Se consideraba Fortunata en aquel caso como ciego mecanismo que recibe impulso de sobrenatural mano. Lo que había hecho, hacíalo, a juicio suyo, por disposición de las misteriosas energías que ordenan las cosas más grandes del universo, la salida del Sol y la caída de los cuerpos graves. Y ni podía dejar de hacerlo, ni discutía lo inevitable, ni intentaba atenuar su responsabilidad, porque esta no la veía muy clara, y aunque la viese, era persona tan firme en su dirección, que no se detenía ante ninguna consecuencia, y se conformaba, tal era su idea, con ir al infierno.
«Esto de alquilar la casa próxima a la tuya—dijo Santa Cruz—, es una calaverada que no puede disculparse sino por la demencia en que yo estaba, niña mía, y por mi furor de verte y hablarte. Cuando supe que habías venido a Madrid, ¡me entró un delirio...! Yo tenía contigo una deuda del corazón, y el cariño que te debía me pesaba en la conciencia. Me volví loco, te busqué como se busca lo que más queremos en el mundo. No te encontré; a la vuelta de una esquina me acechaba una pulmonía para darme el estacazo... caí».
—¡Pobrecito mío!... Lo supe, sí. También supe que me buscaste. ¡Dios te lo pague! Si lo hubiera sabido antes, me habrías encontrado.
Esparció sus miradas por la sala; pero la relativa elegancia con que estaba puesta no la afectó. En miserable bodegón, en un sótano lleno de telarañas, en cualquier lugar subterráneo y fétido habría estado contenta con tal de tener al lado a quien entonces tenía. No se hartaba de mirarle.
«¡Qué guapo estás!».
—¿Pues y tú? ¡Estás preciosísima!... Estás ahora mucho mejor que antes.
—¡Ah!, no—repuso ella con cierta coquetería—. ¿Lo dices porque me he civilizado algo? ¡Quia!, no lo creas: yo no me civilizo, ni quiero; soy siempre pueblo; quiero ser como antes, como cuando tú me echaste el lazo y me cogiste.
—¡Pueblo!, eso es—observó Juan con un poquito de pedantería—; en otros términos: lo esencial de la humanidad, la materia prima, porque cuando la civilización deja perder los grandes sentimientos, las ideas matrices, hay que ir a buscarlos al bloque, a la cantera del pueblo.
Fortunata no entendía bien los conceptos; pero alguna idea vaga tenía de aquello.
«Me parece mentira—dijo él—, que te tengo aquí, cogida otra vez con lazo, fierecita mía, y que puedo pedirte perdón por todo el mal que te he hecho...».
—Quita allá... ¡perdón!—exclamó la joven anegándose en su propia generosidad—. Si me quieres, ¿qué importa lo pasado?
En el mismo instante alzó la frente, y con satánica convicción, que tenía cierta hermosura por ser convicción y por ser satánica, se dejó decir estas arrogantes palabras:
«Mi marido eres tú... todo lo demás... ¡papas!».
Elástica era la conciencia de Santa Cruz, mas no tanto que no sintiera cierto terror al oír expresión tan atrevida. Por corresponder, iba él a decir mi mujer eres tú; pero envainó su mentira, como el hombre prudente que reserva para los casos graves el uso de las armas.
BENITO PÉREZ GALDÓS, Fortunata y Jacinta, 1886.
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