EDUARDO MENDOZA, La verdad sobre el caso Savolta.
JUEZ DAVIDSON. - ¿Cuándo conoció usted a Lepprince?
MIRANDA.
- He olvidado la fecha exacta de nuestro encuentro. Sé que fue a
principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas
jornadas de agosto.
J.
D. - Explique brevemente el encuentro.
M.
- Lepprince fue al despacho de Cortabanyes y éste, tras hablar con
él, me ordenó que me pusiese a su servicio. Lepprince me condujo a
su auto, fuimos a cenar y luego a un cabaret.
J.
D. - ¿A dónde dice que fueron?
M.
A un cabaret. Un local nocturno en el que...
J.
D. Sé perfectamente lo que es un cabaret. Mi expresión fue de
asombro, no de ignorancia. Prosiga.
A partir de este fragmento....
Consistía
en una sala no muy grande donde se alineaban una docena de mesas en
torno a un espacio vacío, rectangular, en uno de cuyos extremos
había un piano y dos sillas. En las sillas reposaban un saxófono y
un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida
con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado.
Interpretaba la mujer una polca a ritmo de nocturno que interrumpió
al entrar nosotros.
—Estaba
segura de que no me fallarían —dijo enigmáticamente, y se levantó
y vino hacia nosotros sonriendo, avanzando la pierna como si probase
la temperatura del agua desde la orilla, con lo cual la pierna
adelantada emergía de la abertura del vestido enfundada en una malla
de reflejos vítreos. Lepprince la besó en ambas mejillas y yo le
tendí la mano, que la mujer retuvo mientras decía—: Os daré la
mejor mesa, ¿cerca de la orquesta?
—Lejos,
a ser posible, madame.
La
conversación era un poco absurda, pues sólo una de las mesas estaba
ocupada por un marino barbudo y fornido que habla enterrado la cara
en una jarra de ginebra y apenas si cesaba de bucear para respirar el
aire polvoriento del local. Luego llegó un vejete muy fino, con la
cara embadurnada de cremas y el pelo teñido de rubio cobrizo. Pidió
una copita de licor que paladeó mientras se desarrollaba el
espectáculo, y un tipo huraño, con gruesas gafas e inconfundibles
rasgos de oficinista, que preguntó el precio de todo antes de beber,
hizo proposiciones tacañas a todas las mujeres, sin éxito. Por
entre la clientela vagaban cuatro mujeres semidesnudas, entradas en
carnes, depiladas fragmentariamente, que circulaban de mesa en mesa
entorpeciéndose las unas a, las otras, adoptando posturas estáticas
por breves segundos, como fulminadas por un rayo paralizador. La que
más asiduamente visitó nuestra mesa se llamaba Remedios, “la Loba
de Murcia”. Pedimos a Remedios una jarra de ginebra, como habíamos
visto hacer al marino, y aguardamos.
—Los
alemanes bombardearon el barco en que viajaba. Y eso que sólo era un
barco de pasajeros, fíjese usted. Hasta ese momento yo había
simpatizado con los alemanes, ¿sabe, hijo?, porque me parecían un
pueblo noble y guerrero, pero a partir de entonces, les deseo que
pierdan la guerra de todo corazón.
—Es
natural —dijo Lepprince, hizo una reverencia y se retiró. Un
criado le ofreció una bandeja de la que tomó una copa de champán.
Bebió para poder caminar sin verter el líquido y en aquel acto
sorprendió las miradas de la señora de Savolta y de su amiga, la
señora de Claudedeu, fijas en él. Sonrió a las damas y se inclinó
de nuevo. Entonces advirtió junto a ellas la presencia de una joven
que dedujo sería María Rosa Savolta. Era poco más que una niña de
larga cabellera rubia. Vestía un traje de soirée de faya gris
recubierta de una túnica de gasa blanca, fruncida, con corpiño y
adornos de piel de seda negra, con las puntas rematadas de
guirnaldas. Lepprince se fijó en los ojos grandes y luminosos de la
joven Savolta que destacaban en la palidez de su cutis. Le dirigió
una sonrisa más amplia que las anteriores y la joven desvió la
mirada. Un hombre bajo y grueso, de calva brillante, se le aproximó.
[…]
Estrechó
la mano del desconocido y siguió recorriendo la sala por entre
grupos de señoras enjoyadas, sedosas, aromáticas, que mareaban un
poco a los caballeros. En la biblioteca contigua al salón se
respiraba un humo agrio de cigarros puros y se mezclaban carcajadas
ruidosas y risitas con el susurro del último chisme o la última
anécdota de un personaje conocido. […]
Llevábamos
mucho rato en el cabaret cuando empezó el espectáculo. Primero
llegó un hombre que fue recibido por los eructos del marino y que
resultó ser el instrumentista, es decir, el que se hacía cargo del
saxófono y el violoncelo. Tomó este último instrumento y le
arrancó unas notas lúgubres acompañado por el piano. Luego la
mujer del piano se levantó y pronunció unas palabras de bienvenida.
El marino había sacado de su bolsa de hule un bocadillo apestoso y
lo mordisqueaba vertiendo de la boca migas y rumias sobre la mesa. El
oficinista lóbrego, de las gruesas gafas, se quitó los zapatos. El
vejete nos dirigía guiños. La mujer anunció al chino Li Wong, del
cual dijo:
—Les
llevará de su mano al reino de la fantasía.
Yo
me agitaba molesto por el pistolón que sentía clavado en el muslo.
—Espero
que su magia no le permita descubrir que vamos armados —murmuré.
—Causaría
una pésima impresión —corroboró el francés.
El
chino barajaba unos gallardetes de los que apareció una paloma. Ésta
sobrevoló la pista y se posó en la mesa del marino a picotear las
migas. El marino la desnucó con una macana y se puso a desplumarla.
—Oh,
hol-lol —dijo el chino—, la clueldad del homble.
El
oficinista vicioso se aproximó al marino con los zapatos en la mano
y le insultó.
—Haga
usted el favor de devolver este animalillo a su dueño,
desvergonzado.
El
marino asió la paloma por la cabeza y la blandió ante los ojos del
oficinista.
—Suerte
tiene usted de ser cegato, que si no, le daba...
El
oficinista se quitó las gafas y el marino le dio con la paloma en
ambos carrillos. Rodaron los zapatos y el oficinista se agarró al
borde de la mesa para no caer. […]
...¿Fue
la incorporación del fatuo y engomado Lepprince o fueron las aciagas
circunstancias las que hicieron posible la realización del antiguo
dicho de que «a río revuelto ganancia de pescadores» (y yo
añadirla: «de poco escrupulosos pescadores»)? No es mi propósito
despejar esta incógnita. La verdad es una: que poco después de la
«adquisición» del flamante francesito, la empresa duplicó,
triplicó y volvió a doblar sus beneficios. Se dirá: qué bien,
cuánto debieron beneficiarse los humildes y abnegados trabajadores,
máxime cuanto que para que tal ganancia se hiciera posible tuvieron
que incrementar en forma extraordinaria la producción, multiplicando
la jornada laboral hasta dos y tres horas diarias, renunciando a las
medidas más elementales de seguridad y reposo en pro de la rapidez
en la manufactura de los productos. Qué bien, pensarán los lectores
que no saben, como se dice, de la misa la mitad; y que me perdonen
las autoridades eclesiásticas por comparar la misa con ese infierno
que es el mundo del trabajo…
—No
es la nuestra una tarea fácil —dijo el comisario Vázquez.
Lepprince
le ofreció una caja de puros abierta de la que el comisario tomó
uno.
—Vaya,
buen veguero —comentó; sudaba—. Parece que hace calor aquí,
¿verdad?
—Quítese
la chaqueta, está usted en su casa.
El
comisario se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de su
asiento. Encendió el puro con sonoro chupeteo y exhaló una bocanada
de humo seguida de un chasquido aprobatorio.
—Lo
que dije: un buen veguero. Sí, señor.
Lepprince
le indicó un cenicero donde arrojar el papel de celofán que antaño
envolvía el puro y que, concienzudamente atornillado, había servido
para prenderlo.
—Si
le parece a usted bien —dijo Lepprince—, podríamos pasar a tocar
el tema que nos ocupa.
—Oh,
por supuesto, monsieur Lepprince, por supuesto.
Recuerdo
que, al principio, me cayó mal el comisario Vázquez, con su mirada
displicente y su media sonrisa irónica y aquella lentitud
profesional que ponía en sus palabras y sus movimientos, tendente
sin duda a exasperar e inquietar y a provocar una súbita e
irrefrenable confesión de culpabilidad en el oyente. Su premeditada
prosopopeya me sugería una serpiente hipnotizando a un pequeño
roedor. La primera vez que le vi lo juzgué de una pedantería
infantil, casi patética. Luego me atacaba los nervios. Al final
comprendí que bajo aquella pose oficial había un método tenaz y
una decisión vocacional de averiguar la verdad a costa de todo. Era
infatigable, paciente y perspicaz en grado sumo. Sé que abandonó el
cuerpo de Policía en 1920, es decir, según mis cálculos, cuando
sus investigaciones debían estar llegando al final. Algo misterioso
hay en ello. Pero nunca se sabrá, porque hace pocos meses fue muerto
por alguien relacionado con el caso. No me sorprende: muchos cayeron
en aquellos años belicosos y Vázquez tenía que ser uno más,
aunque tal vez no el último.
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