Carlos conoce los modales apropiados
para tratar con ancianas venerables, con criadas, con madres, con
hermanas, con doncellas de cámara, con las reverendas monjas clarisas;
pero nada sabe acerca de cómo tratar con putas que antes que putas son
niñas. Tal vez por eso al principio no hace ningún movimiento. Continúa
apoyado de espaldas contra la puerta —dejemos que se conozcan más a
fondo, ha dicho su padre antes de cerrarla— mientras la polaca se sienta
en el borde de la cama y espera. Tampoco ella parece saber qué viene a
continuación. Porque conoce el modo de tratar a los campesinos de la
Galitzia, a doce hermanos durmiendo en la misma cama, a padres que te
venden por veinte kopeks, a los rudos tripulantes del Carpathia,
pero nada sabe sobre clientes que antes que clientes son niños. Y tal
vez por eso está asustada como nunca hasta ahora lo ha estado. Ni
siquiera cuando aquel marinero borracho estuvo a punto de conseguir
arrastrarla hasta su camarote, aprovechando la noche del Atlántico.
Carlos sólo habla español y la polaca, sólo polaco. Aunque para ser
sinceros, durante los primeros quince minutos nadie dice una palabra. Se
limitan a contemplar la habitación —los cortinajes de terciopelo, la
reja en la ventana, el baldaquino de la cama al que ella se había
abrazado— como si ninguno de los dos estuviera. Luego Carlos intenta
improvisar unas palabras de saludo. Dice buenas noches, y la polaca no
contesta. Me llamo Carlos, cómo te llamas tú, y nada. Mañana cumplo
trece años. Va ensayando frases cada vez más largas, mientras se acerca y
se sienta a su lado.
No quiere mirarla a los ojos, pero al final no puede resistir la
curiosidad y alza los suyos. Cree que va a encontrar impreso en ellos un
rastro de rabia o de dolor, la huella de vejez prematura que dejan los
sufrimientos, pero en su lugar halla otra cosa; una mirada azul y
asustada, de niña vagamente entristecida por una porcelanita rota o una
muñeca perdida. Casi al mismo tiempo comprende que no hará nada. Que su
regalo de cumpleaños será precisamente ése; poder desobedecer a su
padre, al menos una vez en la vida. Quiere decirle eso a la niña. Se lo
dice. Dice: No tengas miedo, porque no vamos a hacerlo. Dormiremos
juntos esta noche, pero ni siquiera llegaremos a tocarnos. Mañana yo
seguiré siendo virgen y tú seguirás costando cuatrocientos dólares.
Ella le mira sin convicción. Desconfía, claro, porque no es capaz de
entender el significado de sus palabras. O quizás precisamente porque,
al no entenderlas, ha podido descubrir algo más profundo que se oculta
bajo ellas, entre ellas, a pesar de ellas; un mensaje terrible que tal
vez el propio Carlos ignora.
Viste un traje de verano abotonado, una falda azul y larga, calzas
rosas. Le han recogido su cabello en dos trenzas rubias y espesas, que
culebrean hasta su escote; un escote donde no hay todavía mucho que
mirar, y no lo habrá hasta por lo menos un par de años más tarde. Carlos
ve de reojo cómo, bajo los volantes y las transparencias de muselina,
ese pecho menudo se infla y desinfla muy rápido, en lo que parece la
palpitación de una avecilla asustada. Quiere repetirle que no tema, que
puede confiar en él, pero en ese momento se detiene. Ve su mano, la
pequeña mano de ella, acercarse lentamente y más tarde acariciar con
torpeza su cuerpo, en un movimiento lleno de temblores, titubeos. Ese
gesto tiene algo de orden recibida, de instrucción que se obedece
mecánicamente, como se administra una medicina desagradable o se cumple
un trámite. En su memoria, el tacto de esos dedos blancos se confunde
con alguna otra cosa. Por ejemplo: la sensación de internarse de nuevo
en la selva. Los pájaros exóticos y los monos contra los que no fue
capaz de disparar, la decepción de su padre, el regreso. Y a ese
recuerdo van asociados otros muchos: los librillos de poemas escondidos
bajo el colchón; los suspiros de madre; las viñetas indecentes con los
bordes cuarteados por sucesivas manipulaciones; las palabras de su padre
justo antes de hacerle subir al coche. Ser hombre conlleva muchas
responsabilidades. Su padre, con una mano en su hombro y sonriéndole por
primera vez en mucho tiempo. Su padre esperando en el hall, tal
vez con un periódico, tal vez coqueteando con una de las chicas; ella
sentada en sus rodillas y él explicándole con paciencia y la misma
sonrisa que es un hombre casado, que sólo está aquí por su hijo, del que
está tan orgulloso, porque al fin va a convertirse en todo un hombre.
Y entonces la mira a ella. A esa niña que tiembla y que también
obedece. Tiene tan pocas ganas como él de estar ahí y sin embargo está,
sin un reproche; no es su cumpleaños ni ganará cuatrocientos dólares,
pero igualmente participa en esa larga cadena de capataces, mesdemoiselles,
marineros y tratantes de mujeres. Un títere que primero mueve la mano y
más tarde abrirá las piernas, sólo porque el señor Rodríguez ha pulsado
las cuerdas apropiadas.
Siente un sudor frío. Un respingo eléctrico recorriéndole la espalda,
en parte por esos pensamientos, en parte porque casi sin querer también
su mano ha comenzado a deslizarse por la cadera de ella. Una mano que
no parece ser una parte de su propio cuerpo. La niña se muerde los
labios. Su cuerpecito crispado se resiste a hacer un solo movimiento,
ahoga un grito. Carlos cierra los ojos. Dormiremos juntos esta noche,
pero ni siquiera llegaremos a tocarnos, dice. Mañana yo seguiré siendo
virgen y tú seguirás costando cuatrocientos dólares, repite, pero de
nuevo ella no cree en sus palabras. Poco a poco incluso él ha dejado de
creer en ellas, porque de pronto está viendo detrás de los párpados
cerrados a la niña saliendo de la habitación con las trenzas intactas,
la madame que ríe en voz alta por el regalo de los cuatrocientos
dólares, su padre que mueve la cabeza con heladora lentitud, que
comprende, que siempre lo supo, y luego los cintarazos en la espalda con
la correa de cuero y los rezos de madre y el médico recetando sorbos de
ricino y veranos en la montaña.
Pero nada de eso ocurrirá —la mano ascendiendo por el torso sin que
ella pueda hacer nada más que seguir temblando; esa mano, su mano,
tocando por primera vez un pecho—. No ocurrirá, porque su padre siempre
consigue lo que quiere y esta vez no será menos; si para ser un hombre
tiene que aplastar bajo su peso el cuerpo de la polaca, va a hacerlo, va
a apretarse contra esa niña que tiene cara de jugar todavía a
las lozas y las cerámicas, a las tardecitas de té y los bordados; a ser
mamá, dentro de muchos años. Y no debería excitarle, pero le excita; y
no debería comenzar a besarla ni desnudarla, pero ya lo está haciendo.
La polaca que comienza a respirar más fuerte, que lucha por no orinarse
de puro miedo, que cierra también los ojos porque al fin le cree;
porque sin palabras ha comprendido mejor el sentido de sus movimientos,
el rumbo de ese niño terrible que se le viene encima todavía con los
pantalones puestos.
No sabe apenas nada sobre el cuerpo de una mujer. Al respecto tiene
una idea imprecisa, que de pronto se hace nítida y penosa, como la
revelación de un viajero que creía conocer el desierto por leerlo en un
mapa. Así se siente abrasar sobre el cuerpo de ella, que de golpe le
parece sin embargo frío y remoto como una piedra de sacrificio. Siente
olores nuevos que en cierto modo son familiares. Un gusto salobre que
tiene la sensación de recobrar de alguna parte, como venido a través de
un largo sueño. Mientras le revienta las costuras del corpiño y le
arremanga la falda piensa en la vieja criada Gertrudis; en la paciencia
con que viste y desviste a sus hermanas. Al sentir el tacto blanquísimo
de su piel, su sabor a hostia consagrada; al escuchar los lamentos
incomprensibles de la niña sufriendo, rezando, tal vez muriendo en
polaco, piensa en madre. Cuando deja que todo el peso de su cuerpo se
hunda sobre ella, no piensa en nada.
Luego, lo que está haciendo, de pronto, duele. Siente ganas de
llorar. Pero la humedad en sus mejillas no es nada comparada con otra
humedad más terrible, cálida como una herida, subterránea como una
enfermedad, que siente empapar su sexo. Escucha gritar a la niña y luego
ve sangre, un pequeño rastro de sangre donde su padre ha dicho. Sangre
empapando el follaje de la selva. Esquirlas rojas y negras, salpicando
la blancura de las sábanas. Siente como si el resto de su cuerpo fuera
la empuñadura de un cuchillo que sólo hoy, esa misma noche, hubiera
sido desenvainado.
No sabe si el amor se parece a eso. Si está matando a la niña que
grita, que se sacude débilmente bajo su cuerpo. Está, quizás, matándola,
pero no importa. Su padre ha pagado cuatrocientos dólares para que no
importe.
Se prolonga el tiempo exacto que dura una pesadilla.
Y cuando todo termina comienza a llorar, esta vez sí, y la niña llora
con él, y lo que es más extraño, también lo abraza. No está muerta,
piensa Carlos con alegría, con sorpresa. No está muerta, y no le odia.
Lo rodea con sus brazos como si él fuera al mismo tiempo sus padres, y
sus hermanos, el país que no volverá a ver, la lengua que no escuchará
de nuevo, el capitán mercante que cuidó de ella y durante todo un mes
cumplió su palabra. Le abraza como dos niños que hubieran jugado y
reñido y ahora quisieran jugar de nuevo.
De pronto comienza a hablar. Murmura frases misteriosas que él
escucha y trata de registrar con paciencia. Son, tal vez, preguntas y,
en las pausas, él contesta con otras. Le pregunta si tiene trece años.
Le pregunta si eso que acaban de hacer es lo que al otro lado de la
puerta esperaban de ellos. Si también su padre le había dicho que
hacerse una mujer conllevaba muchas responsabilidades, justo antes de
despedirla en el puerto. Y ella contesta, a su modo, y después calla.
Las velas se han consumido ya. En la oscuridad sus cuerpos continúan
abrazados. Carlos ha comenzado a acariciarla lentamente. Su mano
recorre la suavidad del cabello, su piel lechosa, y ella se ablanda y
adormece al calor de ese contacto. Todavía lloran, pero ya sin ruido,
sin amargura, y la niña ahora repite una sola frase, como una letanía;
como si la noche se hubiera quedado encallada en el mismo punto.
Chcę iść do domu.
Al hablar, los labios húmedos se abren y se cierran para rozar su oreja.
Chcę iść do domu.
Y Carlos piensa en esas palabras mientras se va quedando dormido y
aún después, minutos u horas más tarde, cuando al despertar descubre que
la polaca ha desaparecido, y en el hall lo espera su padre para decirle que ya es todo un hombre.
Che is do domo.
Trata de grabarlas en su memoria ese día, y luego el resto de su
vida, mientras concibe proyectos disparatados; planes en los que la
polaca y él, contra el mundo.
cheis to tomo,
y poco a poco esos planes que se asordinan, se postergan, se
abandonan, se mueren, porque al fin y al cabo ella ya no está en el
burdel, nadie sabe dónde puede encontrarla, y si lo supiera sería lo
mismo, claro, porque una cosa es sublevarse leyendo unos poemas y otra
muy distinta dejarlo todo por una niña que ya ni siquiera es niña; por
una puta que a estas alturas ni siquiera costará un dólar; por una
extranjera cuyas últimas palabras poco a poco se ha resignado a olvidar,
los sonidos incomprensibles que se van mezclando y confundiendo en su
memoria, y con ellos la esperanza adolescente de que su conjuro cifrara
algo hermoso, que cheis torromo signifique te perdono, que cheis mortoro quiera decir te quiero; que cheistor moro, yo tampoco te olvidaré, nunca.
JUAN GÓMEZ BÁRCENA, El cielo de Lima, Salto de Página, Madrid, 2014, pp. 105-110.
&
Clara Lieu
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