EN LA ARENA Y EN LA ROCA
Mahmut y Alí estaban tan sedientos y cansados que veían espejismos sobre las dunas amarillentas del desierto de Arabia. Hacía tres días que andaban sin descanso; apenas tenían unas horas para conciliar el sueño y el frío de la noche era tan intenso que los hacía envolver en sus mantos coloreados; en cambio durante el día el calor abochornaba.
—¡Mira, Mahmut, hermano, un oasis de palmeras con jugosos dátiles y agua fresca! —exclamó Alí con los ojos enrojecidos por la fiebre.
—No. Alí, hermano. No es un oasis, es tu deseo y tu sed. No hay palmeras ni dátiles ni agua; sólo hay arena y calor, mucho calor.
—No, Mahmut, hermano. Alá nos ha dispuesto un banquete; sólo debemos acercarnos y comer y beber. ¡Comamos, Mahmut!
—Escúchame, Alí, hermano, no te precipites; Alá nos ama mucho, pero quiere que andemos todavía un buen trecho hasta llegar a la ciudad más cercana. Allí comeremos y beberemos y descansaremos a la sombra de los toldos de pelo de camello.
Alí, obsesionado con su alucinación, empezó a golpear a Mahmut, que se defendió como pudo. Le sangraba la nariz, la piel se le llenó de moratones y tenía un ojo hinchado; eran algunas consecuencias de la violencia con la que el irritable Alí lo había aporreado.
Cuando consiguió separarse de él, se alejó un trecho y lentamente, con el dedo índice de la mano derecha, escribió sobre la arena: “Hoy mi hermano Alí me ha pegado”.
Se acostaron acurrucados en sus mantos coloreados. Poco durmió Mahmut aquella noche por el dolor de los golpes recibidos. También Alí se despertaba a menudo agitado por la pesadilla de la paliza que haba dado a su hermano.
A la mañana siguiente prosiguieron la marcha.
—¡Mira, Mahmut, hermano, un oasis de palmeras con jugosos dátiles y agua fresca! —gritó de nuevo Alí.
—No, hermano. No es un oasis, es tu deseo y tu sed. No hay palmeras ni dátiles ni agua; sólo hay arena y calor, mucho calor.
Pero esta vez Alí tenía razón y Mahmut se equivocaba: un lago espléndido con unas palmeras fecundas, que daban una sombra reconfortante, los esperaba donde el horizonte junta el desierto y el cielo. Corrieron a más no poder. Mahmut, más veloz, llegó primero y se echó al agua como si quisiera bebérsela toda, toda. Pero, ¡ay!, no se dio cuenta de que el lago era más hondo de lo que pensaba.
—¡Socorro, ayúdame, Alí, hermano, que me ahogo!
Alí llegó jadeante, rompió una rama de una palmera joven, se sujetó al tronco con su cinturón y alargando los brazos y acercándole la rama, consiguió que Mahmut se agarrara a ella y pudiera recuperar la orilla salvadora.
Calmaron la sed con el agua fresca, saciaron el hambre con los frutos dulces de las palmeras y reposaron a su sombra para que el ardor del día no los abrasara.
Cuando el sol caía por poniente, Mahmut tomó una piedra puntiaguda y dura, se acercó a una roca de la orilla y grabó sobre ella con unos trazos profundos: “Hoy mi hermano Alí me ha salvado”.
—Mahmut, amigo y hermano ¿por qué has escrito antes sobre la arena “Hoy mi hermano me ha pegado” y ahora sobre la roca “Hoy mi hermano me ha salvado”?
—Porque lo que he escrito sobre la arena el viento lo borra en seguida, quizá ya no existe, Sin embargo, lo que he escrito sobre la roca, nada ni nadie lo podrá borrar jamás.
Aquella noche Mahmut y Alí durmieron plácidamente envueltos en sus mantos coloreados.
Cuentos con valores, pp. 31-34
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