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martes, 27 de febrero de 2018

LA POESÍA POSTERIOR A LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA: MIGUEL HERNÁNDEZ, BLAS DE OTERO Y GIL DE BIEDMA

LA POESÍA POSTERIOR A LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA: MIGUEL HERNÁNDEZ, BLAS DE OTERO Y GIL DE BIEDMA

   En 1942, cumpliendo pena por su participación en la guerra en el bando republicano, fallece en la prisión de Alicante Miguel Hernández. Su poesía rehumanizada, partidaria del compromiso civil con los problemas del hombre, será despreciada por los intelectuales fascistas, declarados enemigos del Viento del pueblo (1937). Sirva como ejemplo de ello este hecho: en 1981 fue posible editar El hombre acecha (1939) porque dos ejemplares habían sido salvados de la destrucción ordenada por el gobierno franquista.
  Tras la Guerra Civil (1936-1939) se inicia la dictadura y el exilio de muchos intelectuales españoles. Este terrible hecho histórico provocó que España no sólo diese la espalda al resto del mundo, sino también un corte con la recién adquirida modernidad.
  El aislamiento cultural, la censura política (y la autocensura) explican la mediocridad de un panorama literario en el que asoma una cultura oficial, la nacional-católica, en la que destacan los autores fascistas, adeptos al Régimen. Luis Rosales, Leopoldo Panero o Dionisio Ridruejo pertenecen a la escuela garcilasista. Su poesía de un tono heroico, imperial, de alabanza del pasado glorioso de España sirve para ensalzar el régimen franquista. Sus cantos felices a la tranquilidad del hogar, la belleza de la tierra y el sentimiento religioso, motivaron que esta tendencia estética de los ganadores de la guerra, fuera denominada «poesía arraigada», pues para ellos, el mundo parece estar bien hecho.
   La realidad de la inmediata postguerra era otra: de la angustia, la miseria y las represalias comenzarán a hablar una serie de jóvenes autores que perciben en Hijos de la ira (1944), de Dámaso Alonso, un modelo para exhibir una incoformidad que motivó que fuesen adscritos a la práctica de una «poesía desarraigada». Esta poesía que versa sobre la muerte, la tristeza, la soledad y la desesperación empleando un lenguaje desgarrado, casi violento, cercano al grito, describe la vida con realismo y espíritu crítico. En los años cincuenta y sesenta, será la tendencia dominante: estos jóvenes neorrealistas escribirán poesía social. Gabriel Celaya, Blas de Otero, Gloria Fuertes y tantos otros, consideran que la poesía debe afrontar los problemas de la sociedad y servir a su beneficio y progreso. Estos poetas buscan el compromiso y la solidaridad, por ello abandonan el «yo« en favor del «nosotros». Aspiran a compartir su obra con el pueblo. Sus versos son los versos de todos los ciudadanos. Anteponer el contenido a la forma, elegir un lenguaje transparente, coloquial, que llegue a la «inmensa mayoría» provocará que muchos de estos textos, leídos hoy, parezcan torpes panfletos rimados. 
   Blas de Otero encontrará seguidores en la segunda promoción de autores realistas (la llamada «generación de medio siglo»): Ángel González, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Francisco Brines, Carlos Barral o Antonio Gamoneda comparten con la generación anterior un consciente antifranquismo; mantienen la visión crítica de la sociedad, unas actitudes éticas comunes y la atención a los problemas sociales, pero no son poetas que se atengan únicamente a exhibir un compromiso político en su obra. Se interesan por el ser humano en sus obras, por sus problemas existenciales, morales e históricos pero no pretenden cambiar la sociedad ni enarbolan una bandera o proyecto político. Su actitud política se limita al ámbito íntimo y personal. Pretenden seguir haciendo una poesía crítica y comprometida, pero con unas formas más elaboradas y huyendo del exceso de simplicidad y sencillez del periodo anterior.
   La obra de Jaime Gil de Biedma, recogida en las 180 páginas de Las personas del verbo es un claro ejemplo de un gran dominio de la técnica poética. El poeta se enfrenta al paso del tiempo con amargura, escepticismo y pesimismo. La poesía es un acto de «comunicación». El poeta exhibe con contención sus experiencias al lector, en un diálogo lleno de sutiles referencias intelectuales que le permiten hablar también de todo lo prohibido.
   En los años setenta, este panorama cambiará radicalmente con la incorporación de unos jóvenes, educados en una nueva sociedad en la que tienen muchísimo peso los nuevos medios de comunicación masiva: los novísimos, venecianos o generación del 68 (Pere Gimferrer, José María Álvarez, Leopoldo María Panero...), en su afán de romper con la generación anterior, practicarán una poesía vinculada a las vanguardias, que toma como modelos a poetas preferentemente extranjeros.

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