LA ISLA PERDIDA
Cuando la madre recibió de madrugada la llamada telefónica, no lo esperaban. El barco de su marido se había hundido. No se sabía nada de él ni de uno de sus hijos, que, por desgracia, habían ido juntos.
El País: “Los siete tripulantes del pesquero hundido, desaparecidos.” Ese era el titular que les había hundido la vida.
—Llevamos tres días en esta isla alejada de toda civilización y lo único que hemos encontrado han sido árboles sin frutos. Papá, estoy harto, han muerto ya dos personas por sus heridas; éramos siete, y ya solo somos cinco. Además, Carlos está muy mal. Voy a ir.
—No, hijo, es demasiado peligroso —exclamó su padre.
—Pero hay alimentos, agua, utensilios médicos y de cocina que nos pueden ayudar, y no está muy lejos.
—Si no llegas en una hora, iré a por ti, ¿entendido? No te retrases.
—Vale.
—Tan solo tiene 15 años —exclamó Santiago, uno de los marineros.
—Da igual, es testarudo y lo iba a hacer de todas formas —dijo su padre.
El hijo se fue y en menos de cuarenta minutos estaba de vuelta con los suministros médicos y algunos utensilios. Salió del agua. Traía comida, vendas y ropa.
—¿Cómo has traído todo eso? —exclamó el padre.
—Da igual, ahora lo que importa es evitar que Carlos se desangre. Ponedle estas vendas.
—Pero están mojadas... —dijo Ismael, el médico del barco.
—Da igual, le taparán la herida —dijo Rubén, el hijo del capitán.
—Ahora, a buscar comida. La que tenemos no durará mucho —dijo Santi, el cocinero.
—Rubén y yo saldremos en busca de comida —dijo Samuel, el padre de Rubén.
Salieron en busca de comida, pues las provisiones que tenían tan solo les bastaban para cuatro o cinco días. Llevaban tres horas caminando sin descanso cuando oyeron un ruido a su derecha. Samuel se dio cuenta enseguida y pronto le dijo a Rubén:
—Hijo, acércate, no vaya a ser un animal salvaje.
—Vale, pero habrá que ir volviendo, ¿no? Se está haciendo de noche y si es un animal no me apetece encontrármelo.
—Sí, va a ser mejor —dijo el padre.
Se encaminaron hacia el pequeño campamento cuando una voz dijo:
—No os vayáis todavía, yo puedo ayudaros.
Samuel se dio la vuelta y Rubén, que era de naturaleza desconfiada, se giró a la vez que se agachaba para coger un palo que había en el suelo.
—Hola, me llamo Nacho. Llevo dos años en esta isla.
—Ah, eres un superviviente de aquel avión que se había estrellado en el año 2012 —dijo Samuel, que tenía muy buena memoria.
—Sí —afirmó Nacho con pesar.
—Entonces el avión debe de estar por aquí cerca, ¿no? —dijo Rubén mostrando una gran alegría.
—Sí, pero está un poco lejos, a unos tres días a pie.
—Pues entonces vayamos —dijo Rubén, con impaciencia, como si tuviese una gran idea.
—Antes debemos ir a avisar a los demás, o ir a buscarlos para que se vengan, ¿no? —dijo Samuel.
—Sí, supongo —dijo Rubén, desilusionado por no poder ir ya ese día.
Se dirigieron al campamento; a las tres horas llegaron y presentaron a Nacho al resto del grupo.
—Pero no podemos ir con Carlos en el estado en el que está, ¿no? —se preocupó Santi.
—Ya está mejor: en dos días podrá caminar —dijo Isma, aportando un poco de esperanza al grupo.
—Vale, mejor. Mientras tanto hay que buscar comida, porque no hemos podido encontrar nada —añadió Samuel, pues casi no les quedaban provisiones.
—Mañana por la mañana volveré al barco. Quedaban unas pocas provisiones cuando me fui. Nos pueden ayudar —dijo Rubén.
—No hace falta —dijo Nacho—. Yo tengo comida para un par de días en mi campamento.
—Pero dejemos esas para cuando vayamos al avión, para pasar por allí y poder descansar —propuso Rubén.
—Mejor será —coincidió Ismael —. Yo dije que podría andar, pero no que pudiera aguantar mucho tiempo haciéndolo.
—Pues hecho entonces. Mañana voy al barco y pasado salimos.
Se acostaron, pero Samuel no podía dormirse. Estaba preocupado; no entendía por qué Rubén tenía tantas ganas de ir a aquel avión. Qué se le pasaría por la cabeza. Pasó la noche y llegó el momento de salir. Rubén se preparó y se marchó.
—Ten cuidado, hijo —le gritó Samuel.
A la media hora, Rubén volvió con la comida. Hicieron de comer y, después de satisfacer su hambre, empezaron a preparar las cosas para salir, incluyendo una camilla para Carlos por si llegaba a necesitarla. Se pusieron en marcha hacia el campamento de Nacho. Llegaron al mediodía y descansaron allí.
—Carlos no se encuentra muy bien. Será mejor que no sigamos hoy —dijo Isma.
—Pero no podemos esperar más. Hay que llegar ya —replicó Rubén.
—Tengo una idea: Rubén, Nacho y yo iremos al avión, mientras el resto esperáis aquí —dijo Samu.
Se pusieron en marcha. Unas horas después, cuando llegaron, Rubén salió corriendo y se separó del grupo.
—Así que este es el famoso Boeing 737 que había desaparecido —dijo Samu asombrado.
Mientras tanto, en el campamento de Nacho, los demás esperaban despreocupadamente.
—Hola.
—¿Quién es? —preguntó Santiago, asustado.
—Me llamo Sofía. Soy la compañera de Nacho. Yo también soy una superviviente del avión.
—Pero, ¿por qué Nacho no nos habló de ti? —dijo Isma, enfadado.
—Se le olvidaría, desde que nos estrellamos se le va un poco la cabeza —aclaró Sofía.
Samuel se fijó curiosamente en que Rubén buscaba algo en la cabina del piloto. Entonces se dirigió a la parte inferior, en la bodega. Revisaba sin descanso; de repente, mientras Samuel y Nacho divagaban y se contaban cómo se había vivido el accidente del avión en los distintos lugares del mundo.
Rubén gritó:
—¡Eh! Dejad de hablar e id a buscar la comida. Creo que va a hacer falta si no encuentro nada por aquí que me sirva.
Por suerte, Rubén era un fanático de la electrónica y tenía un amigo ingeniero que le había enseñado “todo lo que sabía”.
—Perfecto —dijo Rubén, satisfecho.
A Nacho, al que nunca se le habría ocurrido la idea de coger la comida del avión, le pareció muy bien. Cogieron todas las conservas, agua, bebidas... que estaban en buen estado y las llevaron consigo. No era mucho, pero también había unos suministros médicos, ropa en las maletas y otros utensilios que les podrían servir. Estaban esperándolo cuando salió con una simple maleta.
—¿Qué llevas ahí? —dijo Samuel, indignado.
—Un par de cosas que necesitaba —dijo Rubén, que no quería dar explicaciones.
Salieron hacia el campamento, donde encontraron con una sorpresa.
—Hola, me llamo Sofía.
—¡Ah! Me había olvidado comentároslo. Esta es Sofía, mi compañera. También estaba en el avión.
—Vaya cabecita, ¿no? —dijo Samuel.
Rubén, sin siquiera pestañear, siguió su camino hacia otra parte y se puso a trabajar en algo que nadie sabía.
Estuvo tres días desaparecido; cuando comía con ellos ni siquiera les hablaba. Se le notaba cansado y falto de sueño. Samuel empezaba a preocuparse por él; temía que se volviera loco.
A los tres días, Rubén llegó sonriente de oreja a oreja y se acostó para dormir. Todos se afanaron en averiguar lo que había estado haciendo, pero nadie lo descubrió. Solo un encontraron un montón de cachivaches rotos.
Un par de horas después se levantó. Estaban tranquilos aunque expectantes.
—¿Por qué estabas tan contento?
—Seguidme —les dijo Rubén.
Cuando llegaron al lugar donde los llevó, todos se asombraron por lo que había hecho: había construido aquello que les iba a sacar de allí. Ya todos empezaron a pensar en volver a casa y reencontrarse con sus familias.
Cuando la madre recibió de madrugada la llamada telefónica, no lo esperaban. El barco de su marido se había hundido. No se sabía nada de él ni de uno de sus hijos, que, por desgracia, habían ido juntos.
El País: “Los siete tripulantes del pesquero hundido, desaparecidos.” Ese era el titular que les había hundido la vida.
—Llevamos tres días en esta isla alejada de toda civilización y lo único que hemos encontrado han sido árboles sin frutos. Papá, estoy harto, han muerto ya dos personas por sus heridas; éramos siete, y ya solo somos cinco. Además, Carlos está muy mal. Voy a ir.
—No, hijo, es demasiado peligroso —exclamó su padre.
—Pero hay alimentos, agua, utensilios médicos y de cocina que nos pueden ayudar, y no está muy lejos.
—Si no llegas en una hora, iré a por ti, ¿entendido? No te retrases.
—Vale.
—Tan solo tiene 15 años —exclamó Santiago, uno de los marineros.
—Da igual, es testarudo y lo iba a hacer de todas formas —dijo su padre.
El hijo se fue y en menos de cuarenta minutos estaba de vuelta con los suministros médicos y algunos utensilios. Salió del agua. Traía comida, vendas y ropa.
—¿Cómo has traído todo eso? —exclamó el padre.
—Da igual, ahora lo que importa es evitar que Carlos se desangre. Ponedle estas vendas.
—Pero están mojadas... —dijo Ismael, el médico del barco.
—Da igual, le taparán la herida —dijo Rubén, el hijo del capitán.
—Ahora, a buscar comida. La que tenemos no durará mucho —dijo Santi, el cocinero.
—Rubén y yo saldremos en busca de comida —dijo Samuel, el padre de Rubén.
Salieron en busca de comida, pues las provisiones que tenían tan solo les bastaban para cuatro o cinco días. Llevaban tres horas caminando sin descanso cuando oyeron un ruido a su derecha. Samuel se dio cuenta enseguida y pronto le dijo a Rubén:
—Hijo, acércate, no vaya a ser un animal salvaje.
—Vale, pero habrá que ir volviendo, ¿no? Se está haciendo de noche y si es un animal no me apetece encontrármelo.
—Sí, va a ser mejor —dijo el padre.
Se encaminaron hacia el pequeño campamento cuando una voz dijo:
—No os vayáis todavía, yo puedo ayudaros.
Samuel se dio la vuelta y Rubén, que era de naturaleza desconfiada, se giró a la vez que se agachaba para coger un palo que había en el suelo.
—Hola, me llamo Nacho. Llevo dos años en esta isla.
—Ah, eres un superviviente de aquel avión que se había estrellado en el año 2012 —dijo Samuel, que tenía muy buena memoria.
—Sí —afirmó Nacho con pesar.
—Entonces el avión debe de estar por aquí cerca, ¿no? —dijo Rubén mostrando una gran alegría.
—Sí, pero está un poco lejos, a unos tres días a pie.
—Pues entonces vayamos —dijo Rubén, con impaciencia, como si tuviese una gran idea.
—Antes debemos ir a avisar a los demás, o ir a buscarlos para que se vengan, ¿no? —dijo Samuel.
—Sí, supongo —dijo Rubén, desilusionado por no poder ir ya ese día.
Se dirigieron al campamento; a las tres horas llegaron y presentaron a Nacho al resto del grupo.
—Pero no podemos ir con Carlos en el estado en el que está, ¿no? —se preocupó Santi.
—Ya está mejor: en dos días podrá caminar —dijo Isma, aportando un poco de esperanza al grupo.
—Vale, mejor. Mientras tanto hay que buscar comida, porque no hemos podido encontrar nada —añadió Samuel, pues casi no les quedaban provisiones.
—Mañana por la mañana volveré al barco. Quedaban unas pocas provisiones cuando me fui. Nos pueden ayudar —dijo Rubén.
—No hace falta —dijo Nacho—. Yo tengo comida para un par de días en mi campamento.
—Pero dejemos esas para cuando vayamos al avión, para pasar por allí y poder descansar —propuso Rubén.
—Mejor será —coincidió Ismael —. Yo dije que podría andar, pero no que pudiera aguantar mucho tiempo haciéndolo.
—Pues hecho entonces. Mañana voy al barco y pasado salimos.
Se acostaron, pero Samuel no podía dormirse. Estaba preocupado; no entendía por qué Rubén tenía tantas ganas de ir a aquel avión. Qué se le pasaría por la cabeza. Pasó la noche y llegó el momento de salir. Rubén se preparó y se marchó.
—Ten cuidado, hijo —le gritó Samuel.
A la media hora, Rubén volvió con la comida. Hicieron de comer y, después de satisfacer su hambre, empezaron a preparar las cosas para salir, incluyendo una camilla para Carlos por si llegaba a necesitarla. Se pusieron en marcha hacia el campamento de Nacho. Llegaron al mediodía y descansaron allí.
—Carlos no se encuentra muy bien. Será mejor que no sigamos hoy —dijo Isma.
—Pero no podemos esperar más. Hay que llegar ya —replicó Rubén.
—Tengo una idea: Rubén, Nacho y yo iremos al avión, mientras el resto esperáis aquí —dijo Samu.
Se pusieron en marcha. Unas horas después, cuando llegaron, Rubén salió corriendo y se separó del grupo.
—Así que este es el famoso Boeing 737 que había desaparecido —dijo Samu asombrado.
Mientras tanto, en el campamento de Nacho, los demás esperaban despreocupadamente.
—Hola.
—¿Quién es? —preguntó Santiago, asustado.
—Me llamo Sofía. Soy la compañera de Nacho. Yo también soy una superviviente del avión.
—Pero, ¿por qué Nacho no nos habló de ti? —dijo Isma, enfadado.
—Se le olvidaría, desde que nos estrellamos se le va un poco la cabeza —aclaró Sofía.
Samuel se fijó curiosamente en que Rubén buscaba algo en la cabina del piloto. Entonces se dirigió a la parte inferior, en la bodega. Revisaba sin descanso; de repente, mientras Samuel y Nacho divagaban y se contaban cómo se había vivido el accidente del avión en los distintos lugares del mundo.
Rubén gritó:
—¡Eh! Dejad de hablar e id a buscar la comida. Creo que va a hacer falta si no encuentro nada por aquí que me sirva.
Por suerte, Rubén era un fanático de la electrónica y tenía un amigo ingeniero que le había enseñado “todo lo que sabía”.
—Perfecto —dijo Rubén, satisfecho.
A Nacho, al que nunca se le habría ocurrido la idea de coger la comida del avión, le pareció muy bien. Cogieron todas las conservas, agua, bebidas... que estaban en buen estado y las llevaron consigo. No era mucho, pero también había unos suministros médicos, ropa en las maletas y otros utensilios que les podrían servir. Estaban esperándolo cuando salió con una simple maleta.
—¿Qué llevas ahí? —dijo Samuel, indignado.
—Un par de cosas que necesitaba —dijo Rubén, que no quería dar explicaciones.
Salieron hacia el campamento, donde encontraron con una sorpresa.
—Hola, me llamo Sofía.
—¡Ah! Me había olvidado comentároslo. Esta es Sofía, mi compañera. También estaba en el avión.
—Vaya cabecita, ¿no? —dijo Samuel.
Rubén, sin siquiera pestañear, siguió su camino hacia otra parte y se puso a trabajar en algo que nadie sabía.
Estuvo tres días desaparecido; cuando comía con ellos ni siquiera les hablaba. Se le notaba cansado y falto de sueño. Samuel empezaba a preocuparse por él; temía que se volviera loco.
A los tres días, Rubén llegó sonriente de oreja a oreja y se acostó para dormir. Todos se afanaron en averiguar lo que había estado haciendo, pero nadie lo descubrió. Solo un encontraron un montón de cachivaches rotos.
Un par de horas después se levantó. Estaban tranquilos aunque expectantes.
—¿Por qué estabas tan contento?
—Seguidme —les dijo Rubén.
Cuando llegaron al lugar donde los llevó, todos se asombraron por lo que había hecho: había construido aquello que les iba a sacar de allí. Ya todos empezaron a pensar en volver a casa y reencontrarse con sus familias.
Rubén Gonçalves Prieto [2ºC]
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