exótija, el año 1890.
   [...]
 
  Había leído este texto muchas veces, y sin embargo se me habían escapado dos detalles interesantes. [...] El segundo detalle era el lugar de su nacimiento. El barrio Exótija, es decir, fuera del recinto amurallado. ¿Qué significaba eso? Que la familia era pobre, por supuesto. Pero al mismo tiempo era una especie de estigma. Habiendo nacido fuera del recinto amurallado, toda su vida luchó por entrar. Lo mismo me ha ocurrido a mí. Me he dejado la vida luchando por entrar al recinto amurallado de una sociedad distinta. Los nacidos dentro de la muralla no lo entienden. ¿Pero acaso podrían entenderlo? Para ellos la muralla es protección, para los otros es la principal traba.
   [...]
    Cuando yo tenía ocho meses se vio obligada a dejarme con mi abuela Symira y a hacerse cargo, como nodriza, del bebé del cónsul de Rusia en Trebisonda, para que el niño, que tenía mi misma edad, creciera con su leche porque la mujer del cónsul no tenía leche, mientras que a mi madre le sobraba. Iba y venía de la casa al consulado y del consulado a la casa. Tiempo después comenzó a llevarme a mí también a la casa del cónsul, y el rusito Kolia y yo crecimos juntos, con los cuidados y la leche de mi madre. 
   A mi madre le pagaban dos liras turcas de oro al mes. En ese entonces era usual el oficio de amamantadora (nodriza). Muchas madres de familias acomodadas, o bien por no tener leche o bien por otras razones, contrataban a una amamantadora para sus bebés, luego de pasar por un exhaustivo examen médico. 
   Vivimos en el consulado cinco años. Y así la situación económica de la familia mejoró. El segundo año, mi padre también entró a trabajar en el consulado en calidad de acompañante del cónsul. Se vestía con un uniforme especial, se colgaba de la cintura una pistola grande y acompañaba al cónsul en sus excursiones y, sobre todo, cuando salía de cacería.
   En el consulado llevábamos vida de reyes. El día entero jugaba yo con Kolia. Mamá nos llevaba a menudo a pasear. Los recuerdos de esa vida han sido inolvidables para mí, pese a que sólo tenía cinco años.
   Desgraciadamente todo se acabó de pronto. Al cónsul ruso le pidieron que volviera a su país y llegó otro en su lugar. Así, en marzo de 1896, volvimos a Samáruksa, a la pobreza.
 
    ¿Cómo se podía acordar de esos detalles? Quizá también él sabía que lo único que nos pertenece es el pasado.
   [...]
 
   Así, con grandes dificultades y privaciones, terminé los siete cursos de la escuela primaria y en septiembre de 1904 me inscribí en el colegio de Trebisonda [...] Los estudios en el colegio fueron un tormento grande para mí, y para mis padres una verdadera hazaña, ya que debían pagar la renta por mi estancia en la capital, cosa muy difícil para sus escasos ingresos. Y yo, un muchacho de catorce años, estaba obligado a vivir solo, a prepararme la comida y a estudiar.
   [...]
   Me eduqué en el amor a Grecia y eso, en esencia, significa que me habían enseñado a amar y a respetar a sus gobernantes: al rey, que en ese entonces todavía existía, y a la Iglesia. Pero me rebelé contra ambos y finalmente me fui de mi país. 
   [...] 
   Mi hermano es un Griego con mayúsculas. Crédulo, insaciable cuando se trata de diversión, opositor eterno de todo y de todos, sueña con un limpiaparabrisas para la televisión para poder escupir cuando ve los partidos de fútbol. Ocurrente, basa sus juicios en la primera impresión, se entusiasma con facilidad y con mayor facilidad aun se desilusiona. En cambio, mi madre es mi patria. Siempre dije que cuando la perdiera, perdería mi patria. De pronto, esto me parece de alguna manera una simplificación. Puede ser, sí, que mi madre sea Grecia, pero ¿es toda mi Grecia?
 

[...] 

   Así pasaron los años y terminé la escuela en 1908. En Turquía, en las escuelas de aquella época, se estudiaba cuatro años. Fui la primera persona de mi aldea que terminó la escuela, lo que significó una verdadera hazaña. [...] En aquellos años, quienes habían terminado el colegio eran considerados como los mejores maestros de escuela, ya que en muchas escuelas daban clase incluso quienes sólo habían terminado la escuela primaria.

   En septiembre de 1908 fui designado a la escuela de la comunidad en el pueblo Strukí, de la comarca de Platana, con doscientas cincuenta piastras al mes. [...] Así conseguí ahorrar diez liras turcas para arreglar el tejado de nuestra casa, que dejaba pasar el agua.

   Mis padres lloraron de alegría.

   A diez mil pies de altura se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué la alegría de los griegos siempre está mezclada con las lágrimas?

   [...]

   Así pasaron cinco años, y en septiembre de 1913, fui trasladado a la escuela de Oinoi, una ciudad costera al este de Trebisonda. [...]  Oinoi tenía entonces nueve mil habitantes. Turcos, griegos, armenios, judíos y unos cuantos europeos. La comunidad griega constaba de cuatro mil cristianos ortodoxos y tenía buenas escuelas. En una de esas escuelas me dieron trabajo. [...] Yo estaba muy contento, tanto con la remuneración como con las condiciones. Desgraciadamente tuve que irme al terminar el año. ¿La razón? Había estallado la Primera Guerra Mundial, en la que participó Turquía del lado de los alemanes, y que duró de 1914 a 1918. Casi todo el mundo se dividió en dos campos contrarios. Inglaterra, Francia, Italia, Rusia, Japón, Estados Unidos, Grecia y Serbia integraban la Entente, y Alemania, Turquía, Austria y Bulgaria, las Potencias Centrales. Y así, los turcos se crisparon. Comenzaron a ver con malos ojos a la gente de las comunidades cristianas griegas. Se supo de algún que otro caso de asesinatos de griegos. Se murmuraba que distanciarían a los griegos hacia el interior de Turquía. Los cristianos comenzaron a tener miedo.

   Por casualidad, aquellos días recibí una carta de una tía mía, hermana de mamá, que estaba afincada en Constantinopla. Me escribía que fuera yo para allá.

   No perdí un minuto. Presenté la renuncia a mi puesto... [...] Tenía que ir en carreta a Samsun, y de ahí en barco a Constantinopla. [...] Era el 6 de agosto de 1914. [...] Al día siguiente, muy de mañana, nos  pusimos en camino y por la tarde llegamos a Samsun. Me dieron hospedaje por una noche en una casa griega.

   [...]

   ¿Quiénes eran esos griegos? ¿Los conocía? ¿Lo conocían? Mi padre no dice nada de ellos. Lo más probable es que no los conociera, pero hubo una época en que así funcionaba el mundo. El extranjero llamaba a una puerta y le abrían.

   [...] Yo conocía ese mundo en el que todas las puertas estaban abiertas. Había visto a los refugiados en el Polígono y detrás del estadio del Panathinaikos. Ahí no había puertas.

   [...]

   Tuve mucha suerte de haber podido salir de Oinoi. Porque pocos días después, las autoridades turcas prohibieron a los cristianos de las ciudades costeras del Ponto la salida al extranjero. Y días más tarde, siguiendo el consejo de los militares alemanes, reclutaron a los varones de trece años en adelante y se los llevaron escoltados por guardias al interior.

   Los pobres caminaron un mes hasta llegar al lugar de su destierro. Muchos murieron en el camino. Ahí los dividieron en batallones de trabajo; construían caminos hacia la frontera ruso-turca. La misma suerte corrieron mis colegas en Oinoi. En lo que se refiere a nuestro director, Papamarku, me dijeron que lo habían arrestado los turcos y lo habían calificado de espía, y que lo habían colgado en la plaza del pueblo. El desdichado tuvo una muerte muy cruel, dejando viuda a su esposa y huérfano a un niñito de ocho años.

   Me consideré, pues, dichoso por mi muy buena suerte y me dediqué a pasarlo bien en casa de mi tía, lejos de los sufrimientos de la guerra.

   [...]

    En junio de 1918 la guerra estaba llegando a su fin. El ejército turco, después de muchas derrotas, tenía grandes bajas. Entonces, el Estado decretó la movilización general para poder llenar los vacíos del ejército. [...] En julio de 1918, fui enviado al frente de Siria, con el grado de subteniente. Participé en muchas sangrientas batallas entre Haifa y el río Jordán.

   Fui ascendido al grado de teniente y premiado con la condecoración de la Cruz de Hierro de Alemania y la Medalla al Valor de Turquía.

   [...]

   Afortunadamente, mi padre se había tomado una fotografía con la Cruz de Hierro de Alemania y la Medalla al Valor de Turquía. Y digo afortunadamente por muchas razones. Primero, porque nadie puede dudar de lo que dice, y luego porque esa fotografía le salvó la vida muchos años después.



    Tenía ocho años cuando mi abuelo me tomó de la mano y no la soltó hasta que encontramos a mis padres en Atenas. Quién sabe qué podría haber pasado si me hubiera quedado en el pueblo. Era 1946. Principios de la primavera de 1946. 

   [...]

    [Relato de iniciación en tono neorealista: de la segunda guerra mundial a la guerra civil

    [Muerte de la madre en la Grecia intervenida. Viaje para homenaje]

    Teníamos otras tragedias en el barrio. Como la muchachita con discapacidad intelectual a la que, con la ignorancia despreocupada de aquella época, llamábamos «Mongola». Sus padres no la sacaban a la calle durante el día, sólo cuando ya había caído la noche la llevaban, con miles de precauciones, a dar una breve vuelta. Pero los mirábamos por detrás de las contraventanas, era como en el circo, cuando se hace oscuro, sale la fiera. Teníamos curiosidad. ¿Quién nos puede culpar? Por casualidad, una noche vi de cerca a aquella muchacha. Tenía dieciséis años, pero parecía de cuarenta. El cabello cano, la mirada perdida y vacía, hablaba sola con palabras ininteligibles y una voz monocorde que más parecía un balido. 
   Qué injusta era la vida. ¿Por qué a algunos los golpea de tan mala manera? ¿Por qué a ellos y no a mí?
   [...]
 

    En Kastoriá vi a un hombre golpear a una mujer. Era pasada la medianoche, no podía dormir, estaba de pie junto a la ventana rascándome; había luna llena y el lago resplandecía como la plata. Vi abajo, en la orilla, a una pareja. Era tal la calma que oí cuando el hombre le dijo: «Pero ¿por qué, mujer?». Y después se puso a golpearla con furia, le daba bofetones y patadas, y ella no gritaba, sólo suspiraba quedo, como un perrito, para no despertar a los vecinos. La vergüenza era más grande que el dolor.

   ¿Y yo? ¿Por qué no grité yo? Aún me lo pregunto.

   [...]

   El último año de la Primaria fue más o menos agradable. Ya tenía yo un lugar en la jerarquía y como Kostakis alababa a diestra y siniestra mis cartas de amor, comencé a aceptar encargos de los otros chicos para escribir sus cartas. No era fácil, porque casi todos estaban enamorados de mi Meri. En todo caso, desde el punto de vista del estilo, fue un ejercicio importante. Encima me pagaban con sellos o alguna canica grande, o con fotografías de actores.
   [...]
   Kostas Uranís y Eleftería...
   Tuya para siempre». ¿Cuándo empezamos a vivir nuestra vida fuera de las comillas? ¿Llegamos a vivir fuera de ellas? Esta idea me inquietaba cada vez más según iban pasando los años. Nuestro destino está escrito, nuestras historias existen antes de nosotros. Nosotros solamente introducimos los detalles.
   [...]
 
    Corría el año 1956. Los planes para el futuro estaban claros. Continuaría estudiando en la universidad, ya fuera Derecho, con lo que soñaba mi padre, o bien en la Facultad de Filosofía, con lo que soñaba yo. [...] Un problema más grande era el certificado que debía entregarme la policía, testimoniando que era yo un griego legítimo con un registro blanco como la feta. 
   [...]
   Una mañana había ido al café, como de costumbre. Sólo estábamos don Jimmy y yo a esa hora tan temprana, cuando un camión pequeño se estacionó frente a una casa de la acera de enfrente. Dos hombres iban sentados delante, el chofer y un señor rechoncho. Un tercer hombre, mucho más joven, iba sentado en la caja del camión. Se bajaron y entraron en la casa. No era nada digno de llamar la atención, pero de pronto se oyó a una mujer que lanzaba gritos desoladores, niños que lloraban, puertas que se abrían y se cerraban con violencia. Don Jimmy, que lo sabía todo del barrio, movió la cabeza.
   –No te inmiscuyas, la están desahuciando –⁠dijo⁠–⁠. Hace seis meses que no paga el alquiler.
   Debía tener unos cuarenta años, vestía de negro y su cabello había encanecido prematuramente. En su enflaquecido rostro ardían dos grandes ojos muy negros. La llamábamos «la viuda imaginaria», porque llevaba luto por su marido como si estuviera muerto, pero no lo estaba. “Estaba vivito y coleando y había formado un nuevo hogar una manzana más abajo con una mujer mucho más joven que él y la criaturita que ésta había tenido con un norteamericano, un marine, que la había abandonado.
   La puerta de entrada se abrió de par en par y «la viuda imaginaria» se lanzó fuera pidiendo ayuda.
   –Vecinos y cristianos, ¡ayuda! No tengo adónde ir. ¿Qué será de mis hijos? Aquel inútil, esperma del diablo, el padre de estas criaturas, acaricia a la puta esa y su bastardo y se desentiende de su propia sangre. Me están echando a la calle los malditos cuervos, a mí, que soy hija de un pope de la Iglesia y hombre de Dios. ¡Ayuda, vecinos y cristianos!
   El señor rechoncho que además era el dueño de la casa, intentaba tranquilizarla, pero ella estaba más allá de cualquier consolación, cayó al suelo y le besó los zapatos.
   [...]
   De camino a casa, en plena noche, me tocó presenciar el segundo suicidio de mi vida. El primero fue cuando tenía quince años, una tarde en que hacía mucho calor y yo iba de sombra en sombra al colegio. De pronto una puerta se abrió con violencia, una muchacha envuelta en llamas salió a la calle gritando y cayó sobre el pavimento. Varias personas acudieron corriendo. Alguien la cubrió con su chaqueta. Otros se apresuraron a traer agua. Ya fue tarde.
   Se abrasó, aunque mejor sería decir que se consumió, como un cirio. Su cuerpo, su joven cuerpo, se derritió como un helado al sol. Al día siguiente leímos en el periódico que la razón había sido un amor desdichado, que en este caso seguramente quería decir que estaba esperando un hijo de alguien que le había prometido casarse con ella y después la había abandonado. Tenía diecinueve años y el olor a chamusquina de aquella carne quemada no me abandonó durante meses. Me preguntaba qué olería la nariz del amante traidor. ¿Cómo podría vivir después de eso? ¿Volvería a estar con alguna mujer? ¿Volvería a sonreír en sueños?
   [...]
   El hombre, que justo en ese momento cayó con un terrible estruendo a un metro de mí necesitaba, por el contrario, un milagro para sobrevivir. Fue un ruido extraño, como si estallara la rueda de un coche. Ningún transeúnte. La calle vacía. Aún estaba vivo, pero los brazos y las piernas estaban rotos. De la parte de atrás del cráneo salía sangre. Respiraba con dificultad, me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo: «Discúlpame, no quería asustarte». Después cerró los ojos por última vez.
   ¿Qué hombre o qué mujer, quién o quiénes lo habían traicionado para tener que dar ese verdadero salto mortale? Al día siguiente leí en el periódico que se trataba de un hombre de treinta y tres años, padre de dos hijos, desempleado. El desempleo era grande, sobre todo entre los jóvenes, y más todavía entre aquellos a los que el gobierno consideraba políticamente peligrosos. En esencia estaban excluidos del mercado laboral. Cada mañana, temprano, se reunían en la plaza del Ayuntamiento con sus herramientas de trabajo.
   [...]
   Mi padre había dejado Turquía; mi abuelo, Egipto. Dos de mis primas habían emigrado a Canadá; un primo, a Alemania, hechos que me partían el corazón.
   La pregunta era un oxímoron. ¿Cómo puede vivir alguien sin su vida? ¿Por eso temblaba y mi corazón latía? La emigración era una especie de suicidio.
   [...]
 
    La guerra civil estaba terminando. Los guerrilleros, vencidos, habían abandonado las montañas después de un bombardeo de semanas enteras, por tierra y por aire. Hasta las bombas de Napalm, entonces nuevas, habían sido usadas. La guerra estaba perdida. No había más opción que huir a Albania, Bulgaria, Yugoslavia y otros países del Este, donde los esperaban nuevas pruebas, porque nadie los quería. El ejército con sus «operaciones de limpieza», intentaba pillar a todo el que podía.
   Yorgos estaba en una patrulla que consiguió arrestar a dos jóvenes guerrilleras. Estaba comenzando el invierno, en las montañas acababa de caer la primera nieve. Las mujeres estaban agotadas, hambrientas, ateridas de frío y aterradas. Al mismo tiempo eran jóvenes delgadas y bellas. Fueron interrogadas brutalmente, pero no tenían nada que decir. Habían perdido todo contacto con su unidad.
   –De acuerdo, pero ¿qué hacían ahí? ¿Se las follaron todos o sólo el comandante? –⁠guaseaba el capitán, prohibiéndoles simultáneamente que contestaran porque no quería oír sus mentiras, estaba harto de las mentiras de los traidores de la Nación. El interrogatorio no fue sino una burla de dos horas y la decisión del capitán no fue sino la consecuencia lógica de su rabia, su anticomunismo y su misoginia.
   Dio orden a sus hombres para que hicieran con ellas lo que quisieran. Y lo hicieron. Les desgarraron la ropa y las violaron repetidamente de todas las maneras posibles acompañados por los gritos de aprobación y los gestos de los otros.
   Sólo uno se negó a participar en la orgía. Mi hermano.
   Por ese delito lo hicieron pasar dos veces por un tribunal militar y dos veces lo condenaron a muerte.
   –En cuanto cierro los ojos, me persigue todo aquello. Oigo los lamentos y los llantos de las mujeres. Veo a mis compañeros caerles encima como lobos y al mismo tiempo avergonzarse de lo que hacían. Quiero detenerlos, pero no puedo. Lo único que puedo hacer es mantener los ojos abiertos.
   En ese instante atravesó el cielo una estrella, tan rápido, que no alcancé a pedir un deseo. No sabía si a mi hermano le había dado tiempo, pero ambos sabíamos cuál habría sido nuestro deseo: que lo pasado hubiese sido un sueño.
   Simultáneamente, había una pregunta que me abrasaba.
   –¿Cómo tuviste el valor de negarte? En ese momento tenías diecinueve años, eras menor de lo que soy yo ahora. Todos los demás obedecieron la orden. Tú no. ¿Por qué?
   No sé qué respuesta esperaba, pero en todo caso no la que obtuve.
   –¿Qué habría dicho papá?
   ¿Me arrepentía de haberme ido? No era yo el único que se hacía esa pregunta, me la hacían en cada entrevista que concedía, en cada coloquio en el que participaba, y por el modo en que me lo preguntaban sentía que a muchos —griegos y extranjeros— les habría gustado saber que estaba arrepentido, oírme confesar, por fin, que había vivido una vida equivocada.
 
[...] 
   
   La pobreza no sólo se veía. Se olía. El centro de Atenas despedía un olor nauseabundo, mezclado con perfumes caros. «Hedor a humanidad», habría dicho Kostakis si viviera.
   Mendigos por todos lados. Algunos lisiados mostraban sus muñones. Mujeres sentadas en las aceras con sus bebés en brazos. Muchachos jóvenes arrodillados como si estuvieran rezando. Y nosotros pasábamos frente a ellos, unos avergonzados y otros con una indiferencia impuesta. «El dracma es la moneda más antigua del mundo», informaba un cartel afuera del Banco de Grecia. Sólo que el dracma ya no existía.
   Justo al lado, los arqueólogos habían excavado partes de la antigua Via Sacra. Esas repentinas sincronías suelen producirme vértigo. Atenas es la única ciudad en el mundo que me produce vértigo, y en aquellos días también un sentimiento de tristeza profunda. La pobreza, la indigencia, los vagabundos, las víctimas de nuestro tiempo flotan en el aire como una nube densa y oscura sobre la ciudad. No sólo encima de casas y edificios, calles y callejones, sino sobre lo pasado. Y eso significa vértigo. Que el cerebro se parta en dos como una sandía, mientras el corazón se encoge como un caracol.

[...] 

   De pronto un «vendedor» comenzó a golpear con furia a una muchachita delgada, menuda, que “de miedo no se atrevía ni a gritar. Nadie reaccionó. Indiferencia absoluta. Sólo su novio intervino con lo último que le quedaba de dignidad humana. 

   «¿Te atreves a pegarle a una mujer?», gritó y el otro le dio un empujón que lo lanzó al enlosado.

   Esa noche no pude dormir. No conseguía olvidar esa voz. Ronca, colocada, desesperanzada, pero aún humana. No se había doblegado del todo todavía.

   «¿Te atreves a pegarle a una mujer?» A las tres de la mañana salí al balcón del hotel en el que me había hospedado. Las oscuras montañas, el Egaleo y el Parnés, en el horizonte; aquí y allá luces encendidas. La ciudad dormía. La Acrópolis iluminada parecía flotar en el aire, como una inmensa mariposa.

   Tenía ganas de gritar lo más alto posible para que me oyera el mundo entero.

   «¿Te atreves a pegarle a Grecia?» No lo hice.

[...]

   La emigración es una especie de suicidio parcial. No mueres, pero muchas cosas mueren dentro de ti. Entre otras, tu lengua.

  [...]

   La pobreza, incluyendo la pobreza extrema, no me era desconocida. Desde niño la había visto en las barracas del Polígono donde vivían los refugiados griegos del mar Negro y de Asia Menor. Eran paupérrimos, pero tenían su dignidad, como decía mi madre. Eran limpios, se aseaban a diario, no se veían dejados, su miseria no era repulsiva.

   Ahora se había vuelto repulsiva, tanto en Pevkakia, mi barrio ateniense, como en la plaza de mi barrio en Estocolmo. Se había declarado una guerra contra estos seres humanos y yo no me había dado cuenta.

   Los pobres habían dejado de ser personas, para convertirse en un problema. Lo mismo hizo el nazismo con los judíos, los comunistas, los homosexuales, los gitanos y muchos otros.

   En otro tiempo pensaba que cada persona ha de ser responsable de su vida. Eso exigía de mí mismo y de los demás. Me asombraba de que hubiese personas que se permitieran caer tan bajo.

   Estaba equivocado y ahora lo veía. Pedía responsabilidades de alguien que se ahogaba porque no sabía nadar, en vez de condenar a quienes podían ayudarlo y no lo hacían. Y uno de ellos era yo.

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