Fui un niño asesino.
No quiero decir un asesino de niños, aunque la idea no está mal. Quiero decir un niño asesino, es decir, un asesino que resulta ser un niño, o un niño que resulta ser un asesino. Elijan lo que prefieran. Cuando Aristóteles advierte que el hombre es un animal racional uno hace un esfuerzo, aguzando el oído, por escuchar cuál de esas palabras recibe mayor énfasis: ¿animal racional, o animal racional? ¿Qué soy? ¿Niño asesino, o niño asesino? He tardado años en empezar a escribir esta memoria, pero ahora que he empezado, ahora que esas feas palabras ya han quedado escritas, podría seguir escribiendo á máquina eternamente. Se ha producido una especie de histeria pacífica, gimoteante. Siendo como son ustedes normales, les sorprendería saber los años, los meses, los terribles minutos que he tardado en escribir esa primera línea, que ustedes leen en menos de un segundo: fui un niño asesino.
¿Creen que es fácil?
Déjenme explicar la segunda línea. Asesino de niños «no está mal». Escribo está memoria en una habitación alquilada, bastante indecorosa y que apesta a basura, y afuera, en la calle, hay niños jugando. Y como es normal, como sería normal para ustedes y para cualquier otra persona que por casualidad leyese estas sudorosas palabras mías, los niños hacen ruido. Las personas normales siempre hacen ruido. De modo que, por mi mente desesperada, corrupta, llena de telarañas, por mi mente fofa, rastrera, cruza la idea de que esos ruidos podrían ser silenciados del mismo modo como en otra ocasión silencié a otra persona. ¿A que ya están peleando y forcejeando con su repugnancia, eh? Sienten tentaciones de hojear el final del libro para ver si el último capítulo es una escena en una prisión y si el capellán me visita y yo le rechazo estoicamente o me abrazo virilmente a sus rodillas. Sí, eso es lo que están pensando. De modo que quizá sea mejor que les diga que mi memoria no va a tener un final tan cómodo; el destino no la ha redondeado ni rematado con la forma de la arquitectura novelística. Desde luego no está bien planificada. Carece de conclusión y se limita a escurrir el bulto, de modo muy parecido a como empieza. Así es la vida. Mi memoria no es una confesión y tampoco es una ficción para ganar dinero; es sencillamente... No estoy seguro de lo que es. Y hasta que no lo haya escrito todo ni siquiera sabré qué pienso de ella.
¡Miren como me tiemblan las manos! No me encuentro bien. Peso ciento doce kilos y no me encuentro bien y, si les dijese cuántos años tengo, se apartarían con una mirada de asco. ¿Cuántos años tengo? ¿Paré de crecer el día que ocurrió «aquello» (adviertan la astuta pasividad de esta frase, como si yo no hubiera sido quien hizo que «aquello» ocurriera), o quedé congelado quizá tal como era, mientras en el exterior de aquella concha empezaban a formarse capas y más capas de grasa? Escribir esto comporta un esfuerzo tan arduo que tengo que parar y enjugarme con un gran pañuelo. Estoy bañado en sudor. ¡Y esos niños del otro lado de la ventana! De todos modos creo que es imposible matarlos. La vida sigue su curso, haciéndose más y más ruidosa a medida que yo me hago más y más silencioso, y todas esas personas normales, bulliciosas, sanas, que me rodean, van presionándome, con bocas repletas de dientes sonrientes y bíceps encantadoramente protuberantes. En el instante en que el terso revestimiento de mi estómago termine por reventar, algún vecino sintonizará la radio pasando del «Weather Round-Up» de Bill Sharpe al «Top- Ten Jamboree» de Guy Prince.
Esta memoria es un machete para hendir mi propia y gruesa carne, y la de cualquier otra persona a quien se le ocurra interponerse.
Una cosa que deseo hacer, lectores míos, es minimizar la tensión entre escritor y lector. Sí, existe tensión. Ustedes piensan que yo intento engatusarles algo, pero no es cierto. Eso no es cierto. Soy honesto y terco y, en su momento, aflorará la verdad; sólo que llevará cierto tiempo porque quiero cerciorarme de que entra todo. Comprendo que mis frases son negligentes y fofas y que se hallan compuestas por demasiadas palabras cortas —veré si puedo arreglarlo. Ustedes se ponen impacientes porque, por lo visto, no puedo empezar a contar esta historia de un modo normal (no pretendo ser excesivamente irónico, la ironía es un rasgo caracteriológico desagradable), y les gustaría saber, de un modo bastante caprichoso, si ahora me encuentro en alguna institución mental o si estoy loco en un lugar menos oficial, si estoy arrepentido (tal vez sea un monje con la lengua cortada), si en estas páginas va a llegar la sangre al río, si habrá múltiples y violentos encuentros entre macho y hembra, y si, tras esas extravagancias, he recibido justo castigo. El justo castigo tras ilícitas extravagancias es algo que se le suele servir al lector, que así se siente mejor. Pero, ya ven, esto no es pura invención. Es la vida. Mi problema es que no sé qué estoy haciendo. He vivido toda esa confusión pero no sé qué es. Ni siquiera sé qué quiero dar a entender por «esto». Tengo una historia que contar, efectivamente, y soy la única persona que puede contarla, pero si la cuento ahora, en lugar del año que viene, saldrá de un modo, y si hubiese podido forzar mi cuerpo obeso, palpitante, a empezarla hace un año entonces hubiese sido una historia diferente. Y es posible que mienta sin saberlo, O que, sin saberlo, cuente la verdad de un modo raro, simbólico y que sólo unos pocos críticos literarios psicoanalíticos (no serán más de tres mil) tengan acceso a la verdad, a lo que «esto» es.
De ahí la tensión, de acuerdo, porque no he podido empezar la historia escribiendo: Una mañana de enero un Cadillac amarillo se detuvo junto a una acera.
Y no he podido empezar la historia escribiendo: Era hijo único. (Por cierto, estas dos frases son bastante sensatas, aunque jamás podría hablar de mí mismo en tercera persona.) Y no he podido empezar la historia escribiendo: Elwood Everett conoció y contrajo matrimonio con Natashya Romanov cuando él tenía treinta y dos años y ella diecinueve. (¡Estos son mis padres! Ya ven que he tardado un tanto en escribir sus nombres.) Y no podía empezar la historia con esta patética fioritura: La puerta del armario se abrió inesperadamente y apareció allí de pie, desnudo. Él me miró desde. afuera y yo le miré desde adentro. (Y también llegaremos a esto, aunque no tenía intención de mencionarlo tan pronto.)
Todos estos trucos son estupendos y se los brindo a cualquier escritor, aficionado que los quiera, pero a mí no me sirven porque... No estoy seguro del porqué. Debe ser porque la historia que tengo que contar es mi vida, sinónima de mi vida, y ninguna vida empieza en ninguna parte. Si tienes que empezar tu vida con una frase, más vale hacer un resumen valiente y no una cosilla apocada: Fui un niño asesino.
Lectores míos, no se impacienten, no se muerdan las uñas: naturalmente fui castigado. Y sigo siéndolo, naturalmente. Mi aflicción es prueba de la existencia de Dios, ¡sí, se lo ofrezco como regalo especial! A sus almas les irá bien leer mis sufrimientos. Querrán saber cuándo ocurrió mi crimen, y dónde. Y qué aspecto tengo, gordo degenerado, sudando a mares sobre el manuscrito, y cuántos años tengo, demonios, y a quién maté, y por qué, y qué significa todo eso.
JOYCE CAROL OATES, Gente Adinerada, Laertes, Barcelona, 1978, pp. 11-14.
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